– Necesito que me ayude a clarificar un par de cosas.
– Ya, pero no está aquí. -El jefe frunció el entrecejo-. ¿Tal vez pueda ayudarla yo?
Ella notó la poca sinceridad del ofrecimiento.
– De acuerdo. El caso es que no logro entender cómo Sullivan se las arregló para hacer el encargo… -Levantó la mano para atajar la pregunta que iba a hacerle el jefe-. Supongo que Cowart pudo haber añadido algo, y esperaba que él me lo aclarase. -Creyó que con eso bastaría.
– Bueno -dijo el hombre-, me parece que todos intentamos comprender ese mismo punto.
Ella sonrió.
– Curiosa situación, ¿no?
El jefe asintió, sonriendo pero sin bajar la guardia.
– De todos modos, creo que les informó lo mejor que supo. Aunque…
– Ya -contestó la detective-, pero tal vez ahora que ha tenido tiempo para reflexionar pueda recordar algo más. Se sorprendería de lo que uno puede llegar a recordar cuando ha tenido tiempo para ello.
El jefe meneó la cabeza.
– No me sorprendería en absoluto. En nuestro oficio pasa lo mismo. -Cambió de postura y se mesó el escaso pelo-. Cowart está trabajando en otro artículo.
– Vaya, ¿y adonde ha ido?
El hombre vaciló antes de responder.
– Al norte de Florida. -Y por un instante pareció arrepentido de facilitarle esa información.
Shaeffer sonrió.
– No está mal, el norte de Florida.
El jefe se encogió de hombros.
– Este caso tiene dos escenarios, como usted bien sabe. La prisión de Starke y una pequeña ciudad llamada Pachoula. Creo que no hará falta que se lo anote. Y ahora, si me disculpa, detective Shaeffer, tengo que volver al trabajo.
– ¿Le dirá a Cowart que necesito hablar con él?
– Descuide. Pero no le prometo nada. ¿Cómo puede encontrarla?
– Yo lo encontraré a él -dijo.
Se levantó para marcharse, pero entonces recordó otra cosa.
– ¿Puedo echar un vistazo a los originales de los artículos de Cowart?
El jefe vaciló un instante y luego señaló la hemeroteca.
– Allí podrán ayudarla -dijo-. Si surge cualquier problema, que me llamen.
Sentada a la mesa, hojeó una pila de ejemplares del Miami Journal. Se quedó sobrecogida por la cantidad de sucesos delictivos que publicaba el periódico, y por fin llegó a la edición dominical en la que aparecía el primer artículo de Cowart sobre el asesinato de Joanie Shriver. Lo leyó con detenimiento, tomando notas, apuntando nombres y fechas.
En el ascensor, camino de la salida, trató de ordenar los pensamientos que se agitaban en su interior. Bajó del ascensor y echó a andar en dirección a la salida, pero se detuvo en seco en mitad del vestíbulo.
«Este caso sólo tiene dos escenarios», había dicho el jefe de redacción. Se puso a pensar en el aprieto en que Cowart se encontraba. «Pero ¿qué lo llevó hasta Sullivan? La muerte de una niña en Pachoula. Y ¿alrededor de quién gira ese crimen? Ferguson. Así pues, ¿quién es el nexo entre Sullivan y Cowart? Ferguson. Y ¿gracias a quién obtuvo el Pulitzer? Ferguson.»
Giró sobre los talones y se dirigió a una esquina del vestíbulo del Journal donde había varios teléfonos públicos. Repasó sus notas y llamó a información de Pensacola. Acto seguido marcó el número facilitado por la voz electrónica.
Después de hablar con una secretaria, oyó la voz del abogado.
– Roy Black al habla. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?
– Señor Black -dijo-, soy Andrea Shaeffer. Estoy en el Miami Journal…. -Sonrió, anticipando su pequeña patraña-. Necesitamos dar con Cowart. Ha ido a Pachoula a ver a su cliente, el señor Ferguson. Es importante que contactemos con él pero aquí nadie sabe cómo hacerlo. ¿Podría ayudarme? De veras siento tener que molestarlo…
– No es molestia ninguna, señorita. De todos modos, Bobby Earl se ha ido de Pachoula. Ha vuelto a Newark, Nueva Jersey. No veo por qué el señor Cowart iba a querer volver a Pachoula.
