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Y entonces se echó a llorar.

– ¿A qué vienen esos lloros? -preguntó Rashid malhumorado. Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo y se lo puso en la mano. Luego encendió un cigarrillo y se apoyó contra la pared, observando cómo Mariam se enjugaba los ojos-. ¿Ya?

Ella asintió.

– ¿Seguro?

– Sí.

Rashid la tomó entonces por el codo y la condujo hasta la ventana de la sala de estar.

– Esta ventana da al norte -dijo, dando golpecitos con la torcida uña del dedo índice-. Esa montaña de enfrente se llama Asmai, ¿la ves?, y a la izquierda está la montaña Alí Abad. La universidad se encuentra al pie de esa montaña. Detrás de nosotros, hacia el este, se encuentra el monte Shir Darwaza, pero desde aquí no se ve. Todos los días, a mediodía, disparan un cañón desde allí. Ahora no llores más. Lo digo en serio.

Mariam se secó los ojos por segunda vez.

– Es algo que no soporto -dijo, frunciendo el entrecejo-, el llanto de una mujer. Lo siento. No tengo paciencia.

– Quiero irme a casa -murmuró Mariam.

Él soltó un suspiro de exasperación. Su aliento con olor a tabaco le dio en el rostro.

– No me lo tomaré como algo personal… Esta vez.

De nuevo la cogió por el codo y la condujo al piso de arriba.

Dos estancias se abrían al pasillo tenuemente iluminado. La puerta de la más espaciosa estaba abierta de par en par. Mariam vio que se hallaba tan escasamente amueblada como el resto de la casa: una cama en el rincón, con un manta marrón y una almohada, un armario y una cómoda. En las paredes sólo colgaba un pequeño espejo. Rashid cerró la puerta.

– Éste es mi dormitorio. -Y añadió que Mariam podía quedarse con la otra habitación-. Espero que no te importe. Estoy acostumbrado a dormir solo.

Ella no le dijo lo aliviada que se sentía, al menos con eso.

La habitación era mucho más pequeña que la que había ocupado en la casa de Yalil. Contaba con una cama, una vieja cómoda marrón grisáceo y un armario pequeño. La ventana daba al patio y, más allá de la tapia, a la calle. Rashid dejó su maleta en un rincón.

Mariam se sentó en la cama.

– No te has dado cuenta -dijo él, parado en el umbral de la puerta, un poco agachado-. Mira el alféizar. ¿Sabes qué son? Los puse ahí antes de ir a Herat.

Sólo entonces Mariam vio un cesto en el alféizar, rebosante de nardos blancos.

– ¿Te gustan? ¿Son de tu agrado?

– Sí.

– Pues dame las gracias.

– Gracias. Lo siento. Tashakor…

– Estás temblando. A lo mejor te asusto. ¿Te asusto? ¿Me tienes miedo?

Mariam no miraba a su marido, pero detectó un tono levemente burlón en sus preguntas, como si tratara de provocarla. Rápidamente negó con la cabeza y reconoció en su respuesta la primera mentira de su matrimonio.

– ¿No? Eso está bien. Bien por ti. Bueno, ahora éste es tu hogar. Te gustará vivir aquí, ya lo verás. ¿Te he dicho que tenemos electricidad? Casi todos los días y todas las noches.

Rashid se dispuso a marcharse. Se detuvo en la puerta, dio una larga chupada al cigarrillo y entrecerró los ojos para protegerlos del humo. Mariam creyó que iba a añadir algo, pero no fue así. Él cerró la puerta y la dejó sola con su maleta y sus flores.

10

Los primeros días, Mariam apenas abandonó su habitación. Se despertaba al amanecer con la lejana llamada de azan a la oración, y luego volvía a acostarse. Seguía en la cama cuando oía a Rashid lavándose en el cuarto de baño, y también cuando, antes de irse a la tienda, él entraba en su habitación para ver cómo se encontraba. Desde su ventana, Mariam lo veía en el patio, atando el almuerzo al portabultos trasero de su bicicleta y saliendo a pie a la calle tirando de la bicicleta. Lo miraba mientras él se alejaba pedaleando y su figura corpulenta, de anchos hombros, desaparecía al doblar la esquina al final de la calle.

