– ¿Y qué decisión piensa usted que debería tomar? -preguntó el primer ministro.
– Tenemos intereses comunes. Llevo tres años trabajando en protección constitucional y considero que es una misión de capital importancia para la democracia sueca. Durante los últimos años la policía se ha portado bien en contextos constitucionales. Como es natural, no quiero que el escándalo afecte a la DGP /Seg. Para nosotros es importante destacar que se trata de una actividad delictiva llevada a cabo por ciertos individuos a título personal.
– Definitivamente, una actividad de este tipo no cuenta con la autorización del gobierno -aclaró el ministro de Justicia.
Monica Figuerola asintió con la cabeza y reflexionó unos segundos.
– Desde su perspectiva, supongo que resulta importante que el escándalo no afecte al gobierno, que es lo que sucedería si se intentara ocultar la historia -dijo ella.
– El gobierno no suele ocultar actividades criminales -le respondió el ministro de Justicia.
– No, pero partamos de la hipótesis de que quisiera hacerlo: se convertiría en un escándalo de enormes proporciones.
– Continúe -dijo el primer ministro.
– La situación actual se complica por el hecho de que, para poder investigar esta historia, los de protección constitucional, en la práctica, nos vemos obligados a ir en contra de nuestro reglamento. Queremos que se haga de forma jurídica y constitucionalmente correcta.
– Todos lo queremos -apostilló el primer ministro.
– En tal caso, propongo que usted, en calidad de primer ministro, le ordene a protección constitucional que investigue todo este lío cuanto antes. Denos una orden por escrito y concédanos las competencias necesarias.
– No estoy seguro de que lo que usted propone sea legal -dijo el ministro de Justicia.
– Sí. Es legal. El gobierno tiene poder para tomar medidas de gran alcance en el caso de que la Constitución se vea amenazada de ser modificada de una forma ilegítima. Si un grupo de militares o policías empieza a llevar una política exterior independiente, lo que tenemos, de facto, es que en nuestro país se ha producido un golpe de Estado.
– ¿Una política exterior…? -preguntó el ministro de Justicia.
El primer ministro asintió de repente.
– Zalachenko era desertor de un país extranjero -le recordó Monica Figuerola-. La información que él iba revelando se entregaba, según Mikael Blomkvist, a servicios de inteligencia extranjeros. Si el gobierno no estaba informado, nos encontramos con que se ha dado un golpe de Estado.
– Entiendo su argumentación -dijo el primer ministro-. Ahora déjeme hablar a mí.
Se levantó y dio una vuelta alrededor de la mesa del salón. Al final se detuvo delante de Edklinth.
– Tiene usted una colaboradora muy inteligente. Además, no se anda con rodeos.
Edklinth tragó saliva y asintió. El primer ministro se volvió hacia su ministro de Justicia.
– Llama a tu secretario de Estado y al director jurídico. Mañana por la mañana quiero un documento que le otorgue a protección constitucional poderes extraordinarios para actuar en este asunto. La misión consiste en estudiar el grado de veracidad de las afirmaciones que hemos comentado hoy, recabar documentación acerca de su envergadura e identificar a las personas que son responsables o están implicadas.
Edklinth asintió con la cabeza.
– En el documento no figurará que está usted trabajando en la instrucción de un sumario; puede que me equivoque, pero creo que es tan sólo el fiscal general quien puede designar al instructor de un sumario en esta situación. No obstante, lo que sí puedo hacer es encomendarle la tarea de formar una comisión unipersonal para averiguar la verdad. De modo que lo que realizará será la investigación de una comisión estatal. ¿Entiende?
– Sí. Pero permítame mencionar que en el pasado yo he sido fiscal.
– Mmm. Tenemos que pedirle al director jurídico que le eche un vistazo a esto y que determine qué sería lo formalmente correcto. En cualquier caso, usted será el único responsable de esta investigación; usted mismo designará a cuantos colaboradores necesite. Si encuentra pruebas de actividades delictivas, deberá ponerlo en conocimiento del fiscal general, quien decidirá si dictar auto de procesamiento o no.
