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– ¿Estás enfadado conmigo? -preguntó ella.

Él no contestó. La canción terminó y empezaron las noticias. Una voz femenina informó que el presidente Daud Jan había enviado a otro grupo de asesores soviéticos a Moscú, contrariando así al Kremlin, como era de esperar.

– Me preocupa que estés enfadado conmigo.

Rashid suspiró.

– ¿Lo estás?

– ¿Por qué habría de estarlo? -replicó Rashid, mirándola.

– No lo sé, pero desde que el bebé…

– ¿Ésa es la clase de hombre que crees que soy, después de todo lo que he hecho por ti?

– No. Por supuesto que no.

– ¡Entonces deja de incordiarme!

– Lo siento. Bebajsh, Rashid. Lo siento.

Él apagó el cigarrillo y encendió otro. Luego subió el volumen de la radio.

– He estado pensando una cosa -prosiguió Mariam, alzando la voz para hacerse oír.

Rashid volvió a suspirar, más irritado que antes, y bajó el volumen. Se frotó la frente con gesto de cansancio.

– ¿Y qué es?

– He estado pensando que quizá deberíamos hacerle un funeral. Al bebé, quiero decir. Sólo nosotros. Me gustaría que pronunciáramos unas plegarias, nada más. -Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea. No quería olvidar al bebé. No le parecía bien que no se señalara aquella pérdida de una forma permanente.

– ¿Para qué? Qué estupidez.

– Creo que me haría sentir mejor.

– Entonces hazlo tú -replicó él secamente-. Yo ya he enterrado un hijo. No pienso enterrar otro. Ahora, si no te importa, quiero escuchar la radio.

Volvió a subir el volumen, reclinó la cabeza y cerró los ojos.

En una mañana soleada de aquella misma semana, Mariam eligió un lugar del patio y cavó un agujero.

– En el nombre de Alá y con Alá, y en el nombre del mensajero de Alá, a quien Alá colme de bendiciones -susurró al hundir la pala en la tierra. Colocó el abriguito de ante que Rashid había comprado para el bebé en el agujero y volvió a cubrirlo con tierra-. Tú haces que la noche dé paso al día y que el día dé paso a la noche, y Tú levantas a los vivos de entre los muertos y a los muertos de entre los vivos, y das fuerzas a quien te place.

Aplastó la tierra con el dorso de la pala. Se agachó junto al pequeño montículo y cerró los ojos.

«Dame fuerzas, Alá. Dame fuerzas.»

15

Abril de 1978

El 17 de abril de 1978, el año en que Mariam cumplía los diecinueve, un hombre llamado Mir Akbar Jyber fue asesinado. Dos días más tarde se produjo una gran manifestación en Kabul. Todo el vecindario estaba en la calle hablando de lo mismo. Mariam vio por la ventana a los vecinos que formaban corrillos, hablando excitadamente con los transistores pegados a la oreja. Vio a Fariba apoyada en la pared de su casa, hablando con una mujer recién llegada a Dé Mazang. Fariba sonreía y apretaba las manos sobre su abultado vientre de embarazada. La otra mujer, cuyo nombre Mariam ignoraba, parecía mayor que Fariba y su pelo tenía una extraña tonalidad violeta. Sujetaba a un niño pequeño de la mano. Mariam sabía que el niño se llamaba Tariq, porque había oído a su madre en la calle llamándolo por ese nombre.

Mariam y Rashid no salieron para reunirse con los vecinos. Escucharon la radio mientras unas diez mil personas ocupaban las calles y se manifestaban en el distrito de las instituciones gubernamentales. Rashid dijo que Mir Akbar Jyber era un destacado comunista y que sus seguidores acusaban al gobierno del presidente Daud Jan del asesinato. Lo dijo sin mirar a su esposa. Ya nunca la miraba, y Mariam ni siquiera estaba segura de que hablara con ella.

– ¿Qué es un comunista? -preguntó.

Rashid soltó un bufido y alzó las cejas.

– ¿No sabes lo que es un comunista? Una cosa tan simple… Todo el mundo lo sabe. Es del dominio público. Tú no… Bah. No sé de qué me extraño. -Luego cruzó los pies sobre la mesa y masculló que era alguien que creía en Karl Marxist.