La mayoría de los días se quedaba en la cama, sintiéndose desorientada y perdida. A veces bajaba a la cocina, pasaba la mano por la encimera grasienta, el vinilo, las cortinas de flores que olían a guisos quemados. Observaba el contenido de los cajones, que no ajustaban bien, las cucharas y los cuchillos disparejos, el colador y las espátulas de madera astillada, que iban a ser los instrumentos de su nueva rutina diaria y le recordaban el vuelco que había dado su vida, dejándola desarraigada, desplazada, como una intrusa en la existencia de otra persona.

En el kolba, su apetito era predecible. En Kabul, rara vez notaba que el estómago le pidiera comida. A veces llenaba un plato con sobras de arroz blanco y un trozo de pan y se lo comía en la habitación, junto a la ventana. Desde allí veía las azoteas de las casas de la calle, todas de una sola planta. También veía los patios, y a las mujeres que tendían la ropa y alejaban a los niños, y las gallinas picoteando en la tierra, y los azadones y las palas, y las vacas amarradas a los árboles.

Pensaba con nostalgia en las noches estivales, cuando Nana y ella dormían en la azotea del kolba, contemplando la luna que resplandecía sobre Gul Daman, en noches tan cálidas que la camisa se les pegaba al pecho como una hoja mojada a una ventana. Echaba de menos las tardes invernales de lectura en el kolba con el ulema Faizulá, oyendo el tintineo de los carámbanos de hielo que caían de los árboles sobre la azotea, y los graznidos de los cuervos desde las ramas cubiertas de nieve.

Sola en la casa, Mariam deambulaba sin descanso, de la cocina a la sala de estar, de la planta baja al piso de arriba, y de nuevo abajo. Acababa siempre en su habitación, rezando o sentada en la cama, echando de menos a su madre, sintiéndose mareada y nostálgica.

Pero la ansiedad de Mariam alcanzaba su punto álgido apenas se intuía la puesta de sol. Le castañeteaban los dientes al pensar en la noche, en el momento en que Rashid decidiera hacerle por fin lo que los maridos hacían a sus mujeres. Se tumbaba en la cama hecha un manojo de nervios, mientras él cenaba solo abajo.

Rashid siempre pasaba por su habitación y asomaba la cabeza.

– No puede ser que ya estés durmiendo. Sólo son las siete. ¿Estás despierta? Contéstame. Vamos.

Y seguía insistiendo hasta que Mariam le contestaba desde las sombras:

– Estoy aquí.

Él se sentaba en el umbral. Desde la cama, Mariam veía su cuerpo voluminoso, sus largas piernas, las espirales de humo que se arremolinaban en torno a su perfil de nariz aguileña, la punta ámbar de su cigarrillo encendiéndose y apagándose.

Le hablaba de cómo le había ido el día. Había hecho un par de mocasines a medida para el viceministro de Exteriores, que, según afirmaba, sólo le compraba zapatos a él. Un diplomático polaco y su esposa le habían encargado sandalias. Le hablaba de las supersticiones que tenía la gente con respecto a los zapatos: que colocarlos sobre una cama invitaba a la muerte a entrar en la familia, que se produciría una pelea si uno se ponía primero el zapato izquierdo.

– A menos que se haga inintencionadamente un viernes -puntualizó-. ¿Y sabías que se supone que es de mal agüero atar los zapatos juntos y colgarlos de un clavo?

Él no creía en nada de todo aquello. En su opinión, las supersticiones eran cosas de mujeres.

Transmitía a Mariam noticias que había oído en la calle, como por ejemplo que el presidente americano Richard Nixon había dimitido debido a un escándalo.

Mariam, que nunca había oído hablar de Nixon ni del escándalo que lo había obligado a dimitir, no decía nada. Aguardaba con inquietud a que Rashid terminara de hablar, aplastara el cigarrillo y se despidiera. Sólo cuando le oía andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces notaba que se aflojaba la mano férrea que le atenazaba el estómago.

Pero una noche, Rashid aplastó el cigarrillo y, en lugar de desearle buenas noches, se apoyó contra la jamba de la puerta.