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– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Wadensjöö escéptico.

– Déjame preparar un plan -dijo Nyström-. Creo que simplemente debemos explicarle de manera educada lo que ha de hacer para evitar que su carrera tenga un abrupto fin.

– La tercera parte es la que constituye el verdadero problema -dijo Gullberg-. La policía no encontró el informe de Björck por sus propios medios: se lo entregó un periodista. Y los medios de comunicación representan, como todos sabéis, un problema en este contexto. Millennium.

Nyström buscó entre sus apuntes.

– Mikael Blomkvist -dijo.

Todos habían oído hablar del asunto Wennerström y conocían el nombre de Mikael Blomkvist.

– Dag Svensson, el periodista asesinado, trabajaba para Millennium. Estaba preparando unos artículos sobre el trafficking. Fue así como descubrió a Zalachenko. Fue Mikael Blomkvist quien lo encontró muerto. Además, conoce a Salander y ha confiado en su inocencia todo el tiempo.

– ¿Cómo coño puede conocer a la hija de Zalachenko?… ¿No os parece demasiada casualidad?

– No creemos que sea una casualidad -dijo Wadensjöö-. Creemos que, de alguna manera, Salander es el vínculo que los une a todos. No sabemos muy bien cómo, pero es la única explicación razonable.

Gullberg permaneció callado dibujando unos círculos concéntricos en su cuaderno. Al final levantó la vista.

– Necesito reflexionar sobre esto un rato. Voy a dar un paseo. Nos vemos dentro de una hora.

El paseo de Gullberg duró casi cuatro horas y no una, como había dicho. Caminó tan sólo unos diez minutos, hasta que encontró una cafetería que servía un montón de variedades raras de café. Pidió uno normal, sin leche, de café tostado para cafetera de filtro, y se sentó en una mesa de un rincón que quedaba cerca de la entrada. Se sumió en profundas cavilaciones intentando desmenuzar los entresijos del problema. A intervalos regulares apuntaba alguna que otra palabra en una agenda.

Una hora y media después, un plan había empezado a cobrar forma.

No era un plan bueno, pero, tras haber dado mil vueltas a todas las posibilidades, se dio cuenta de que el problema requería medidas drásticas.

Por suerte, los recursos humanos se encontraban disponibles. Era factible.

Se levantó, buscó una cabina telefónica y llamó a Wadensjöö.

– Hay que aplazar la reunión un poco más -dijo-. Tengo que realizar una gestión. ¿Podemos quedar a las dos?

Luego Gullberg bajó a Stureplan y paró un taxi. Lo cierto era que con su pobre pensión de funcionario no se podía permitir ese lujo, pero, por otra parte, ya se encontraba en una edad en la que no tenía sentido ahorrar para una futura y disoluta vida. Le dio al taxista una dirección de Bromma.

Cuando al cabo de un rato éste lo dejó en la dirección indicada, Gullberg echó a andar hacia el sur y, tras recorrer una manzana, llamó a la puerta de un pequeño chalet. Le abrió una mujer de unos cuarenta años.

– Buenos días. Estoy buscando a Fredrik Clinton.

– ¿De parte de quién?

– De un viejo colega.

La mujer asintió y lo acompañó al salón, donde Fredrik Clinton se levantó lentamente de un sofá. Sólo contaba sesenta y ocho años pero aparentaba bastantes más. Una diabetes y ciertos problemas en las arterias coronarias le habían dejado secuelas manifiestas.

– ¡Gullberg! -se asombró Clinton.

Se contemplaron durante un largo instante. Luego los dos viejos espías se abrazaron.

– Creía que no te volvería a ver -dijo Clinton-. Supongo que lo que te ha sacado de tu escondite es esto.

Señaló la portada del vespertino en la que aparecía una foto de Ronald Niedermann acompañada del titular «Se busca en Dinamarca al asesino del policía».

– ¿Cómo estás? -preguntó Gullberg.

– Estoy enfermo -le contestó Clinton.

– Ya lo veo.

– Si no me dan un nuevo riñon, moriré dentro de poco. Y la probabilidad de que me lo den es bastante reducida.

Gullberg movió la cabeza en un gesto afirmativo.

La mujer se asomó a la puerta del salón y le preguntó a Gullberg si deseaba tomar algo.

