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A Trinity le parecía un infierno conducir por Europa, ya que toda la Europa continental se empeñaba en conducir por el lado erróneo de la calzada. Había metido su equipaje en la furgoneta el sábado por la mañana y cogido un ferri entre Dover y Calais para luego atravesar Bélgica vía Lieja. Cruzó la frontera con Alemania en Aquisgrán y luego cogió la Autobahn con dirección a Hamburgo y desde allí continuó hasta Dinamarca.

Su compañero, Bob the Dog, dormía en el asiento de atrás. Se habían turnado al volante y, aparte de las paradas que habían hecho para comer en restaurantes de carretera, habían conducido a una velocidad fija de unos noventa kilómetros por hora. La furgoneta tenía dieciocho años y no podía alcanzar mucho más.

Había maneras más sencillas de desplazarse entre Londres y Estocolmo, pero en un vuelo regular, desafortunadamente, no resultaba muy probable que les dejaran pasar los controles con más de treinta kilos de equipos electrónicos. Por tierra, sin embargo, a pesar de haber pasado seis fronteras, no los paró ni un solo aduanero ni controlador de pasaportes. Trinity era un entusiasta defensor de la UE, cuyas normas facilitaban sus viajes continentales.

Trinity contaba treinta y dos años de edad y había nacido en la ciudad de Bradford, aunque vivía en el norte de Londres desde que era pequeño. Sus estudios fueron bastante mediocres: en una escuela de formación profesional donde le dieron un certificado en el que se hacía constar que era técnico en telecomunicaciones; y, en efecto, durante tres años, desde que cumplió los diecinueve, había trabajado como instalador para British Telecom.

En realidad, sus conocimientos teóricos en electrónica e informática le habrían permitido participar sin miedo en debates sobre la materia y superar sin problema a cualquier arrogante y experto catedrático. Había vivido rodeado de ordenadores desde que contaba unos diez años de edad y su primer pirateo lo realizó con trece. Le cogió el gusto, y cuando tenía dieciséis sus conocimientos eran tales que ya estaba compitiendo con los mejores del mundo. Hubo una época en la que cada minuto que estaba despierto se lo pasó delante de la pantalla del ordenador haciendo sus propios programas y colocando insidiosos bucles en la red. Se metió en la BBC, en el Ministerio de Defensa inglés y en Scotland Yard. Incluso consiguió tomar, por un momento, el mando de un submarino atómico británico que patrullaba en el Mar del Norte. Por fortuna, dentro del mundo de los piratas informáticos, Trinity más bien pertenecía a la categoría de los curiosos que a la de los malvados. Su fascinación cesaba en el instante en que conseguía violar los códigos de un ordenador, acceder a él y enterarse de sus secretos. Como mucho, gastaba alguna que otra practical joke como, por ejemplo, dar instrucciones a un ordenador del submarino para que le dijera al capitán que se limpiara el culo, cuando lo que éste había pedido era que le indicara la posición. Este último incidente dio lugar a una serie de gabinetes de crisis en el Ministerio de Defensa, por lo que, pasado algún tiempo, Trinity empezó a comprender que tal vez no fuera una buena idea ir alardeando de sus habilidades, si es que el Estado iba en serio con sus amenazas de condenar a los hackers a duras penas de cárcel.

Se hizo técnico en telecomunicaciones porque ya sabía cómo funcionaba la red telefónica. Constató de inmediato que estaba tremendamente anticuada y cambió de profesión: se hizo asesor de seguridad y empezó a instalar sistemas de alarma y a supervisar las medidas de protección de robos. A ciertos clientes especialmente elegidos también podía ofrecerles servicios tan sofisticados como vigilancia y escuchas telefónicas.

Era uno de los fundadores de Hacker Republic, de la cual Wasp era ciudadana.

Eran las siete y media de la tarde del domingo cuando él y Bob the Dog llegaron a Estocolmo. Cuando pasaron el IKEA de Kungens kurva, en Skärholmen, Trinity abrió su móvil y marcó un número que tenía memorizado.

– ¡Plague! -dijo Trinity.

