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– ¿Sabes hacer esto? -preguntó con voz ahogada.

– No.

Nilufar bajó las piernas, se enderezó y se alisó la blusa.

– Puedo enseñarte -dijo, apartándose el pelo de la enrojecida frente-. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?

– No lo sé.

– Mi madre dice que en realidad no eres mi hermana, como tú dices ser.

– Yo nunca he dicho eso -mintió Mariam.

– Ella dice que sí. Da igual. A mí me da igual que lo digas o no. Me da igual si eres mi hermana o no.

– Estoy cansada -replicó Mariam, tumbándose.

– Mi madre dice que tu madre se ahorcó por culpa de un yinn.

– Ya puedes pararla -dijo Mariam, volviéndose de costado-. La música, me refiero.

Bibi yo también fue a verla ese día. Llovía cuando llegó. Acomodó su corpulenta figura en la silla que había junto a la cama, haciendo una mueca.

– Esta lluvia, Mariam, es terrible para mis caderas. Terrible, en serio. Espero… Oh, ven aquí, hija. Ven con Bibi yo. No llores. Vamos, vamos. Pobrecita. Shhh. Pobrecita.

Por la noche, Mariam estuvo mucho rato despierta, desvelada. Contempló el cielo desde la cama y escuchó los pasos en el piso de abajo, las voces amortiguadas y la lluvia que azotaba las ventanas. Cuando por fin se le cerraron los ojos, unos gritos la despertaron. Abajo se oían voces estridentes y airadas. Mariam no entendió lo que decían. Alguien dio un portazo.

A la mañana siguiente fue a visitarla el ulema Faizulá. Cuando vio a su amigo en la puerta, con su barba blanca y su afable sonrisa desdentada, Mariam notó que las lágrimas pugnaban de nuevo por brotar. Se levantó de la cama y corrió hacia el ulema. Le besó la mano, como siempre, y él le dio un beso en la frente. Luego le acercó una silla.

El ulema le mostró el Corán que llevaba consigo y lo abrió.

– He pensado que no teníamos por qué abandonar nuestras clases, ¿no?

– Ya sabes que no necesito más clases, ulema sahib. Hace años que me enseñaste todos los suras y ayats del Corán.

Él sonrió y levantó las manos en gesto de rendición.

– Lo confieso, entonces. Me has descubierto. Pero se me ocurren excusas peores para visitarte.

– No necesitas ninguna excusa. Tú no.

– Eres muy amable, Mariam yo.

Le tendió su Corán. Ella besó el libro tres veces -tocándolo con la frente en cada beso-, tal como él le había enseñado, y se lo devolvió.

– ¿Cómo estás, hija mía?

– No dejo… -empezó Mariam, pero tuvo que interrumpirse, pues de pronto sintió una piedra en la garganta-. No dejo de pensar en lo que me dijo antes de que me fuera. Ella…

– ¡Quia! -El ulema Faizulá puso una mano sobre la rodilla de Mariam-. Tu madre, que Alá la haya perdonado, era una mujer atribulada e infeliz, Mariam yo. Cometió un acto terrible. Contra sí misma, contra ti, y también contra Alá. Él la perdonará, pues Él todo lo perdona, pero a Alá le entristece lo que hizo. Él no aprueba que se quite la vida, ni la de los demás, ni la de uno mismo, pues para Él la vida es sagrada. Escucha… -Acercó más la silla y cogió la mano de Mariam entre las suyas-. Yo conocí a tu madre mucho antes de que nacieras, cuando ella era una niña, y puedo decirte que ya entonces era desdichada. Me temo que la semilla de su terrible acto se plantó hace mucho tiempo. Con todo esto quiero decir que no fue culpa tuya. No fue culpa tuya, hija mía.

– No debería haberla dejado. Debería…

– Basta. Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam yo. ¿Me oyes, niña? Ningún bien. Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya. No.

Mariam asintió, pero, a pesar de que deseaba creerlo con todas sus fuerzas, no consiguió convencerse.

Una tarde, una semana después, llamaron a su puerta y acto seguido entró en la habitación una mujer alta. Tenía piel blanca, cabello rojizo y largos dedos.

– Soy Afsun -dijo-. La madre de Nilufar. ¿Por qué no te lavas y bajas, Mariam?

Ella respondió que prefería quedarse en su habitación.

– No, na fahimidi, no lo entiendes. Es preciso que bajes. Tenemos que hablar contigo. Es importante.

