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Debajo Mariam encontró otra foto, también en blanco y negro, pero de peor calidad. En ella se veía a una mujer sentada y, detrás de ella, a un Rashid más joven y delgado, con los cabellos negros. La mujer era hermosa. No tanto como las mujeres de la revista, quizá, pero hermosa en cualquier caso. Desde luego, más que ella. Tenía un delicado mentón y largos cabellos negros partidos por la raya en medio. Los pómulos eran prominentes y la frente tersa. Mariam imaginó su propio rostro, sus labios finos y su afilado mentón, y sintió celos.

Contempló la foto mucho rato. El modo en que Rashid parecía imponerse sobre la mujer le causaba un vago desasosiego. Por sus manos, que se apoyaban en los hombros de ella. Por la forma en que sonreía, recreándose, con los dientes apretados, y la expresión sombría de su esposa. Por el modo en que el cuerpo de ella se inclinaba sutilmente hacia delante, como si tratara de evitar el contacto.

Mariam lo colocó todo en su sitio.

Más tarde, mientras lavaba la ropa, lamentó haber fisgado en su habitación. ¿Para qué? ¿Qué había descubierto sobre Rashid que tuviera importancia? ¿Que poseía una pistola y que era un hombre con las necesidades propias de su sexo? Y no debería haberse quedado mirando la foto de Rashid con su primera mujer durante tanto tiempo. Sus ojos habían encontrado significados en lo que no era más que una postura al azar captada en un momento concreto.

Lo que sintió delante de la ropa tendida que se balanceaba pesadamente en las cuerdas era lástima. Compadecía a Rashid, que también había tenido una vida muy dura, marcada por los infortunios. Sus pensamientos volvieron al niño, Yunus, que había hecho muñecos de nieve en aquel mismo patio, que había subido por las mismas escaleras. El lago se lo había arrebatado a Rashid engulléndolo, igual que la ballena se había tragado al profeta del mismo nombre que aparecía en el Corán. A Mariam le entristeció -y no poco- imaginar a Rashid impotente y dominado por el pánico, paseándose frenéticamente por la orilla del lago, suplicándole que escupiera a su hijo de vuelta a la tierra. Y por primera vez sintió cierta afinidad con su marido. Se dijo que serían buenos compañeros, a pesar de todo.

13

Durante el trayecto de vuelta en el autobús después de la visita al médico, a Mariam le sucedió algo muy extraño. Allá donde posara la mirada, lo veía todo en colores brillantes: los apartamentos de cemento gris, las tiendas con tejado de zinc y las puertas abiertas, el agua fangosa que discurría por las alcantarillas. Era como si un arco iris se hubiera fundido en sus ojos.

Rashid hacía tamborilear sus dedos enguantados y tarareaba una canción. Cada vez que el autobús saltaba sobre un bache y daba una sacudida, su mano protectora salía disparada hacia el vientre de Mariam.

– ¿Qué te parece Zalmai? -preguntó-. Es un bonito nombre pastún.

– ¿Y si es una niña? -adujo Mariam.

– Yo creo que es un niño. Sí. Un niño.

Un murmullo recorría el autobús. Algunos pasajeros señalaban alguna cosa y otros se inclinaban sobre los asientos para mirar por las ventanillas.

– Allí -señaló Rashid, dando unos golpecitos en el cristal con un nudillo. Sonreía-. Ahí. ¿Lo ves?

Mariam advirtió que, en la calle, la gente se paraba en seco. En los semáforos emergían rostros por las ventanillas de los coches, vueltos hacia arriba, hacia los suaves copos que caían. ¿Qué tenía la primera nevada de la temporada para causar semejante fascinación?, se preguntó Mariam. ¿Era la oportunidad de ver algo inmaculado aún, sin marcas? ¿De captar la gracia fugaz de una nueva estación, de un precioso principio, antes de que fuera pisoteado y corrompido?

– Si es una niña -prosiguió Rashid-, que no lo es, pero si fuera una niña, podrás elegir el nombre que quieras.