– ¿Dónde estáis?

– Me dijiste que te llamara al pasar IKEA.

Plague les describió el camino hasta el albergue de Långholmen, donde había hecho una reserva para sus colegas de Inglaterra. Como Plague no salía prácticamente nunca de su apartamento, quedaron en verse en su casa al día siguiente a las diez de la mañana.

Tras un instante de reflexión, Plague decidió hacer un gran esfuerzo y se puso a fregar, limpiar y ventilar la casa para recibir a sus invitados.

TERCERA PARTE: Disc crash

Del 27 de mayo al 6 de junio

En el siglo I a.C, el historiador Diodoro de Sicilia (considerado por otros historiadores como fuente poco fiable) describió a unas amazonas que vivían en Libia, nombre con el que se conocía en la época a la zona de África del norte que quedaba al oeste de Egipto. Ese imperio de amazonas era una ginecocracia, lo cual quiere decir que solamente las mujeres podían ocupar cargos públicos, incluidos los militares. Cuenta la leyenda que aquel territorio fue gobernado por una reina llamada Myrina que, acompañada de treinta mil mujeres soldados de infantería y tres mil de caballería, arrasó Egipto y Siria y llegó hasta el mar Egeo venciendo a un buen número de ejércitos de hombres que le salieron al paso. Cuando la reina Myrina fue finalmente derrotada en la batalla su ejército se dispersó.

Sin embargo, el ejército de Myrina dejó huella en la región: después de que los soldados de Anatolia fueran aniquilados en un enorme genocidio, las mujeres del lugar se levantaron en armas para aplastar una invasión procedente del Cáucaso. Esas mujeres eran entrenadas en el manejo de todo tipo de armas, entre ellas el arco, la jabalina, el hacha y las lanzas. Copiaron de los griegos las cotas de malla de bronce y las armaduras.

Rechazaban el matrimonio por considerarlo una sumisión. Para procrear se les concedía un permiso durante el cual se acostaban con una serie de hombres elegidos al azar y de pueblos cercanos. Sólo la mujer que había matado a un hombre en la batalla tenía derecho a perder su virginidad.

Capítulo 16 Viernes, 27 de mayo – Martes, 31 de mayo

Mikael Blomkvist dejó la redacción de Millennium a las diez y media de la noche del viernes. Bajó a la planta baja pero en vez de salir por la puerta giró a la izquierda, atravesó el sótano, cruzó el patio interior y apareció en la calle a través de la salida del edificio contiguo, que daba a Hökens gata. Se topó con un grupo de jóvenes que venían de Mosebacke, aunque ninguno de ellos le prestó la menor atención. Si alguien lo estuviera vigilando pensaría que, como ya venía siendo habitual, se quedaba a pasar la noche en la redacción. Mikael había establecido esa pauta en el mes de abril. En realidad, era Christer Malm quien tenía el turno de noche en la redacción.

Se entretuvo cinco minutos paseando por algunas callejuelas y vías peatonales aledañas a Mosebacke antes de dirigirse a Fiskargatan 9. Una vez allí, introdujo el código, abrió la puerta y subió las escaleras hasta el ático, donde usó las llaves de Lisbeth Salander. Desactivó la alarma. Siempre se sentía igual de desconcertado cuando entraba en esa casa compuesta de veintiuna habitaciones, de las cuales sólo tres estaban amuebladas.

Empezó por prepararse una cafetera y unos sándwiches antes de entrar en el despacho de Lisbeth y encender su PowerBook.

Desde aquel día de mediados de abril en el que robaron el informe de Björck y fue consciente de que estaba siendo vigilado, Mikael había establecido su particular centro de operaciones en la casa de Lisbeth y se había traído todos los papeles importantes. Pasaba varias noches por semana en esa casa, dormía en la cama de Lisbeth y trabajaba en su ordenador. Ella lo había dejado completamente vacío antes de dirigirse a Gosseberga para enfrentarse a Zalachenko, de modo que él imaginó que era muy probable que no pensara regresar. Mikael usó los discos del sistema que tenía Lisbeth para poner de nuevo el equipo en marcha.