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– Un sello.

– ¿Qué?

– La adivinanza. La respuesta es un sello. Deberíamos ir al zoo después de comer.

– Ya te la sabías, ¿verdad?

– Desde luego que no.

– Eres un tramposo.

– Y tú una envidiosa.

– ¿De qué?

– De mi inteligencia masculina.

– ¿Tu inteligencia masculina? ¿En serio? Dime, ¿quién gana siempre al ajedrez?

– Es porque te dejo ganar. -Tariq se echó a reír. Ambos sabían que no era cierto.

– ¿Y quién suspendió matemáticas? ¿A quién le pides ayuda con los deberes de matemáticas, a pesar de que estás en un curso superior?

– Estaría dos cursos por delante de ti si las matemáticas no me aburrieran.

– Y supongo que la geografía también te aburre.

– ¿Cómo lo sabes? Bueno, calla ya. ¿Vamos al zoo o no?

Laila sonrió.

– Sí, vamos.

– Bien.

– Te he echado de menos.

Se produjo un silencio. Luego Tariq se volvió hacia ella con una expresión que oscilaba entre una sonrisa y una mueca de desagrado.

– ¿Qué te pasa?

¿Cuántas veces se habían preguntado lo mismo Hasina, Giti y ella, pensó Laila, y lo habían dicho sin vacilar, después de apenas dos o tres días sin verse? «Te he echado de menos, Hasina.» «Oh, yo a ti también.» Con la mueca de Tariq, Laila aprendió que los chicos eran diferentes de las chicas en aquel aspecto. No hacían ostentación de su amistad. No sentían la necesidad de hablar de esas cosas. Laila imaginó que también sus hermanos serían así. Los chicos, comprendió, se planteaban la amistad de la misma forma que el sol: daban por sentada su existencia y disfrutaban de su resplandor, pero nunca lo contemplaban directamente.

– Sólo quería fastidiarte -dijo.

– Pues ha funcionado -replicó Tariq, mirándola de reojo.

Pero a Laila le pareció que su mueca se había suavizado. Y también le dio la impresión de que el tono de sus mejillas había subido de intensidad momentáneamente.

Laila no pensaba contárselo. De hecho, había llegado a la conclusión de que sería muy mala idea. Alguien saldría herido, porque Tariq sería incapaz de pasarlo por alto. Pero cuando más tarde salieron a la calle en dirección a la parada del autobús, Laila volvió a ver a Jadim apoyado contra una pared, rodeado de sus amigos y con los pulgares metidos en las presillas del pantalón, dedicándole una sonrisa desafiante.

Y entonces ella se lo contó. Todo lo sucedido le salió por la boca antes de que acertara a contenerlo.

– ¿Que hizo qué?

Laila se lo repitió.

Tariq señaló a Jadim.

– ¿Él? ¿Fue él? ¿Estás segura?

– Estoy segura.

Tariq apretó los dientes y masculló algo en pastún que Laila no entendió.

– Espera aquí -ordenó en farsi.

– No, Tariq…

Pero él ya estaba cruzando la calle.

Jadim fue el primero en verlo. Se le borró la sonrisa y se apartó de la pared. Sacó los pulgares de las presillas y se irguió, adoptando un afectado aire de amenaza. Los otros chicos siguieron su mirada.

Laila deseó haber callado. ¿Y si se ponían todos de parte de Jadim? ¿Cuántos había…? ¿Diez, once, doce? ¿Y si le hacían daño?

Tariq se detuvo a unos pasos de Jadim y su banda. A Laila le pareció que se tomaba un momento para reflexionar, tal vez para cambiar de opinión, y cuando él se agachó, imaginó que fingiría que se le había desatado el cordón del zapato y que luego volvería a su lado. Pero no fue eso lo que hizo Tariq, y entonces Laila lo comprendió todo.

Los otros también lo comprendieron al ver que Tariq se enderezaba sobre una sola pierna, se dirigía hacia Jadim a la pata coja, y luego se abalanzaba sobre él, blandiendo la pierna ortopédica como si de una espada se tratara.

