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– De acuerdo.

– Desde el pasado sábado, un total de seis personas de interés han entrado en el portal de Artillerigatan. Aparte de Jonas Sandberg y Georg Nyström, en la casa también se encuentra Fredrik Clinton, aunque esta mañana se lo llevaron al hospital para su sesión de diálisis.

– ¿Y los otros tres?

– Un señor que se llama Otto Hallberg. Trabajó en la DGP /Seg en los años ochenta, pero en realidad ahora se encuentra vinculado al Estado Mayor de la Defensa. Pertenece a la Marina y al servicio de inteligencia militar.

– Ajá. ¿Por qué no me sorprende?

Monica Figuerola puso otra foto sobre la mesa.

– A este chico no lo hemos identificado. Se fue a comer con Hallberg. A ver si conseguimos identificarlo esta tarde, cuando vuelva a casa después del trabajo.

– Sin embargo, la persona más interesante es ésta.

Colocó otra foto en la mesa.

– A éste lo conozco -dijo Edklinth.

– Se llama Wadensjöö.

– Exacto. Trabajó en la brigada antiterrorista hará unos quince años. General de despacho. Fue uno de los candidatos al puesto de jefe aquí en la Firma. No sé lo que pasó con él.

– Presentó su dimisión en 1991. Adivina con quién estaba comiendo hace más o menos una hora.

Monica Figuerola depositó la última foto sobre la mesa.

– El jefe administrativo Albert Shenke y el jefe de presupuesto Gustav Atterbom -señaló Edklinth-. Quiero que se vigile a todos estos tipos las veinticuatro horas del día. Quiero saber con quién se reúnen.

– Imposible. Sólo dispongo de cuatro personas. Y algunos tienen que trabajar con la documentación.

Edklinth asintió y, pensativo, se pellizcó el labio inferior. Un instante después, levantó la vista y miró a Monica Figuerola.

– Necesitamos más gente -dijo-. ¿Crees que podrías contactar discretamente con el inspector Jan Bublanski y preguntarle si le apetecería cenar conmigo esta noche después del trabajo? Digamos sobre las siete.

Edklinth se estiró para coger el teléfono y marcó un número de memoria.

– Hola, Armanskij. Soy Edklinth. ¿Me dejarías que te devolviera esa cena tan agradable a la que me invitaste hace poco?… No, insisto. ¿Te parece bien las siete?

Lisbeth Salander había pasado la noche en la prisión de Kronoberg, en una celda cuyas dimensiones serían de dos por cuatro metros. Del mobiliario no había mucho que decir. Se durmió cinco minutos después de que la encerraran y se despertó el lunes por la mañana, muy temprano. Se puso a hacer los ejercicios de estiramiento que el fisioterapeuta de Sahlgrenska le había mandado. Acto seguido, le trajeron el desayuno y luego se quedó sentada en la litera mirando al vacío en silencio.

A las nueve y media la condujeron hasta una sala de interrogatorios situada en el otro extremo del pasillo. El guardia era un señor mayor de baja estatura, calvo, con cara redonda y unas gafas que tenían la montura de pasta. La trató con una apacible y bondadosa corrección.

Annika Giannini la saludó amablemente. Lisbeth ignoró a Hans Faste. Luego conoció al fiscal Richard Ekström y se pasó la siguiente media hora sentada en una silla y con la mirada puesta en un punto de la pared que quedaba un poco más arriba de la cabeza de Ekström. No pronunció palabra alguna y no movió ni un solo músculo.

A las diez, Ekström interrumpió su fracasado interrogatorio. Le irritaba no haber conseguido provocar la más mínima reacción en ella. Por primera vez, se mostró inseguro al contemplar a esa delgada chica que parecía una muñeca. ¿Cómo era posible que hubiese podido agredir a Magge Lundin y Sonny Nieminen en Stallarholmen? ¿El tribunal se llegaría a creer esa historia? ¿Incluso si él presentaba pruebas convincentes?

A las doce, le dieron a Lisbeth un almuerzo sencillo, y la siguiente hora la dedicó a resolver ecuaciones en su mente. Se centró en un pasaje de astronomía esférica de un libro que había leído hacía ya dos años.

