Recordó la bolsa que la mujer sostenía con la mano libre. De la otra llevaba al niño mientras los acompañaban hasta una ambulancia. Les habían echado una manta por encima, a pesar de que era mayo y el calor era sofocante. Una experiencia como ésa deja helado a cualquiera.
– ¿Por qué les dio el alto aquel agente? -preguntó Brown.
– Dijo que el conductor se comportaba de forma sospechosa. Se tapaba con las manos. Procuraba que no le vieran la cara.
– ¿En qué página salió el artículo?
Cowart dudó, luego respondió:
– En primera plana.
El detective movió la cabeza.
– Ya sé por qué el agente le dio el alto -dijo-. Mujer blanca, hombre negro. ¿Me equivoco?
Cowart tardó en admitirlo.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Vamos, Cowart. Antes le interesaban las estadísticas, ¿se acuerda? Quería saber si yo conocía los datos del FBI acerca de los crímenes de negros contra blancos. Pues sí, los conozco. Y lo que también sé es que eso fue lo que hizo que su artículo de los cojones apareciera en primera plana en vez de quedarse a mitad de la sección de sucesos. Porque si los secuestrados hubiesen sido negros no habría salido de ahí, ¿verdad?
Cowart quería negarlo, pero era imposible.
– Es posible.
El policía soltó un bufido.
– ¡Es posible! Una respuesta muy diplomática, Cowart. -Hizo un gesto con el brazo-. ¿Cree que el jefe de la sección local habría enviado a una de sus estrellas a un sitio como éste sin la absoluta certeza de que el artículo iba a salir en primera plana? Y un cuerno. Habría mandado a un becario o a cualquier reportero de tercera para que redactara unos parrafitos.
Brown echó a andar hacia la puerta del restaurante, y mientras cruzaba el aparcamiento dijo:
– ¿Quiere saber una cosa, Cowart? ¿Quiere saber por qué aquí la vida es dura? Porque aquí todo el mundo sabe lo cerca que están del gueto. Y no estoy hablando de distancias. ¿A cuánto queda Liberty City, a cincuenta, quizá sesenta kilómetros? No; es el miedo lo que está cerca. Saben que no tendrían el mismo dinero, las mismas actividades, las mismas escuelas, nada sería lo mismo. Por eso se aferran al sueño de la clase media como si fuera un balón de oxígeno. Todos saben cómo son las cosas en el gueto, su presencia es como un remolino que trata de engullirlos a todas horas. La única manera de mantenerlo a distancia es con sus empleos esclavizantes, con los cheques que se gastan en cuanto les caen en las manos, con sus casas pequeñas y agobiantes.
– ¿Y qué me dice del norte de Florida? De Pachoula.
– Lo mismo. Sólo que allí está además el miedo a que el viejo Sur vuelva a convertirse en un lastre para ellos. Ya sabe, miseria y atraso de cabañas de cartón alquitranado sin retrete.
– ¿No es de ahí de donde salió Ferguson? ¿De ambos?
El detective asintió.
– Pero prosperó y se abrió camino.
– Como usted.
Brown se detuvo y lo encaró.
– Como yo -reconoció con un gruñido-. Pero me parece una comparación muy poco afortunada.
Entraron en el restaurante.
La hora de comer había pasado hacía rato pero aún era pronto para cenar, así que tenían el local para ellos solos. Se sentaron en un reservado con vistas al aparcamiento. Una camarera con un entallado uniforme blanco que acentuaba su prominente busto, chicle en boca y aire hastiado les tomó nota y pasó el encargo a través de una ventanilla al único trabajador de la cocina. A los pocos segundos oyeron el ruido de hamburguesas friéndose y poco después les llegaba ya el aroma.
Comieron en silencio. Cuando terminaron, Brown pidió tarta de lima y café. Comió un pedazo y a continuación cortó otro, pero esta vez le ofreció el tenedor a Cowart.
– Mmm, tarta casera, Cowart. Debería probarla. En Pachoula no tenemos de ésta. Al menos no tan buena.
El periodista rehusó con la cabeza.
– Joder, Cowart, apuesto a que es usted de esos que frecuentan los locales de comida macrobiótica. Por eso tiene esa pinta tan magra y ascética, porque come como los conejos.
Cowart se encogió de hombros, resignado.
– Seguro que también bebe esa mierda de agua embotellada francesa.