7

Frente a ella tenía a Yalil y sus esposas, sentados a la larga mesa marrón oscuro. En el centro del tablero había un jarrón de cristal con caléndulas recién cortadas y una jarra de barro llena de agua. La mujer pelirroja que se había presentado como madre de Nilufar, Afsun, estaba sentada a la derecha de Yalil. Las otras dos, Jadiya y Nargis, se sentaban a su izquierda. Las tres llevaban un finísimo pañuelo negro, pero no en la cabeza sino anudado al cuello, como si se les hubiera ocurrido ponérselo en el último momento. Mariam, que no creía que llevaran luto por Nana, imaginó que tal vez una de ellas, o quizá Yalil, había sugerido que se lo pusieran antes de llamarla.

Afsun sirvió agua de la jarra y dejó el vaso delante de Mariam, sobre un salvamanteles de tela a cuadros.

– Apenas ha llegado la primavera y ya hace calor -comentó. Luego se abanicó con la mano.

– ¿Estás cómoda en tu habitación? -preguntó Nargis, que tenía barbilla pequeña y cabellos negros y rizados-. Esperamos que hayas estado a gusto. Esta… experiencia debe de ser terrible para ti. Muy difícil.

Las otras dos asintieron. Mariam vio sus frentes arrugadas, sus leves sonrisas comprensivas. Notaba un desagradable zumbido en los oídos. Le ardía la garganta. Bebió un poco de agua.

A través del ventanal que Yalil tenía a su espalda, Mariam veía una hilera de manzanos en flor. En la pared, junto a la ventana, había un aparador de madera oscura. En él destacaban un reloj y una foto enmarcada de Yalil y tres niños que sujetaban un pez. El sol se reflejaba en las escamas. Yalil y los niños sonreían.

– Bueno -empezó Afsun-. Yo… es decir, nosotros… te hemos llamado porque tenemos una buena noticia que darte.

Mariam alzó la vista.

Advirtió entonces un intercambio de miradas entre las mujeres por encima de Yalil, que estaba hundido en su silla, contemplando la jarra de agua sin verla. Fue Jadiya, que parecía la mayor de las tres, quien miró directamente a Mariam, y ésta tuvo la impresión de que también aquello se había discutido y acordado entre ellas antes de llamarla.

– Tienes un pretendiente -soltó Jadiya.

Mariam notó que se le formaba un nudo en el estómago.

– ¿Qué…? -dijo, notando de repente que los labios no le respondían.

– Un jastegar. Un pretendiente. Se llama Rashid -prosiguió Jadiya-. Es amigo de un conocido de tu padre por negocios. Es pastún, de Kandahar, pero vive en Kabul, en el distrito Dé Mazang, en una casa de dos pisos de su propiedad.

– Y habla farsi, como nosotros y como tú -añadió Afsun, asintiendo con la cabeza-. Así que no tendrás que aprender pastún.

Mariam notaba una opresión en el pecho. La habitación le daba vueltas y el suelo se movía bajo sus pies.

– Es zapatero -prosiguió Jadiya-, pero no uno de esos vulgares muchi callejeros; eso no. Tiene su propia tienda, y es uno de los zapateros más solicitados de Kabul. Hace zapatos para diplomáticos y miembros de la familia del presidente, para lo mejor de la sociedad. Así que, ya ves, no tendrá ningún problema para mantenerte.

Mariam miró fijamente a Yalil. El corazón le latía desbocado.

– ¿Es eso cierto? ¿Es cierto lo que dice?

Pero él no la miraba. Seguía con la vista fija en la jarra de agua, mordiéndose el labio inferior por un lado.

– Bueno, es un poco mayor que tú -intervino Afsun-. Pero no puede tener más de… cuarenta. Cuarenta y cinco como mucho. ¿No crees, Nargis?

– Sí. Pero he visto a niñas de nueve años a las que han casado con hombres veinte años más viejos que tu pretendiente, Mariam. Nos ha pasado a todas. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince? La edad perfecta para que una joven se case.

Estas palabras suscitaron entusiastas asentimientos. A Mariam no se le escapó el detalle de que no se mencionaba a sus hermanastras Saidé y Nahid, ambas de su misma edad, ambas alumnas de la escuela Mehri de Herat, y ambas preparándose para asistir a la Universidad de Kabul. Evidentemente, quince años no era la edad perfecta para que ellas contrajeran matrimonio.