– ¿El qué?
El moribundo Klaus Wilmschmidt respondió en un susurro:
– Ich weiss was für eine Nummer der Schattenmann auf seinem Arm hat…
La hija del anciano calló un instante y aspiró con aspereza antes de traducir en voz baja:
– Dice que conoce el número que la Sombra se tatuó en el brazo.
24 El historiador
Simon Winter y Walter Robinson, ligeramente separados el uno del otro, observaban cómo el rabino y Frieda Kroner examinaban el retrato robot de la Sombra. Parecían dos eruditos que escudriñaran un jeroglífico antiguo y desdibujado, hasta que de pronto ambos se reclinaron en sus asientos. La anciana estaba ligeramente demudada cuando declaró:
– Es él, excepto por la barbilla, que era más rotunda…
– Las cejas no son exactas. Deberían ser más ceñudas, como si estuviera enfadado todo el tiempo -dijo con voz rígida Rubinstein-. Eso daría a los ojos más, no sé, ¿qué, Frieda? ¿Te acuerdas de los ojos?
– Sí -dijo ella afirmando con la cabeza-. Rasgados, como los de un perro agresivo.
– ¿Y el resto? -inquirió Robinson.
– El resto es el hombre que conocimos hace cincuenta años -contestó Frieda, tajante. Se giró hacia el rabino-. Sólo que más viejo. Ha dejado de ser joven, igual que nosotros.
– Sí. Ese hombre es la Sombra -coincidió el rabino. Puso una mano en el brazo de Frieda. Luego le dijo al inspector-: Lo reconocería al momento.
– Yo también -agregó la anciana. Respiró hondo-. Y también lo habrían reconocido Irving y Sophie, los pobres. Si nuestros recuerdos nos decían que alto o bajo, gordo o flaco, claro u oscuro, era porque había tantas cosas allí que resultaba difícil acordarse. Pero ahora, al ver el retrato, puedo decir que es él. -Se estremeció, pero prosiguió con tono firme-. Así que usted, detective, y usted también, señor Winter, creen que anda por ahí esta noche -señaló con un gesto hacia la calle-, buscándonos, como hizo con los demás.
Simon asintió.
La mujer dejó escapar una risita, como si aquello resultara divertido.
– De modo que es posible que nos cueste dormir. Recuerdo haber vivido esta misma situación hace mucho tiempo.
Robinson se había controlado con dificultad hasta el momento.
– He cambiado de idea -dijo-. Ahora creo que el riesgo es demasiado grande. Ese hombre es casi un asesino profesional. Más que eso, un psicópata homicida. Pienso que lo más sensato sería que ustedes se fueran por separado a ver a algunos familiares hasta que pueda atraparlo. Así estarán a salvo y yo no tendré que preocuparme de protegerlos. Podemos sacarlos de la ciudad y tenderle una emboscada a la Sombra cuando se acerque a este apartamento o al suyo, señora Kroner. Pero lo importante es que no tengamos más muertes.
El rabino enarcó una ceja, sorprendido. Simon fue a decir algo, pero se contuvo. Frieda resopló.
– No -se adelantó Robinson levantando una mano-. Lo prioritario es velar por su seguridad.
El rabino miró al joven inspector y dijo:
– Una vez más, detective, tengo la sensación de que no está diciendo todo lo que sabe. ¿Que nos vayamos? ¿Que nos vayamos ahora? ¿Por qué se muestra tan insistente de pronto?
– Lo único que pretendo es ponerlos a salvo.
El rabino meneó la cabeza.
– No es eso -dijo.
Frieda había observado a Robinson mientras hablaba. Y de repente sonrió.
– Ajá -dijo, como el niño que adivina en qué mano se esconde el caramelo-. Ya sé por qué el detective dice estas cosas.
Robinson la miró.
– Señora Kroner, simplemente quiero…
Ella meneó la cabeza como si pretendiera reemplazar la sonrisa con una actitud inflexible.
– Ha sabido algo, ¿verdad? Ha sabido algo acerca de la Sombra, y no quiere contárnoslo para no asustarnos. ¡Como si hubiera algo más terrible de lo que ya hemos vivido! Yo he visto más muerte que usted, detective, aunque llegue a vivir doscientos años. Sigue sin entendernos, ¿verdad?
Robinson se quedó sin palabras.