Los demás chicos se apartaron rápidamente para dejarle libre el camino.

Entonces todo se convirtió en polvo, puñetazos, patadas y gritos.

Jadim no volvió a molestar a Laila nunca más.

***

Esa noche, como la mayoría de las noches, Laila puso la mesa sólo para dos. Mammy dijo que no tenía hambre. Cuando sí tenía hambre, siempre se llevaba el plato a su habitación antes incluso de que babi llegara de trabajar. Solía estar ya dormida o tumbada en la cama, despierta, cuando Laila y babi se sentaban a cenar.

Babi salió del cuarto de baño con el pelo -que traía blanco de harina al llegar a casa- limpio y peinado hacia atrás.

– ¿Qué hay para cenar, Laila?

– Sopa aush que sobró de ayer.

– Estupendo -dijo él, doblando la toalla con la que se había secado el cabello-. ¿Y en qué vas a trabajar hoy? ¿Suma de fracciones?

– No; pasar fracciones a números mixtos.

– Ah, muy bien.

Todas las noches, después de cenar, babi ayudaba a Laila con los deberes y le ponía otros. Sólo lo hacía para que Laila fuera un poco más adelantada que el resto de su clase, no porque desaprobara el programa del colegio, a pesar de toda la propaganda. De hecho, babi pensaba que, irónicamente, los comunistas sólo habían actuado bien -o al menos lo habían intentado- en el terreno educativo, precisamente la vocación de la que lo habían expulsado. Y sobre todo, en lo referente a la educación femenina. El gobierno había subvencionado clases de alfabetización para todas las mujeres. Y ahora, según afirmaba babi, casi dos tercios de las matrículas en la Universidad de Kabul correspondían a mujeres. Mujeres que estudiaban derecho, medicina, ingeniería.

– Las mujeres siempre lo han tenido difícil en este país, Laila, pero seguramente son más libres ahora, bajo el régimen comunista, y tienen más derechos que nunca -decía babi, siempre bajando la voz, consciente de la intransigencia de mammy con respecto a cualquier comentario positivo sobre los comunistas, por nimio que fuera-. Pero es cierto, ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán. Y tú puedes aprovecharlo, Laila. Por supuesto, la libertad de las mujeres -y aquí meneó la cabeza, apesadumbrado- fue también una de las razones por las que la gente empuñó las armas ahí fuera.

Al decir «ahí fuera» no se refería a Kabul, que siempre había sido una ciudad relativamente liberal y progresista. En la capital había profesoras universitarias, directoras de escuelas, funcionarias del gobierno. No, babi se refería a las áreas tribales, sobre todo a las regiones pastunes del sur o del este, cerca de la frontera con Pakistán, donde raras veces se veían mujeres por la calle, si no era con burka y acompañadas por algún varón. Se refería a las regiones donde los hombres que vivían de acuerdo con antiguas leyes tribales se habían sublevado contra los comunistas y sus decretos orientados a liberar a las mujeres, abolir los matrimonios forzados, elevar a dieciséis años la edad mínima de las jóvenes para casarse. Allí, los hombres consideraban un insulto a sus tradiciones ancestrales, decía babi, que el gobierno -un gobierno ateo, por añadidura- les dijera que sus hijas debían abandonar el hogar para ir a estudiar y trabajar rodeadas de hombres.

– ¡Dios nos libre! -solía exclamar babi sarcásticamente. Luego suspiraba y añadía-: Laila, cariño mío, el único enemigo al que un afgano no puede derrotar es a sí mismo.

Babi se sentó a la mesa y mojó pan en su cuenco de aush.

Laila decidió que le contaría lo que Tariq había hecho a Jadim durante la cena, antes de ponerse con las fracciones. Pero finalmente no tuvo oportunidad de hacerlo, porque justo entonces llamaron a la puerta y un desconocido se presentó en su casa con noticias.