– Oh, vaya suerte la mía -repuso ella fingiendo asombro y contrariedad-. El señor Cowart está haciendo un seguimiento sobre la ejecución de Sullivan. ¿Cree que podría dirigirse a Newark? No dio muchas indicaciones sobre su itinerario y sería conveniente no perderlo de vista. ¿Tiene alguna dirección del señor Ferguson? Lamento la molestia, pero no ha habido manera de encontrar la agenda del señor Cowart.
– No suelo dar direcciones, ¿sabe? -replicó el abogado.
– Lo entiendo perfectamente -respondió ella con naturalidad-. Vaya, ¿y ahora cómo voy a encontrarlo? El jefe me cortará el cuello -suspiró compungida.
El abogado titubeó.
– Vale, de acuerdo, se la daré -cedió por fin-. Pero prométame que no se la filtrará a la prensa ni a nadie. El señor Ferguson quiere dejar atrás todo este asunto, ¿sabe? Intenta retomar su vida.
– Es comprensible y me hago cargo. Se lo agradezco mucho, abogado -dijo afectando entusiasmo.
– Espere. La estoy buscando.
Esperó con impaciencia. No había sido nada difícil engatusarlo. Se preguntó si llegaría a tiempo de coger el próximo avión hacia el Norte. No acababa de saber qué haría con Ferguson cuando lo encontrara, aunque de una cosa sí estaba segura: las respuestas a sus preguntas estaban ocultas en alguna parte muy cerca de él. Recordó sus ojos tal como aparecían en las páginas del periódico. Un hombre inocente.
17
El avión atravesó una fina capa de nubes mientras se aproximaba al aeropuerto y pudo vislumbrar la ciudad, que se erguía en la distancia como un juego de cubos apilados por un niño. El tímido sol de comienzos de primavera iluminaba la miríada de edificios de oficinas. Se imaginó el mordiente frío de abril y por un momento echó de menos el calor de los cayos. Después se centró en cómo aproximarse a Ferguson.
Decidió que con cautela. Como si Ferguson fuera un pez grande que ha picado en un aparejo ligero: un movimiento brusco o demasiada presión y se rasgará el cordel y quedará libre. Nada lo vinculaba con los asesinatos de Tarpon Drive, salvo la presencia de Cowart. Ningún testigo, ninguna huella, ningún resto de sangre. Ni siquiera el modus operandi: la violación y asesinato de una niña poco tiene en común con matar sádicamente a una pareja de ancianos. Y según Cowart y su periódico, Ferguson ni siquiera era responsable de la primera parte de la ecuación.
A medida que el avión viraba, pudo distinguir el amplio cinturón de la autopista de Nueva Jersey serpenteando. De repente tuvo miedo de haberse dejado arrastrar por una senda oscura y pensó que lo mejor sería tomar el primer avión y regresar a Florida junto a Weiss. Todo se veía muy claro desde el vestíbulo del Miami Journal. Ahora, el cielo gris y opaco de Nueva Jersey parecía mofarse de su incertidumbre.
Se preguntó si Ferguson habría aprendido la lección. Probablemente, ya que, según se derivaba de las palabras de Cowart, parecía un tipo listo, educado, distinto de la mayoría de convictos. Sin embargo, la detective se temía que era un caso especial.
Todavía recordaba un día en el barco de su padrastro, seis años atrás. Era hacia última hora de la tarde y estaban pescando mientras la marea se retiraba bajo los pilones de uno de los innumerables puentes de los Cayos. El cliente había atrapado un gran sábalo real de más de cincuenta kilos. Había saltado ya dos veces fuera del agua, las branquias le palpitaban, arqueaba la cabeza y parecía gañir cuando su brillante cuerpo plateado rompía contra las oscuras aguas. Escapaba a favor de la corriente, valiéndose de la fuerza del agua para luchar contra el sedal. El cliente porfió entre gruñidos, con las piernas separadas y la espalda encorvada, y luchó contra la fuerza del pez. El animal iba tirando del sedal en dirección a los pilones del puente.
«Un pez inteligente -pensó ahora-. Un pez fuerte. Sabía que si lograba llegar allí, podría desgarrar el sedal contra los percebes, tensándolo y restregándolo contra el pilón.» Aquel pez ya había picado antes. El dolor del anzuelo clavado en la mandíbula y la fuerza del sedal tirando hacia la superficie le eran familiares. El conocimiento le daba fuerzas. No había miedo en su lucha, sólo la astuta y calculada determinación con que se dirigía hacia el puente y la salvación.