Un asesino que llega, asesina y se marcha, entreteniéndose solamente para dejar una Biblia abierta sobre la mesa, entre sus víctimas, y al que nadie ve ni oye a excepción de ellas. «Todos los asesinatos dejan un mensaje -pensó-. El cuerpo medio descompuesto del traficante arrojado a los manglares con un disparo en la nuca, con su reloj de oro y sus diamantes intactos, deja un mensaje. La joven camarera que cree que por una vez que vuelva del restaurante haciendo autoestop no va a pasar nada y que termina a tres condados desnuda, muerta y violada, deja otro. El anciano que por fin se cansa de cuidar de su esposa aquejada de un cáncer terminal, la mata de un tiro, luego se suicida y aparece muerto abrazado a un álbum de fotos de boda de hace cincuenta años, deja otro mensaje.»
Escudriñó las fotografías del escenario del crimen, que le trajeron a la memoria el asfixiante calor de aquella cocina y el nauseabundo hedor de los cuerpos. Todo empeora cuando la naturaleza tiene tiempo de hacer su trabajo; todo atisbo de dignidad que pudieran tener aquellas vidas se esfuma con las elevadas temperaturas. Al mismo tiempo, la investigación se entorpece. Le habían enseñado que cada minuto perdido después de un homicidio hace más difícil su resolución. Los casos antiguos que se resuelven salen anunciados con grandes titulares. Pero por cada uno que resulta en condena hay cientos que permanecen en las sombras, atascados en una maraña de suposiciones.
Dos ancianos que trajeron al mundo y criaron a un asesino son asesinados a su vez. ¿Qué clase de crimen era éste?
Venganza. Acaso justicia. Posiblemente una perversa combinación de ambas.
Siguió estudiando los informes del escenario. Había dos huellas parciales de pisadas en la sangre del linóleo. El dibujo de la suela había sido identificado como de zapatillas Reebok, entre la talla cuarenta y tres y la cuarenta y cinco. Las suelas eran de una clase que sólo se fabricaba desde hacía seis meses. En la sangre que al anciano le había salido del pecho se habían encontrado fibras de tejidos. Eran de una mezcla de algodón y poliéster común en las sudaderas. El asesino entró en la casa por la puerta trasera. La vieja madera medio carcomida había cedido al primer golpe de destornillador o palanca. La detective sacudió la cabeza. Esto era habitual en los cayos; el sol, el viento y el aire salobre deterioraban los marcos de las puertas, algo que sabía todo delincuente de medio pelo que frecuentara los doscientos cincuenta kilómetros que van de Miami a cayo Vizcaíno.
Pero esto no era obra de un delincuente de medio pelo.
Cogió un bolígrafo y tomó algunas notas: «Ferreterías, comprobar si alguien ha comprado cuchillo, cordel y destornillador o palanca. Hablar de nuevo con los vecinos, comprobar si alguien vio un coche sospechoso. Comprobar hoteles de la zona. ¿Trajo la Biblia consigo? Comprobar librerías.»
No depositaba muchas esperanzas en ninguna de estas opciones.
Continuó: «Comprobar muestras de piel en la zona del corte en laboratorio forense.» Tal vez un examen espectrográfico revelaría restos de metal que podrían decirle algo acerca del arma. Esto era importante. Puso sus pensamientos en orden con una precisión castrense: si un asesino no deja ninguna prueba de valor, ningún residuo, como semen o huellas o pelo, hay que dar con lo que se llevó consigo: el arma, restos de sangre en zapatos o ropa, algún objeto de la casa. Algo.
Shaeffer se frotó los ojos, dejando que sus pensamientos derivaran hacia Cowart. «¿Qué estará escondiendo? -se preguntó-. Alguna parte de la historia que para él es importante. Pero ¿cuál?» Se hizo un retrato mental del periodista, de su mirada, de su voz. No había tenido mucha experiencia con periodistas, pero sabía que con frecuencia hacen ver que saben más de lo que en verdad saben, que aparentan estar compartiendo su información cuando lo que hacen en realidad es recabarla. Cowart, no obstante, no se ajustaba a este perfil. Desde su primer encuentro en el escenario del crimen, no había hecho ninguna pregunta sobre los asesinatos de Tarpon Drive. Y había hecho todo lo posible por evitar que se las hicieran a él.