A las dos y media la volvieron a llevar a la sala de interrogatorios. El guardia que la acompañó esta vez era una mujer joven. La sala estaba vacía. Se sentó en una silla y siguió meditando sobre una ecuación particularmente compleja.

Al cabo de diez minutos se abrió la puerta.

– Hola, Lisbeth -saludó amablemente Teleborian.

Él sonrió. Lisbeth Salander se quedó helada. Los elementos de la ecuación que había formulado en el aire se le cayeron al suelo y se le desperdigaron. Oyó como los números y los signos rebotaban y tintineaban como si hubiesen cobrado forma física.

Peter Teleborian se quedó quieto y la observó durante uno o dos minutos antes de sentarse frente a ella. Lisbeth seguía con la mirada fija en la pared.

Al cabo de un rato, desplazó la mirada y lo miró a los ojos.

– Lamento que hayas acabado así -dijo Peter Teleborian-. Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudarte. Espero que consigamos crear un ambiente de confianza mutua.

Lisbeth examinó cada centímetro de la persona que tenía enfrente. El pelo enmarañado. La barba. Esa pequeña separación entre sus dos dientes delanteros. Sus finos labios. La americana marrón. La camisa con el cuello abierto. Oyó la pérfida amabilidad de su suave voz:

– También espero poder ayudarte mejor que la última vez que nos vimos.

Dejó sobre la mesa un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Lisbeth bajó la mirada y observó el bolígrafo. Era un tubo afilado de color plata.

Análisis de consecuencias.

Reprimió el impulso de extender la mano y coger el bolígrafo.

Sus ojos buscaron el dedo meñique izquierdo de él. Descubrió una débil línea blanca justo donde ella, quince años antes, le había clavado los dientes y cerrado la mandíbula con tanta rabia que casi le cortó el dedo. Fueron necesarios tres enfermeros para inmovilizarla y abrirle la mandíbula a la fuerza.

En aquella ocasión yo era una pequeña y asustada niña que apenas había alcanzado la pubertad. Ahora soy adulta. Ahora puedo matarte cuando quiera.

Fijó la mirada en un punto de la pared situado por detrás de Teleborian, recogió los números y los signos matemáticos que se le habían caído al suelo y empezó a recomponer la ecuación.

El doctor Peter Teleborian contempló a Lisbeth Salander con una expresión neutra en el rostro. No se había convertido en un psiquiatra de renombre mundial por carecer de conocimientos sobre el ser humano, todo lo contrario: poseía una gran capacidad para leer sentimientos y estados de ánimo. Tuvo la impresión de que una gélida sombra atravesó la sala, pero lo interpretó como un signo de que la paciente sentía miedo y vergüenza bajo su inmutable apariencia. Lo vio como una buena señal de que ella, a pesar de todo, reaccionaba ante su presencia. También se mostró satisfecho con el hecho de que ella no hubiera modificado su comportamiento. Se ahorcará ella sólita.

La última medida que Erika Berger tomó en el SMP fue sentarse en su cubo de cristal y redactar un comunicado para los colaboradores. Se encontraba bastante irritada cuando se puso a escribirlo y, aun a sabiendas de que se trataba de un error, le salieron dos folios enteros en los que explicaba por qué abandonaba el SMP y lo que pensaba de ciertas personas. Borró todo el texto y volvió a empezar empleando un tono más objetivo.

No mencionó a Peter Fredriksson. Si lo hiciera, todo el interés se centraría en él, y las verdaderas razones se ahogarían en un mar de titulares sobre el acoso sexual.

Alegó dos motivos. El más importante era que se había encontrado con una masiva oposición dentro de la dirección al presentar su propuesta de que los jefes y los propietarios redujeran sus sueldos y sus bonificaciones. Por culpa de eso, se vería obligada a iniciar su época en el SMP con drásticas reducciones de personal, algo que no sólo constituía un incumplimiento de las perspectivas presentadas cuando la convencieron para que aceptara el cargo, sino que también imposibilitaría cualquier intento de cambiar y reforzar el periódico a largo plazo.