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Él hundió la cuchara en el dorado daal.

Mariam inspiró hondo, nerviosa. ¿Y si se sentía defraudado o se enfadaba? ¿Y si apartaba el plato con repugnancia?

– Cuidado -consiguió decir-. Está caliente.

Rashid sopló y luego se metió la cuchara en la boca.

– Está bueno -aprobó-. Le falta un poco de sal, pero está bueno. Quizá más que bueno, incluso.

Aliviada, Mariam lo contempló comer. Una punzada de orgullo la pilló desprevenida. Lo había hecho bien -quizá más que bien, incluso-, y la sorprendía la emoción provocada por ese pequeño cumplido. La angustia por el desagradable incidente de la mañana quedó algo mitigada.

– Mañana es viernes -dijo Rashid-. ¿Qué te parece si te llevo a dar un paseo?

– ¿Por Kabul?

– No, por Calcuta.

Mariam parpadeó.

– Es broma. ¡Claro que por Kabul! ¿Por dónde si no? -Metió la mano en la bolsa de papel marrón-. Pero primero tengo que decirte una cosa.

Sacó un burka azul celeste de la bolsa. Los metros de tela plisada se extendieron sobre sus rodillas cuando lo levantó. Rashid enrolló el burka y miró a su esposa.

– Mariam, algunos de mis clientes traen a sus esposas a mi tienda. Las mujeres vienen descubiertas, me hablan directamente, me miran a los ojos sin vergüenza. Llevan maquillaje y faldas por encima de las rodillas. A veces esas mujeres incluso ponen los pies delante de mí, para que les tome medidas, mientras sus maridos se quedan mirando. Lo permiten. ¡No les importa que un desconocido toque los pies desnudos de sus mujeres! Creen que son hombres modernos, intelectuales, por su educación, supongo. No se dan cuenta de que están mancillando su nang y namus, su honor y su orgullo.

Rashid meneó la cabeza.

– Casi todos ellos viven en los barrios más ricos de Kabul. Te llevaré allí. Ya verás. Pero también los hay aquí, Mariam, esos hombres débiles, en este mismo barrio. Hay un maestro que vive calle abajo, Hakim se llama, y veo a su mujer Fariba caminando sola por la calle y sólo con un pañuelo en la cabeza. La verdad, a mí me avergüenza ver a un hombre que ha perdido el control sobre su mujer.

Rashid le lanzó una dura mirada.

– Pero yo no soy como ellos, Mariam. Allí de donde yo vengo, basta con una mirada equivocada o una palabra improcedente para que se derrame sangre. Allí sólo el marido puede ver el rostro de una mujer. Tenlo presente. ¿Me has entendido?

Mariam asintió. Cuando él le tendió la bolsa, la cogió.

La satisfacción experimentada cuando él aprobó su forma de cocinar se había esfumado. En su lugar, le quedaba la sensación de haber encogido. La voluntad de aquel hombre le pareció tan imponente e inamovible como las montañas Safid Kó que se cernían sobre Gul Daman.

– Entonces, ha quedado claro. Bien, ahora sírveme un poco más de ese daal.

11

Mariam nunca había llevado burka. Rashid tuvo que ayudarla a ponérselo. La parte acolchada de la cabeza le apretaba y era pesada, y le resultaba extraño ver el mundo a través de una rejilla. Probó a caminar por la habitación con el burka puesto y tropezó una y otra vez al pisarse el dobladillo. La pérdida de visión periférica resultaba desconcertante, y no le gustaba la sensación opresiva de la tela plisada contra la boca.

– Ya te acostumbrarás -dijo él-. Con el tiempo, seguro que acaba gustándote.

