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– ¿Qué hacemos?

– Esperar -dijo Rashid con tono impaciente.

Más tarde, Rashid seguía intentando sintonizar la radio mientras Mariam preparaba arroz con salsa de espinacas en la cocina. Recordaba la época en que disfrutaba cocinando para Rashid, e incluso esperaba con ansia que llegara el momento. Ahora cocinar era un ejercicio que le suscitaba una inquietud creciente. Los qurmas estaban siempre demasiado salados o demasiado sosos para el gusto de su marido; el arroz, demasiado grasiento o demasiado seco; el pan, demasiado blando o demasiado crujiente. Las críticas de Rashid la conducían a un estado de angustiosa indecisión en la cocina.

Cuando le sirvió el plato, en la radio sonaba el himno nacional.

– He hecho sabzi -dijo ella.

– Déjalo ahí y cállate.

Cuando terminó el himno, una voz de hombre se presentó a sí mismo como el coronel Abdul Qader de las Fuerzas Aéreas. Informó que, durante el día, la Cuarta División Acorazada rebelde se había apoderado del aeropuerto y las principales intersecciones de la ciudad. Radio Kabul, los ministerios de Comunicación e Interior, así, como el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores, también habían caído en su poder. Kabul se hallaba en manos del pueblo, dijo orgullosamente. Aviones MiG de los sublevados habían atacado el Palacio Presidencial. Los tanques habían irrumpido en el recinto del palacio y se estaba librando una cruenta batalla en aquellos mismos instantes. Las fuerzas leales a Daud estaban a punto de ser derrotadas, afirmó Abdul Qader en tono tranquilizador.

Días más tarde, cuando los comunistas empezaran a ejecutar sumariamente a cuantos tenían alguna relación con el régimen de Daud Jan, y por Kabul empezaran a circular rumores sobre ojos arrancados y genitales electrocutados en la prisión de Pol-e-Charji, Mariam se enteraría de la matanza que se había cometido en el Palacio Presidencial. Habían matado a Daud Jan, pero no antes de que los comunistas asesinaran a unos veinte miembros de su familia, incluyendo mujeres y nietos. Se rumorearía después que el presidente se había quitado la vida, que había resultado herido en el fragor de la batalla; también que lo habían dejado para el final, para obligarlo a contemplar cómo masacraban a su familia antes de acabar con él.

Rashid subió el volumen de la radio y acercó la oreja para oír mejor.

«Se ha creado un consejo revolucionario de las fuerzas armadas y nuestro watan pasará a ser conocido a partir de ahora como República Democrática de Afganistán -decía Abdul Qader-. La época de la aristocracia, el nepotismo y la desigualdad ha llegado a su fin, camaradas hamwatans. Hemos puesto fin a décadas de tiranía. El poder se encuentra ahora en manos de las masas y las gentes que aman la libertad. Se inicia una nueva y gloriosa era en la historia de nuestro país. Ha nacido un nuevo Afganistán. Os aseguramos que no tenéis nada que temer, camaradas afganos. El nuevo régimen mantendrá el máximo respeto hacia los principios islámicos y democráticos. Es un momento de júbilo y celebración.»

Rashid apagó la radio.

– ¿Y esto es bueno o es malo? -preguntó Mariam.

– Malo para los ricos, tal como lo cuentan. Tal vez no sea tan malo para nosotros.

Los pensamientos de Mariam volaron hacia Yalil. Se preguntó si los comunistas lo perseguirían también a él. ¿Lo meterían en prisión? ¿Encarcelarían a sus hijos? ¿Le arrebatarían sus negocios y propiedades?

– ¿Está caliente? -preguntó Rashid, mirando el arroz.

– Acabo de servirlo de la cazuela.

Rashid soltó un gruñido y le dijo que le acercara el plato.

***

La noche estaba iluminada por súbitos destellos rojos y amarillos. Más abajo en la misma calle, una exhausta Fariba se había incorporado en la cama y se apoyaba en los codos. Tenía los cabellos pegajosos y las gotas de sudor vacilaban al borde del labio superior. Junto a la cama, la anciana comadrona, Wayma, observaba mientras el marido y los hijos varones de Fariba pasaban el bebé de unos brazos a otros. Se maravillaban al ver los claros cabellos de la recién nacida, sus mejillas sonrosadas, los labios como capullos de rosa, y los ojos verde jade que se movían bajo los párpados hinchados. Se sonrieron unos a otros cuando oyeron la voz del bebé por primera vez, un llanto que empezó como un maullido de gato y creció con toda la fuerza de un bebé saludable. Nur dijo que sus ojos eran como gemas. Ahmad, el miembro más religioso de la familia, cantó el azan al oído de su nueva hermana y le sopló tres veces en la cara.

– ¿Será Laila, entonces? -preguntó Hakim, meciendo a su hija.

– Laila -asintió Fariba, sonriendo con cansancio-. Belleza de la noche. Es perfecto.

Rashid hizo una bola de arroz con los dedos. Se la metió en la boca y la masticó un par de veces antes de esbozar una mueca y escupirla en el sofrá.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mariam en un tono lastimero que ella misma detestaba. Notó que se le aceleraba el corazón y se le ponía piel de gallina.

– ¿Qué pasa? -gimoteó él, imitándola-. Lo que pasa es que has vuelto a hacerlo.

– Pero lo he dejado hervir cinco minutos más de lo habitual.

– Eso es mentira.

– Te juro…

Rashid se sacudió airadamente el arroz de los dedos y apartó el plato, derramando salsa y arroz en el sofrá. Mariam lo vio salir de la sala hecho una furia, y luego oyó el portazo que dio al abandonar la casa.

Se arrodilló en el suelo y trató de recoger los granos de arroz y devolverlos al plato, pero le temblaban demasiado las manos y tuvo que esperar a que se calmaran. Sentía la opresión del miedo en el pecho. Probó a respirar hondo unas cuantas veces. Captó su pálido reflejo en la ventana de la sala en penumbra y desvió la mirada.

Entonces oyó que la puerta se abría y Rashid volvió a entrar.

– Levántate -ordenó-. Ven aquí. Levántate.

Le cogió la mano, la abrió y dejó caer un puñado de guijarros en la palma.

– Métetelos en la boca.

– ¿Qué?

– Métete eso en la boca.

– Basta, Rashid, estoy…

La fuerte mano de su marido le sujetó la mandíbula. Le metió dos dedos entre los dientes para abrírsela y luego le introdujo las frías y duras piedras. Mariam forcejeó, mascullando, pero él siguió embutiéndole guijarros, con el labio superior torcido en una mueca desdeñosa.

– Ahora mastica -ordenó.

Mariam masculló una súplica a través del puñado de guijarros y arenilla. Se le saltaban las lágrimas.

– ¡Mastica! -bramó él. El aliento a tabaco la golpeó en la cara.

Mariam masticó. Algo crujió en su boca.

– Bien -dijo Rashid. Le temblaban las mejillas-. Ahora ya sabes cómo es tu arroz. Ahora ya sabes lo que me has dado en este matrimonio. Mala comida y nada más.

Y se fue, dejando sola a su esposa, que escupía guijarros, sangre y los fragmentos de dos muelas rotas.