Mientras el detective hablaba, Cowart se fijó en que la camarera pasaba por detrás de él y se paraba ante un reservado. Llevaba una espátula en la mano y empezó a rascar algo de la ventana. Por un instante se oyó el sonido de la espátula contra el cristal. Luego se enderezó y se guardó un pequeño cartel bajo el brazo. A Cowart le dio tiempo de distinguir un rostro joven. La camarera ya estaba a punto de alejarse cuando, por algún motivo que no acertó a comprender, la llamó con un gesto.
Ella se acercó a la mesa.
– ¿Va a querer tarta usted también?
– No. Es que me ha picado la curiosidad al verla con el cartel -dijo señalando al papel que la chica llevaba enrollado bajo el brazo.
– ¿Éste? -dijo y se lo tendió.
Cowart lo desplegó sobre la mesa.
En el centro del cartel había una fotografía de una niña negra con coletas sonriendo. Bajo la fotografía, en mayúsculas de gran tamaño, la palabra «DESAPARECIDA», seguida de un mensaje en tamaño menor: «Dawn Perry, 12 años, 1,54 m, 47 kg, desaparecida la tarde del 12-8-90, vestía pantalón corto azul, camiseta blanca y zapatillas de deporte; llevaba una mochila. Comuníquese cualquier información al 555-1212, preguntar por el detective Howard.» Al final se leía en letras grandes: «Se gratificará.»
Cowart miró a la camarera.
– ¿Qué ha pasado?
La mujer levantó los hombros sugiriendo que dar esa información no formaba parte de su trabajo.
– No sé. Una niña. Un día está y al otro no.
– ¿Por qué saca el cartel?
– Porque lleva mucho tiempo ahí. Meses y meses. Y nadie ha dado con ella todavía, no creo que el cartel sirva de mucho. Además, el jefe me dijo ayer que lo quitase y yo me había olvidado hasta ahora.
Brown había leído el cartel. Levantó la vista.
– ¿La policía no ha averiguado nada?
– No que yo sepa. ¿Desean algo más?
– La cuenta -contestó Brown sonriendo. Dobló el cartel y lo dejó sobre la mesa-. Yo me encargaré de esto por usted.
La camarera se fue a buscar el cambio.
– Da que pensar, ¿eh? -añadió Brown-. Cuando tienes la cabeza en esto empiezan a saltarte a la vista toda clase de cosas horribles, ¿eh, Cowart?
Este no contestó, así que el detective continuó:
– Lo que quiero decir es que te acercas a la muerte y de repente ves cosas sospechosas por todas partes, cosas que pasarías por alto, por normales y cotidianas, si no fuera porque toda tu atención está centrada en cómo y cuándo se asesina a la gente.
Cowart asintió.
Brown se apoyó en el respaldo tras acabarse la tarta.
– Ya le dije que la comida era fresca -dijo. Luego se echó hacia delante bruscamente, acortando la distancia entre ambos-. Le quita a uno el apetito, ¿eh, Cowart? Una buena coincidencia reservada para los postres. -Dio unos golpecitos al cartel doblado-. Claro que quizá todo quede en nada, ¿no? Otra niña desaparecida. Seguramente no encaja en el puzle, pero no deja de ser interesante. Una chiquilla que desaparece no muy lejos de la autopista de los cayos. Me pregunto si se la llevarían de la puerta del colegio.
– A más de cien kilómetros de Tarpon Drive -observó Cowart. El detective asintió con la cabeza-. Y nada que haga pensar en una relación con los casos que tenemos entre manos.
– Entonces -dijo Brown-, ¿por qué ha querido ver el cartel?
El policía lo arrugó hasta convertirlo en una bola, se lo guardó en el bolsillo y se levantó dispuesto a salir del restaurante.
Se quedaron parados en la acera. Cowart miró hacia el almacén de juguetes y vio que ante la puerta había sentado un hombre con una camisa azul y una porra en el cinturón. «Seguridad», pensó. Se preguntó por qué no había reparado antes en él. Supuso que debían de haberlo contratado a raíz del secuestro, como si la presencia del guardia pudiera evitar que otro rayo volviera a caer en el mismo sitio. Recordó que, incluso con la policía a las puertas, la gente seguía acudiendo al establecimiento y que el torrente de niños y adultos, con sus bolsas de plástico llenas de juguetes, no cesó, ajeno a la monstruosidad que había empezado en aquella misma acera.