Cogieron un autobús para ir a un lugar que Rashid llamó parque Shar-e-Nau, donde había niños columpiándose y lanzándose pelotas de voleibol por encima de unas maltrechas redes atadas a unos árboles. Pasearon y contemplaron a los niños que remontaban cometas. Mariam caminaba junto a Rashid, tropezando de vez en cuando con el dobladillo del burka. Rashid la llevó a comer a un pequeño restaurante de kebab cercano a una mezquita que llamó Hayi Yagub. El local tenía el suelo pegajoso y el ambiente saturado de humo. Las paredes desprendían un leve olor a carne cruda, y la música, que según Rashid era logari, sonaba demasiado fuerte. Los cocineros eran muchachos enclenques que avivaban el fuego de las brochetas con una mano y espantaban mosquitos con la otra. Era la primera vez que Mariam estaba en un restaurante y al principio le resultó extraño sentarse en una sala llena de tanta gente desconocida, y levantarse el burka para llevarse la comida a la boca. En el estómago notaba una leve punzada de la misma ansiedad que había sentido en la cola del tandur, pero la presencia de Rashid la aliviaba un poco, y al cabo de un rato ya no le molestó tanto la música, el humo e incluso la gente. Y se sorprendió al darse cuenta de que el burka también le resultaba cómodo. Era como una ventana sólo para ella. Desde su interior, podía observarlo todo, protegida de las miradas curiosas de los desconocidos. Ya no le preocupaba que la gente pudiera detectar, a primera vista, todos los vergonzosos secretos de su pasado.

En la calle, Rashid nombró varios edificios: ésta es la embajada americana, dijo; ése es el Ministerio de Asuntos Exteriores. Señaló los coches, dijo las marcas y dónde se fabricaban: Volga soviético, Chevrolet americano, Opel alemán.

– ¿Cuál te gusta más? -preguntó.

Ella vaciló, señaló un Volga y Rashid se echó a reír.

En Kabul había mucha más gente que en lo poco que había visto de Herat. Había menos árboles y menos garis tirados por caballos, y en cambio más coches, edificios más altos, más semáforos y más calles asfaltadas. Y por todas partes se oía el peculiar dialecto de la ciudad: «querida o querido» era yan en lugar de yo, «hermana» era hamshira en lugar de hamshiré, y así con todo.

Rashid compró un helado a un vendedor ambulante. Era la primera vez que Mariam comía helado y nunca había imaginado que el paladar pudiera disfrutar de tales sensaciones. Devoró la tarrina entera con los pistachos triturados que cubrían el helado, y los diminutos fideos de arroz del fondo. Le maravilló su cautivadora textura y el dulce sabor que dejaban sus lengüetazos.

Llegaron a un lugar llamado Koché Morga, la calle del Pollo. Se trataba de un bazar angosto y atestado en un barrio que, según Rashid, era uno de los más prósperos de Kabul.

– Aquí es donde viven los diplomáticos extranjeros, los más ricos hombres de negocios, los miembros de la familia real… esa clase de gente. No los que son como tú y yo.

– No veo ningún pollo -observó Mariam.

– De eso no vas a encontrar en la calle del Pollo -dijo él, y rió.

Había tiendas a ambos lados de la calle y pequeños puestos que vendían sombreros de borreguillo y chapans multicolores. Rashid se detuvo delante de una tienda para admirar una daga de plata grabada, y luego en otra para examinar un viejo rifle que, según le aseguró el vendedor, era una reliquia de la primera guerra contra los británicos.

– Sí, hombre, y yo soy Moshe Dayan -musitó Rashid. Esbozó una sonrisa y a Mariam le pareció que la sonrisa era sólo para ella. Una sonrisa privada, que sólo compartían los esposos.

Pasaron por delante de tiendas de alfombras, de artesanía, de repostería, de flores, y establecimientos donde vendían trajes para hombres y vestidos para mujeres, y en ellas, tras las cortinas de encaje, Mariam vio a chicas jóvenes cosiendo botones y planchando cuellos. De vez en cuando, Rashid saludaba a algún tendero conocido suyo, a veces en farsi, otras en pastún. Mientras se estrechaban la mano y se besaban en la mejilla, Mariam permanecía a unos pasos de distancia. Rashid no la llamó a su lado, no la presentó a nadie.

Le pidió que aguardara a la puerta de una tienda de bordados.

– Conozco al dueño -dijo-. Sólo entraré un minuto para dar el salam.

Mariam esperó fuera, en la atestada acera. Observó los coches que recorrían lentamente la calle del Pollo, avanzando entre la multitud de vendedores ambulantes y transeúntes, y tocando la bocina para que se apartaran los niños y los burros que no se movían. Observó a los mercaderes que ocupaban sus pequeños puestos con aire aburrido, fumando o lanzando escupitajos en escupideras de latón. Sus rostros emergían de las sombras de vez en cuando para ofrecer a los transeúntes telas y abrigos pustin con cuello de piel.