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Entraron en los desfiladeros de hormigón de Miami Beach, una zona donde los altísimos rascacielos parecen competir con las nubes en no dejar pasar el sol. Como en cualquier ciudad, aquellos edificios daban una sensación de uniformidad. Una capa encima de otra de apartamentos similares, gente viviendo en colmenas verticales, con su identidad y su singularidad en contraposición a un mundo de formas, ángulos y tamaños idénticos.

El primer sitio que visitaron fue el piso de Herman Stein. El presidente de la comunidad, un hombre robusto y calvo, estudió el dibujo que le enseñaron y negó con la cabeza. Explicó que aquella comunidad tenía más de mil miembros en cientos de apartamentos, y que aquel retrato, hasta donde él podía distinguir, no se parecía a ninguno de ellos. Esto no sorprendió a Simon Winter, como tampoco que en los dos rascacielos siguientes les dijeran más o menos lo mismo.

– Stein dijo haber visto a la Sombra en una reunión -comentó Robinson, frustrado tras varias horas de respuestas negativas-. ¿Sabes qué podríamos hacer? Obtener listas de todos los edificios, buscar a todos los residentes que vivan solos y después ir de puerta en puerta hasta que nos abra ese cabrón en persona. En alguna lista tendrá que estar.

– Sí, yo también he pensado que es posible que figure en una o dos listas. Pero no he encontrado la que es. Podría funcionar. -Su tono de voz indicaba que no le cabía ninguna duda de que aquello no iba a funcionar.

Robinson consultó el reloj. No quería llegar tarde al aeropuerto. El día estaba muy avanzado y ya se veían franjas rojas en el cielo del oeste. Los hilos de la noche empezaban a reptar entre las sombras de los rascacielos.

– Voy a recoger a Espy -dijo-. ¿Te acerco a alguna parte?

De repente Simon tuvo una idea. Asintió y le dio una dirección a su compañero de fatigas. Seguidamente dobló una copia del retrato robot y se la guardó en el bolsillo.

Robinson detuvo el coche junto al bordillo.

– Pronto va a suceder algo -dijo-. El anuncio se lee esta noche. -Volvió a mirar el reloj-. De hecho, lo van a leer de un momento a otro. Debería provocar alguna reacción en los dos próximos días. Y tenemos que ver qué ha averiguado Espy.

– Llámame cuando sepas algo. Después de aquí me iré a casa.

– ¿Qué harás aquí?

– Bueno, dudo que consiga algo -respondió Simon alejándose del coche-. Y lo más seguro es que se hayan ido todos a casa.

El inspector se lo quedó mirando. Allá en lo alto, un avión había enfilado la aproximación final al Aeropuerto Internacional de Miami, y su ruta pasaba por encima de Miami Beach. Todavía volaba demasiado alto para que se oyera el zumbido de los motores, así que el aparato parecía flotar en el cielo cada vez más oscuro.

– ¿Por qué lo dudas? -inquirió.

Simon ya se había dado la vuelta, pero se giró e hizo un gesto con la mano como restándole importancia al asunto, como si no mereciera la pena dedicarle ni un minuto. Walter vio exactamente el efecto que aquel gesto pretendía ejercer en él, y se contuvo de reincorporarse al tráfico en dirección al aeropuerto, que era lo que deseaba una gran parte de él. En cambio, echó el freno de mano y se apeó. Simon, unos metros más adelante, se detuvo y sonrió.

– ¿Qué pasa, no te fías de mí?

– No es eso -dijo el inspector al llegar a su altura, y preguntó-: ¿Qué sitio es éste?

– El Centro del Holocausto. Es el único sitio que he visitado desde que empezó todo esto, donde el pasado se reúne con el presente. Gracias a unos cuantos cadáveres, claro.

Entró en el edificio seguido por el policía.

La recepcionista estaba recogiendo sus cosas cuando los vio entrar. Frunció el ceño con impaciencia, pero se quedó impresionada cuando Robinson le mostró la placa. Tardaron sólo unos segundos en ser conducidos al despacho de Esther Weiss, donde encontraron a la joven junto a su pequeña mesa. Saludó rápidamente a Simon Winter, con amabilidad y resignación a la vez: ella también estaba preparándose para irse.