Mariam despertó a la mañana siguiente con el sonido de una sierra y un martillo. Se envolvió en un chal y salió al patio cubierto por la nieve. La densa nevada de la noche anterior había amainado y ya sólo se notaba el cosquilleo de unos ligeros copos dispersos. No soplaba el viento y el aire olía a carbón quemado. Kabul se hallaba sumido en un silencio sobrecogedor, cubierto por un manto blanco, liberando espirales de humo aquí y allá.

Encontró a Rashid en el cobertizo de las herramientas, claveteando una tabla de madera. Cuando la vio, Rashid se quitó un clavo de la comisura de la boca.

– Iba a ser una sorpresa. El niño necesitará una cuna. No tenías que verla hasta que estuviera terminada.

Mariam deseaba que su marido dejara de aferrarse a la esperanza de que fuera un niño. A pesar de la felicidad que sentía por el embarazo, le pesaba aquella expectativa. La víspera, Rashid había salido y había vuelto a casa con un abrigo de ante para un niño, forrado por dentro de suave piel de cordero y con las mangas bordadas con hilo de seda rojo y amarillo.

Rashid cogió un largo y estrecho tablón. Mientras lo serraba por la mitad, comentó que le preocupaban las escaleras.

– Habrá que hacer algo más adelante, cuando empiece a andar. -Y añadió que también le preocupaba la estufa. Y los tenedores y los cuchillos habrían de guardarse fuera de su alcance-. Toda precaución es poca. Los niños son muy curiosos y no conocen el peligro.

Mariam se arrebujó en el chal para protegerse del frío.

A la mañana siguiente, Rashid dijo que quería invitar a sus amigos a cenar para celebrarlo. Mariam se pasó la mañana limpiando lentejas y poniendo el arroz en remojo. Cortó berenjenas en rodajas para hacer borani, y preparó aushak con puerros y buey picado. Barrió, sacudió las cortinas y ventiló bien la casa, a pesar de que volvía a nevar. Dispuso cojines grandes y pequeños contra las paredes de la sala de estar y colocó unos cuencos con caramelos y almendras tostadas sobre la mesa.

Se metió en su habitación al atardecer, antes de que llegaran los hombres. Estuvo tumbada en la cama escuchando risas, vítores y bromas, que fueron en aumento. No podía evitar que las manos se le fueran a cada momento hacia el vientre. Pensaba en lo que crecía en su interior y la felicidad la invadía como una ráfaga de viento abriendo una puerta de par en par. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mariam pensó en su viaje de seiscientos cincuenta kilómetros en autobús con Rashid, desde Herat, que estaba situado al oeste, cerca de la frontera con Irán, hasta Kabul, en el este. Habían pasado por pueblos y ciudades, y por aldeas con un puñado de casas que surgían una tras otra. Habían atravesado montañas y desiertos pelados, recorriendo una provincia tras otra. Y allí estaba ahora, después de dejar atrás rocas y colinas resecas, con marido y casa propia, encaminándose a la etapa final y más preciada: la maternidad. Qué agradable pensar en su bebé, el bebé de los dos. Qué maravilloso saber que el amor por su bebé empequeñecía ya todo cuanto había sentido antes como ser humano, y que desde ese momento no necesitaría jugar más con guijarros.

Abajo alguien afinaba una armónica. Después se oyó el sonido de una tabla, ese instrumento musical consistente en dos tambores llamados dayan y bayan. Alguien carraspeó. Y después empezaron los silbidos, las palmas, las exclamaciones y los cánticos.

Mariam se acarició el suave vientre. «Tan pequeño como una uña», había dicho el médico. «Voy a ser madre», pensó ella.

– Voy a ser madre -dijo. Luego rió para sí y lo repitió una y otra vez, deleitándose con las palabras.

Cuando pensaba en su bebé, se le henchía el corazón. Crecía y crecía hasta borrar todo el dolor, la soledad y la humillación que había experimentado en su vida. Por eso Dios la había llevado hasta allí, al otro lado del país. Ahora lo comprendía. Recordó un versículo del Corán que le había enseñado el ulema Faizulá: «Y Alá es el este y el oeste, por tanto, allá donde vayas, será designio de Alá…» Colocó su estera y rezó el namaz. Cuando terminó, unió las manos frente al rostro y pidió a Dios que no permitiera que cambiara su buena fortuna.