– Tengo que consultar el procedimiento legal exacto, pero creo que hay que informar al presidente del Riksdag y a la comisión constitucional… Esto se va a filtrar rápidamente -apostilló el ministro de Justicia.
– En otras palabras, debemos actuar ya -concluyó el primer ministro.
– Mmm -dijo Monica Figuerola.
– ¿Qué? -preguntó el primer ministro.
– Hay dos problemas… Primero, la publicación de Millennium puede entrar en conflicto con nuestra investigación, y segundo, el juicio contra Lisbeth Salander empieza dentro de un par de semanas.
– ¿Sería posible averiguar para cuándo tiene prevista Millennium la publicación?
– Podríamos preguntarlo -contestó Edklinth-. Lo que menos deseamos es meternos en la actividad de los medios de comunicación.
– Por lo que se refiere a esa tal Salander… -empezó diciendo el ministro de Justicia para, acto seguido, reflexionar un breve instante antes de seguir- sería terrible que hubiese sido objeto de los abusos de los que habla Millennium… ¿Cabe la posibilidad de que eso sea realmente cierto?
– Me temo que sí -respondió Edklinth.
– En ese caso, tenemos que asegurarnos de que sea indemnizada y, sobre todo, de que no vuelva a ser víctima de otra vulneración de sus derechos -dijo el primer ministro.
– ¿Y eso cómo se hace? -preguntó el ministro de Justicia-. El gobierno no debe, bajo ninguna circunstancia, intervenir en un proceso jurídico en curso. Sería una violación de la ley.
– ¿Y si hablamos con el fiscal…?
– No -contestó Edklinth-. Como primer ministro no debe influir en el proceso jurídico de ninguna manera.
– En otras palabras, Salander tendrá que pelear sus asaltos en la sala del tribunal -dijo el ministro de Justicia-. Hasta que no pierda el juicio y recurra al gobierno no podemos intervenir para indultarla u ordenarle al fiscal general que investigue si hay razones para celebrar un nuevo juicio.
Luego añadió algo:
– Pero eso sólo valdrá en el caso de que la condenen a prisión. Si dictan una sentencia de internamiento en una clínica psiquiátrica, el gobierno no podrá hacer nada: se trataría de una cuestión médica y el primer ministro no tiene competencia para decidir si está loca o no.
A las diez de la noche del viernes, Lisbeth Salander oyó una llave introduciéndose en la cerradura. Apagó inmediatamente el ordenador de mano y lo metió bajo la almohada. Al levantar la vista, vio a Anders Jonasson cerrar la puerta.
– Buenas noches, señorita Salander -saludó-. ¿Cómo te encuentras esta noche?
– Tengo un terrible dolor de cabeza y también fiebre -dijo Lisbeth.
– Eso no suena nada bien.
Lisbeth Salander no parecía estar especialmente torturada por la fiebre ni los dolores de cabeza. El doctor Anders Jonasson la examinó durante diez minutos. Constató que en el transcurso de la tarde la fiebre le había vuelto a subir en exceso.
– Es una pena que se nos presente ahora esto con lo que habías mejorado en las últimas semanas. Me temo que ya no te podré dar el alta hasta dentro de dos semanas como mínimo.
– Dos semanas deberían ser suficientes.
Jonasson le echó una larga mirada.
La distancia, que hay entre Londres y Estocolmo por tierra, es, grosso modo, de 1.800 kilómetros que, en teoría, se recorren en aproximadamente veinte horas. En la práctica, tras casi veinte horas de viaje sólo habían llegado a la frontera de Alemania con Dinamarca. El cielo estaba cubierto de nubes de un gris plomizo, y el lunes, cuando el hombre al que llamaban Trinity se encontraba en medio del puente de Öresund, empezó a diluviar. Redujo la velocidad y activó los limpiaparabrisas.