– ¿Quién es Karl Marxist?

Rashid suspiró.

En la radio, una voz de mujer decía que Taraki, el líder de la rama Jalq del PDPA, el comunista Partido Democrático Popular de Afganistán, arengaba a los manifestantes con discursos incendiarios.

– Me refiero a qué quieren -insistió Mariam-. ¿En qué creen esos comunistas?

Rashid soltó una carcajada y sacudió la cabeza, pero a ella le pareció percibir cierta vacilación en el modo en que cruzaba los brazos y desviaba la mirada.

– No sabes nada de nada. Eres como un niño. Tu cerebro está vacío, sin información.

– Lo pregunto porque…

– Chup ko. Cállate.

Mariam obedeció.

No era fácil tolerar que le hablara así ni soportar su desprecio, sus insultos, que la ridiculizara y pasara por su lado como si no fuera más que un gato doméstico. Pero al cabo de cuatro años de matrimonio, Mariam sabía perfectamente lo mucho que podía soportar una mujer cuando tenía miedo. Y ella lo tenía. Vivía con el temor a los cambiantes estados de ánimo de su marido, su temperamento imprevisible, su insistencia en llevar las conversaciones más triviales al terreno de la confrontación, que en ocasiones resolvía mediante puñetazos, bofetadas y patadas. Luego, a veces trataba de enmendarse con abyectas disculpas y otras veces no.

En los cuatro años transcurridos desde el día de los baños, se habían producido seis ciclos más de nuevas esperanzas que luego acababan en una pérdida, y cada embarazo malogrado, cada viaje al médico había sido más devastador para Mariam que el anterior. Después de cada nueva decepción, Rashid se volvía más distante y resentido. Ahora nada de lo que hacía su mujer lo complacía. Ella limpiaba la casa, tenía siempre preparadas sus camisas, le cocinaba sus platos predilectos. En una desastrosa ocasión, incluso compró maquillaje y se lo puso para él. Pero cuando Rashid volvió a casa, le echó una mirada e hizo tal mueca de repugnancia que Mariam se fue corriendo al cuarto de baño y se lavó, mezclando las lágrimas de vergüenza con el agua jabonosa, el carmín y el rímel.

Ahora temía el momento en que Rashid volvía a casa por la tarde. Temía el ruido de la llave en la cerradura, el chirrido de la puerta; eran sonidos que aceleraban su corazón. Desde la cama, oía el repiqueteo de sus zapatos, el sonido amortiguado de sus pies después de descalzarse. Hacía inventario de sus actos con el oído: las patas de la silla al arrastrar sobre el suelo, el crujido quejumbroso del asiento de mimbre cuando se sentaba, el tintineo de la cuchara contra el plato, el susurro de las hojas del periódico, el ruido al sorber el agua. Y con el corazón desbocado, Mariam se preguntaba qué excusa tendría esa noche su marido para saltar sobre ella. Siempre había algo, alguna nimiedad que lo enfurecía, porque, por más que se esforzara en complacerlo, por más que se sometiera a sus deseos y exigencias, no bastaba. No podía devolverle a su hijo. Lo había defraudado en lo esencial -siete veces nada menos- y ya no era más que una carga para él. Lo notaba por el modo en que la miraba, cuando la miraba. Era una carga para su marido.

– ¿Qué va a ocurrir ahora? -preguntó a Rashid, que seguía escuchando la radio.

Él la miró de reojo y emitió un sonido entre suspiro y gruñido, bajó los pies de la mesa y apagó la radio. Subió a su habitación. Cerró la puerta.

El 27 de abril llegó la respuesta a Mariam en forma de potentes estallidos e intensos y súbitos estruendos. Bajó corriendo descalza a la sala y encontró a Rashid junto a la ventana, en camiseta, despeinado y con las manos apretadas contra el cristal. Se colocó junto a él. En el cielo vio aviones militares que pasaban zumbando en dirección nordeste. El ruido era ensordecedor, tanto que a Mariam le dolieron los oídos. A lo lejos resonaban las bombas y de repente se alzaron columnas de humo hacia el cielo.

– ¿Qué está pasando, Rashid? -preguntó-. ¿Qué es todo esto?

– Sabe Dios -musitó él. Intentó poner la radio, pero sólo se oían interferencias.