Entonces tomó la palabra el rabino.
– Yo creo que a veces eso me asusta más que nada.
La anciana se mostró de acuerdo.
– Usted nos mira y ve a dos viejos porque usted es joven, y por tanto está lleno de todos los prejuicios de los jóvenes… -Alzó una mano al ver que Robinson iba a protestar-. No me interrumpa.
Él calló.
– Está bien -añadió Frieda con voz firme-. Dígalo. ¿Qué ha sabido?
Robinson se encogió de hombros antes de contestar. Pensó que, del mismo modo que era una insensatez subestimar a la Sombra, también podía ser una insensatez subestimar a aquellos dos ancianos.
– No tengo pruebas fehacientes… -empezó.
– Pero… porque hay un pero, ¿verdad? -terció el rabino con una sonrisa ligeramente sardónica-. Siempre hay un pero.
– Ya. ¿Se acuerdan del hombre que vio a la Sombra en el apartamento de Sophie?
– ¿El drogadicto? ¿El señor Jefferson?
– Lo han encontrado asesinado esta mañana en su apartamento de Liberty City.
– ¿Asesinado? ¿Cómo?
– Atado a su silla de ruedas y torturado con un cuchillo.
Ambos ancianos guardaron silencio mientras asimilaban la noticia.
– La policía no está segura aún. Pudo haber sido víctima de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. En esa parte de la ciudad la venganza es frecuente, y existen indicios de que Jefferson figuraba en muchas listas de personas que no paran mientes en asesinar…
– Pero usted no lo cree, ¿verdad? -dijo el rabino.
– Yo creo que todos sabemos quién lo ha matado.
– El señor Jefferson fue… -empezó Frieda, pero de nuevo fue interrumpida por el policía.
– Jefferson tuvo una muerte desagradable, señora Kroner. Desagradable y lenta, y sufrió incluso más de lo que se merecía. Lo torturaron porque alguien quería averiguar algo. Y después lo mutilaron. No pienso consentir que usted ni el rabino corran el mismo riesgo. Mírelo desde mi punto de vista: me costaría la carrera que saliera algo mal y ese hombre les hiciera daño. Y no podría perdonármelo nunca. Así que quiero que ambos estén a salvo.
Simon Winter se había quedado asombrado con la noticia de la muerte de Jefferson, pero ocultó su sorpresa bajo una cara de póquer. Observó a Robinson y vio que estaba conmocionado de verdad. De manera que intervino en tono suave:
– ¿Dices que a Jefferson lo mutilaron? ¿Cómo?
– Prefiero no entrar en detalles, Simon.
– Bueno, por alguna razón lo habrán torturado y mutilado, porque me parece que ese bastardo lo hace todo por una razón, así que todo lo que hace debería indicarnos algo que tal vez nos ayude a anticiparnos a su próximo movimiento. Así pues, insisto: ¿cómo lo mutilaron?
Robinson dudó un momento, captando la frialdad que destilaba la voz del otro.
– Le cortaron la lengua.
Frieda Kroner lanzó una exclamación y se llevó una mano a la boca. El rabino meneó la cabeza y dijo:
– Eso es horroroso.
Pero Simon había entrecerrado los ojos y pensaba con rapidez. Luego dijo:
– Vaya, vaya. -Los otros se volvieron hacia él-. Quién iba a esperar algo así de un tipo miserable como Jefferson, ¿eh? Ni en un millón de años.
– ¿Qué?
– Que no le haya dicho a la Sombra lo que quería saber.
– ¿Y qué era?
– Qué saben las autoridades, con qué grado de prioridad se le está buscando, si están cerca de dar con él, qué pruebas hay de que esté vivo… Se me ocurren muchas preguntas que harían a la Sombra aventurarse en mitad de la noche. -Winter hizo una pausa y luego negó con la cabeza-. Y eso también sugiere que Leroy Jefferson no le mencionó el retrato robot. De modo que todavía tenemos ese punto a nuestro favor.
Robinson reflexionó unos instantes y luego asintió.
– Probablemente tienes razón -dijo-. Pobre Leroy. -Dudó un segundo y añadió-: Por supuesto, la mutilación también podría significar que la Sombra estaba furioso precisamente por las revelaciones de Jefferson y que ésa fue su manera de desahogarse.