– Un café, por favor -contestó para, a continuación, dirigirse a Clinton en cuanto ella desapareció-. ¿Quién es?

– Mi hija.

Gullberg asintió. Resultaba fascinante comprobar cómo, a pesar de tantos años de estrecha relación en la Sección, casi ninguno de los compañeros se había visto durante su tiempo libre. Gullberg conocía todos y cada uno de sus rasgos característicos, tanto sus puntos fuertes como los débiles, pero sólo tenía una vaga idea de sus circunstancias familiares. Durante veinte años, Clinton había sido tal vez su colaborador más cercano. Gullberg sabía que Clinton había estado casado y que tenía una hija. Pero no conocía su nombre, ni el de su ex esposa, ni mucho menos el lugar donde Clinton solía pasar las vacaciones. Era como si todo lo que quedaba fuera de la Sección resultara sagrado y no pudiera tratarse.

– ¿Qué quieres? -le preguntó Clinton.

– ¿Puedo preguntarte qué piensas de Wadensjöö?

Clinton negó con la cabeza.

– Prefiero no meterme en ese asunto.

– No es eso lo que te he preguntado. Tú lo conoces. Trabajó contigo durante diez años.

Clinton volvió a negar con la cabeza.

– El que dirige la Sección ahora es él. Lo que yo pueda pensar carece de interés.

– ¿Y se las arregla bien?

– Bueno, no es ningún idiota.

– Pero…

– Un analista. Un hacha de los puzles. Instinto. Brillante administrador que ha hecho cuadrar el presupuesto de una manera que nos parecía imposible.

Gullberg asintió. Lo importante era la cualidad que Clinton no mencionaba.

– ¿Estás preparado para volver al servicio?

Clinton alzó la mirada y contempló a Gullberg. Dudó un buen rato.

– Evert… Cada dos días me paso nueve horas en el hospital enchufado a un aparato de diálisis. No soy capaz de subir unas escaleras sin quedarme prácticamente sin aliento. No tengo energía. Ni fuerzas.

– Te necesito. Una última operación.

– No puedo.

– Claro que puedes. Y también podrás seguir pasando nueve horas cada dos días en diálisis. Subirás en ascensor en vez de por las escaleras. Yo lo organizaré todo para que, si hace falta, te lleven en camilla de un lado a otro. Necesito tu cerebro.

Clinton suspiró.

– Cuéntame -dijo.

– Nos encontramos ante una situación extremadamente complicada que requiere intervenciones operativas. Wadensjöö cuenta con un mocoso, Jonas Sandberg, que constituye, él sólito, toda la unidad operativa; y no creo que Wadensjöö tenga cojones para hacer lo que hay que hacer. Tal vez sea un hacha haciendo malabares con los presupuestos, pero tiene miedo de tomar decisiones operativas y de meter a la Sección en un trabajo de campo que resulta imprescindible.

Clinton asintió. Una tenue sonrisa asomó a sus labios.

– La operación deberá realizarse en dos frentes distintos. Una parte trata de Zalachenko. Tengo que conseguir que entre en razón y creo que sé cómo. La otra parte deberá llevarse a cabo desde aquí, desde Estocolmo. El problema es que no hay nadie en la Sección que pueda encargarse de eso. Te necesito para que asumas el mando. Una última intervención. Tengo un plan. Jonas Sandberg y Georg Nyström realizarán el trabajo de campo. Tú dirigirás la operación.

– No sabes lo que me estás pidiendo.

– Sí… Sé lo que te estoy pidiendo. Y serás tú mismo quien decida si quieres aceptarlo o no. Pero, o intervenimos nosotros los viejos y arreglamos esto a nuestra manera, o dentro de un par de semanas la Sección no existirá.

Clinton apoyó el codo en el brazo del sofá y dejó caer la cabeza en la palma de la mano. Se quedó pensativo un par de minutos.

– Cuéntame tu plan -dijo finalmente.

Evert Gullberg y Fredrik Clinton hablaron durante dos horas.

A Wadensjöö se le pusieron los ojos como platos cuando, a las dos menos tres minutos, Gullberg volvió acompañado de Fredrik Clinton. Este se le antojó un esqueleto andante. Parecía tener dificultades para andar y respirar y se apoyaba en el hombro de Gullberg con una mano.