«¿Esto qué implica? Que ya conoce las respuestas. Pero ¿por qué iba a querer ocultarlas? Para proteger a alguien. ¿A Blair Sullivan? Imposible. Es él quien necesita que lo protejan.»
Pero no llegaba a ninguna conclusión. Se puso a garabatear en un bloc de notas: dibujó círculos concéntricos que se iban volviendo más y más oscuros según iba emborronando el papel.
Se acordó de una lección de sus días en la academia de policía: cuatro de cada cinco asesinos conocen a sus víctimas.
«Está bien -se dijo-. Sullivan le dice a Cowart que él preparó los asesinatos. Pero ¿cómo pudo hacerlo desde el corredor de la muerte?»
Se turbó. La cárcel es todo un mundo. Allí todo puede obtenerse si uno está dispuesto a pagar por ello, incluso con la vida. Ahí dentro todos saben que la cárcel funciona a base de trueques y favores. No obstante, para alguien de fuera es tarea ardua penetrar en las maquinaciones de esos entornos, a veces incluso imposible. Las ataduras de que depende un policía -el miedo a sanciones, a responder de sus actos- no existen en la cárcel.
Shaeffer se planteó el paso siguiente con recelo: interrogar a todos los reclusos que hubieran trabado contacto con Sullivan. «Uno de ellos me dará la clave -pensó-. Pero ¿con qué pagó Sullivan? No tenía dinero. Ni siquiera tenía una buena posición dentro de la cárcel. Era un tipo solitario destinado a la silla eléctrica. ¿O no?»
¿Cómo había pagado Sullivan?
Un pensamiento la asaltó súbitamente: quizás había pagado por adelantado.
Respiró hondo.
«Sullivan encarga un asesinato y todos damos por sentado que el pago es posterior a su comisión. Sería lo natural. Pero… planteémoslo a la inversa.» Shaeffer sintió un calor, notaba que la imaginación se le disparaba con tantos cambios de rumbo. Recordó la desbordante emoción que sentía cuando sus ojos reconocían la amplia y oscura silueta del pez espada remontando las aguas verdioscuras dispuesto a arrancar el cebo. El mágico y sobrecogedor instante previo a la batalla. «El mejor momento», pensó.
Descolgó el teléfono y marcó un número. Sonó tres veces antes de que una voz contestara.
– ¿Diga?
– Mike, soy Andy.
– Coño, ¿es que tú nunca duermes?
– Pues no.
– Dame un segundo.
Esperó oyéndolo a lo lejos dar explicaciones a su esposa. Percibió las palabras «es su primer caso importante» antes de que la conversación quedara ahogada por el sonido de un grifo abierto. Luego el silencio, y por fin la voz de su compañero riendo.
– Maldita sea, niña, el detective jefe soy yo y tú eres la novata. Si te digo que duermas, duerme.
– Lo siento -se disculpó ella.
– Vale… -contestó-. Qué falsa eres. Bueno, ¿qué te ronda por la cabeza?
– Matthew Cowart. -Al pronunciar su nombre pensó: «No pongas aún todas las cartas boca arriba.»
– ¿El señor Lo-demás-me-lo-quedo-en-el-buche?
– El mismo. -Sonrió.
– No me gusta ese hijo de perra.
No le costaba mucho esfuerzo figurarse a su compañero sentado al borde de la cama. Su mujer debía de estar con la cabeza metida bajo la almohada para amortiguar el ruido de la conversación. A diferencia de muchas parejas de detectives, su relación con Michael Weiss era profesional y distante. No llevaban mucho juntos, lo bastante para reír los chistes del otro pero no lo suficiente para prestar atención al chiste. Era un hombre robusto, pragmático e impulsivo. Lo que a él se le daba bien era enseñar fotografías a los testigos y escarbar en los informes de las compañías de seguros. Que él tuviera diez años de experiencia y ella unos pocos meses no la impresionaba: lo dejaba atrás con facilidad.
– A mí tampoco.
– ¿Qué te ha pasado por la cabeza?
– He pensado que debería encargarme de él. Que me vea. En el periódico, en el apartamento, cuando vaya a hacer footing, en la ducha, por todas partes.