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6

Enterraron a Nana en un rincón del cementerio de Gul Daman. Mariam permaneció de pie junto a Bibi yo y las mujeres, mientras el ulema Faizulá recitaba las oraciones junto a la tumba y los hombres hacían descender el cuerpo amortajado.

Después, Yalil fue con ella al kolba, donde, delante de los aldeanos que los acompañaban, se mostró sumamente solícito con su hija. Recogió sus escasas pertenencias y las metió en una maleta. Se sentó junto a su jergón, donde ella estaba tumbada, y le abanicó el rostro. Le acarició la frente y, con expresión acongojada, le pregunto si necesitaba algo, algo; lo dijo así, dos veces.

– Quiero al ulema Faizulá -murmuró Mariam.

– Por supuesto. Está fuera. Iré por él.

Cuando la delgada figura encorvada del ulema apareció en el umbral de la puerta del kolba, Mariam se echó a llorar por primera vez ese día.

– Oh, Mariam yo.

El ulema se sentó a su lado y le tomó la cara entre las manos.

– Llora, Mariam yo. Llora. No te avergüences de ello. Pero recuerda, hija mía, lo que dice el Corán: «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» El Corán dice la verdad, hija mía. Dios tiene un motivo para cada prueba y cada desgracia que hace recaer sobre nosotros.

Pero Mariam no encontraba consuelo en las palabras de Dios. Ese día no. En su cabeza, sólo oía las palabras de Nana: «Me moriré si te vas. Me moriré.» Y sólo sabía llorar y llorar y dejar que sus lágrimas cayeran en la piel manchada y fina como el papel de las manos del ulema Faizulá.

Yalil se sentó en el asiento de atrás del coche con Mariam, rodeándola con un brazo durante el trayecto hasta su casa.

– Puedes quedarte conmigo, Mariam yo -dijo-. Ya les he pedido que te preparen una habitación. Está arriba. Creo que te gustará. Podrás ver el jardín.

Por primera vez, Mariam oyó a su padre con los oídos de Nana. Oía ahora con toda claridad la falsedad que se escondía siempre tras sus palabras, las promesas vacías, mentirosas. No fue capaz de mirarlo a la cara.

Cuando el coche se detuvo ante la casa de Yalil, el chófer abrió la puerta para que salieran y se ocupó de la maleta de Mariam. Yalil la condujo, las manos sobre sus hombros, a través del mismo portón que, dos días antes, había permanecido cerrado mientras ella dormía en la calle, esperándolo. Dos días antes Mariam no había deseado otra cosa en el mundo que entrar en ese jardín con Yalil; en cambio, en ese momento parecía que todo eso había ocurrido en otra existencia. ¿Cómo podía haber dado su vida un vuelco tan grande en tan poco tiempo?, se preguntó Mariam. Mantuvo la vista clavada en el suelo, en sus pies, que pisaban el sendero de piedras grises. Notó que había otras personas en el jardín, murmurando, apartándose al pasar ella con Yalil. Notó el peso de sus miradas desde las ventanas de arriba.

Dentro de la casa, Mariam también mantuvo la cabeza gacha. Caminó por una alfombra marrón en la que se repetía un motivo octogonal azul y amarillo, vio de reojo los pedestales de mármol de las estatuas, la parte inferior de jarrones, los bordes deshilachados de coloridos tapices que colgaban de las paredes. Las escaleras por las que subió con Yalil eran amplias y con una alfombra similar, clavada a la base de cada escalón. Al llegar a lo alto, Yalil la condujo hacia la izquierda, por otro largo pasillo alfombrado. Se detuvo delante de una puerta, la abrió e hizo pasar a Mariam.

– Tus hermanas Nilufar y Atié juegan aquí a veces -comentó-, pero sobre todo lo usamos como cuarto de invitados. Creo que aquí estarás a gusto. Es bonito, ¿verdad?