– Señor Winter, ¿ha tenido algún éxito? ¿Sigue creyendo que ese hombre está aquí?

Simon le presentó al inspector y Esther Weiss preguntó:

– ¿También la policía cree que la Sombra anda por aquí?

– Así es -contestó Robinson.

La directora del centro se encogió ligeramente de hombros, puso su pequeño maletín sobre la mesa y se sentó.

– Es terrible. Jamás pensé que fuera posible algo así. Hay que encontrarlo y llevarlo ante la justicia. Hay tribunales en Israel y Alemania…

– Me interesan más los que están en el otro extremo de Miami -replicó Robinson.

La mujer asintió con la cabeza.

– Entiendo. Ha de ser llevado ante la justicia y…

Winter la interrumpió con una mano. No era la primera vez que tenía aquella conversación con ella, y una de las ventajas de ser viejo es que puedes interrumpir a una mujer joven sin quedar como un maleducado. Metió la mano en la chaqueta y sacó el retrato robot. Sin pronunciar palabra, lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera. Ella lo contempló fijamente, igual que había hecho todo el mundo, pero cuando levantó la vista le vibraba ligeramente el párpado derecho y tenía un leve temblor en los labios.

– Yo conozco a este hombre -dijo despacio, como confundida. Se apartó del dibujo como si hubiera sufrido una descarga eléctrica-. Le he visto en más de una ocasión…

Espy se sorprendió de que Walter no estuviera esperándola en la sala de llegadas internacionales. Se encontraba bajo los efectos del jet lag y no estaba segura de si se sentía agotada o vigorizada. Fue directamente a un teléfono y llamó a la oficina de Robinson, pero le dijeron que no había ido por allí.

Dudó si irse a casa sola o no; la idea de darse una ducha y cambiarse de ropa, incluso echar una breve siesta, ejercía una poderosa atracción. Pero tenía la sensación de que estaban ocurriendo cosas y se sentía ligeramente al margen, lo cual la sorprendió. En un papel en el interior de su maletín había un nombre y un número que, según creía, tal vez fueran todo lo que necesitaban para encontrar a la Sombra.

Echó un último vistazo a la terminal, pero no vio al inspector. Una vez más se dijo que aquello no debería irritarla, que después de todo había prioridades más importantes que recogerla a ella en el aeropuerto, y pensó que a lo mejor Robinson no había recibido su mensaje telefónico o que no entendió bien la hora de su llegada. Se buscó docenas de excusas que la hicieran olvidarse del cansancio físico y se encaminó hacia la salida.

Con la mano levantada para parar un taxi, esperó entre la nociva combinación de humos de coche y calor empalagoso. Subió a un taxi, dio al conductor la dirección de su casa y se reclinó en el respaldo, dejando que el aire tropical corriese a su alrededor. Pero antes de que el coche llegara a la salida del aeropuerto, cambió de idea, se inclinó hacia delante y, en español, le dio al taxista las señas del apartamento del rabino en Miami Beach.

Winter tenía a Esther Weiss agarrada por el brazo. Con la mano libre descargó un golpe sobre el retrato robot.

– ¿Quién es? -exigió-. ¡Quién es!

Por su parte, Robinson la acuciaba con tono frío y duro:

– ¿Dónde ha visto a este hombre? -Sus apremiantes preguntas se mezclaban con las del viejo policía.

La mujer los miraba con los ojos desorbitados.

– ¿Es él? -preguntó en voz aguda.

– Sí -contestó Robinson-. ¿Dónde lo ha visto? Vamos, hable.

Esther Weiss abrió ligeramente la boca, atónita, y Simon percibió el miedo que traslucían sus ojos. Le soltó el brazo y ella se dejó caer en el sillón de su mesa, todavía con los ojos muy abiertos, mirando a ambos.

– Pero si está aquí -respondió lentamente-, aquí mismo…

Winter fue a decir algo, pero Robinson se le adelantó. El inspector habló con palabras medidas, lentas, teñidas de un frío agradecimiento por su buena suerte.