La habitación tenía una cama con una manta de flores verdes tejida en nido de abeja. Las cortinas, descorridas para dejar ver el jardín, hacían juego con la manta. Junto a la cama había una cómoda con tres cajones y un jarrón de flores encima. Había estantes en las paredes, y en ellos Mariam vio fotografías enmarcadas de personas a las que no conocía. Reparó en una colección de muñecas de madera idénticas, ordenadas según su tamaño, en uno de los estantes.

– Son muñecas matrioshka -comentó Yalil al ver que las miraba-. Las compré en Moscú. Puedes jugar con ellas si quieres. No le molestará a nadie.

Mariam se sentó en la cama.

– ¿Quieres algo? -preguntó Yalil.

Ella se tumbó. Cerró los ojos. Al cabo de unos instantes, oyó que Yalil cerraba la puerta con suavidad.

Salvo cuando tenía que usar el cuarto de baño que había al final del pasillo, Mariam no salía de su habitación. La chica del tatuaje, la que le había abierto la puerta, le llevaba la comida en una bandeja: kebab de cordero, sabzi, sopa aush. Apenas la probaba. Yalil iba a verla varias veces al día, se sentaba en la cama a su lado, le preguntaba si se encontraba bien.

– Podrías comer abajo con nosotros -comentó, aunque sin gran convicción. Se apresuró demasiado a mostrar su comprensión cuando Mariam manifestó que prefería comer sola.

Desde la ventana, Mariam observaba impasible lo que tanta curiosidad había despertado en ella y tanto había deseado ver durante toda su existencia: la vida cotidiana en casa de Yalil. Los criados entraban y salían por la puerta del jardín. Había siempre un jardinero podando los arbustos o regando las plantas del invernadero. Coches con largos y esbeltos capós se detenían en la calle, delante de la casa. De los vehículos emergían hombres trajeados, con chapans y gorros de karakul, mujeres con hiyabs y niños repeinados. Y cuando Mariam vio a Yalil estrechando la mano a todos esos desconocidos, cuando lo vio cruzar las manos sobre el pecho e inclinar la cabeza ante sus mujeres, supo que Nana había dicho la verdad, que aquél no era su lugar.

«Pero ¿cuál es mi lugar? ¿Qué voy a hacer ahora?»

«Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!»

Una indecible negrura recorría su cuerpo en oleadas, como las ráfagas de viento que soplaban entre los sauces alrededor del kolba.

El segundo día que Mariam estaba en casa de Yalil, una niña entró en la habitación.

– Tengo que coger una cosa -dijo.

Mariam se incorporó en la cama, cruzó las piernas y se tapó con la manta.

La niña cruzó rápidamente la habitación y abrió el armario, de donde sacó una caja cuadrada de color gris.

– ¿Sabes qué es esto? -preguntó la niña, y abrió la caja-. Se llama gramófono. Gramo. Fono. Se ponen discos y suena. Ya sabes, música. Es un gramófono.

– Tú eres Nilufar. Tienes ocho años.

La niña sonrió. Tenía la misma sonrisa que Yalil y el mismo hoyuelo en la barbilla.

– ¿Cómo lo sabes?

Mariam se encogió de hombros. No le dijo que había llegado a ponerle su nombre a un guijarro.

– ¿Quieres oír la canción?

Mariam volvió a encogerse de hombros.

Nilufar enchufó el aparato. Sacó un disco pequeño de un bolsillo que había en el interior de la tapa. Puso el disco e hizo bajar la aguja. Empezó a sonar la música.

Usaré un pétalo de flor como papel
y te escribiré una dulce carta.
Eres el sultán de mi corazón,
el sultán de mi corazón.

– ¿La conoces?

– No.

– Es de una película iraní. La he visto en el cine de mi padre. Oye, ¿quieres que te enseñe una cosa?

Antes de que Mariam atinara a contestar, Nilufar había apoyado las palmas de las manos y la frente en el suelo. Dándose impulso con los pies, levantó las piernas e hizo el pino, con la cabeza apoyada en el suelo.