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Robinson meneó la cabeza con frustración; su colega tenía razón.

Se apartó de la macabra escena y se apoyó contra una pared. Estaba absolutamente seguro de que la Sombra había entrado en el apartamento y esperado a Jefferson, y de que cada corte que presentaba su cuerpo era como una exótica firma que sólo él era capaz de leer. Reconoció una perogrullada fundamental en las reacciones de los otros policías: no tenía sentido que un anciano de Miami Beach fuera al centro de la ciudad a despanzurrar a un drogadicto de los bajos fondos y aspirante a traficante, pero estaba seguro de que precisamente eso había sucedido. Y también sabía que la muerte de Leroy seguramente saldría impune: nadie se preocupaba mucho de él, ni vivo ni muerto.

Respiró hondo.

Leroy Jefferson está simplemente muerto, se dijo. Los policías zarandearían a unos cuantos chivatos, intentarían enfrentar a una banda contra otra para ver si así obtenían un nombre. «Pero no irán mucho más allá; puede que hagan un pequeño esfuerzo extra por tratarse de un testigo de la fiscalía, pero conocen la mecánica. Cuando uno vive al margen de la sociedad, acepta las cosas como vienen.» Nadie diría que Leroy, el maldito Leroy Jefferson, no había tenido exactamente lo que el cielo le reservaba, sólo que lo recibió un poco más despacio y más dolorosamente de lo previsible. Un disparo desde un coche en marcha habría resultado más conforme a las estadísticas. Se dijo que Leroy Jefferson era un mamarracho, sí, pero a fin de cuentas, había dicho la verdad. Habían estado muy cerca de trincar a aquel asesino cabrón. «¿Podría haberme tocado a mí? -se preguntó de repente-. Si hubiera dado un paso en falso, si me hubiera equivocado al tomar una decisión, podría haber terminado igual: sin traje, sin placa, sin amante, sin futuro.»

Volvió a mirar el cadáver y pensó: «Por mucho que me aleje de esto, siempre estará presente.» Era como contemplar una pesadilla, una que le tocaba mucho más de cerca que aquella pareja de ancianos tumbados apaciblemente en su cama. Trató de imaginarse a sí mismo con Espy Martínez, viejos, juntos y bebiendo champán al tiempo que engullían puñados de somníferos.

Robinson dejó escapar un largo suspiro.

De pronto sintió frío, como si un viento extraño lo hubiera apartado de todos los demás policías que examinaban la habitación. Volvió la vista hacia los ojos abiertos del cadáver y les preguntó: «Estaba esperándote aquí dentro cuando te dejé en el portal, ¿verdad?»

Sabía la respuesta.

Recordó que se había ofrecido a acompañar a Leroy hasta el apartamento, y se imaginó a sí mismo echando mano de su arma en el momento en que la Sombra se abalanzara sobre él. Y se preguntó: «¿Habría logrado salir vivo?»

Pensó que no.

Y volvió a interrogarse: «¿Ese cabrón sería capaz de matar también a un policía?»

Sí. No creyó que a la Sombra le preocuparan las convenciones de la delincuencia, que establecían que matar a un policía era un crimen bastante peor que eviscerar a un camello chivato de la policía.

«Está dispuesto a matar a todo el que perciba como una amenaza.»

Se estremeció y miró alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Sus ojos se toparon con los del sargento Anderson, y por un breve instante los dos se miraron fijamente, hasta que el corpulento policía asintió con un gesto de comprensión. Robinsón respiró hondo y vio que el forense estaba inclinado otra vez sobre el cadáver.

Uno de los inspectores también lo vio.

– ¿Qué le resulta tan interesante, Doc? -exclamó.

El forense era un hombre menudo y con aspecto de ratón de biblioteca, de facciones delicadas y con una calva que relucía de sudor. A veces se ponía a silbar mientras trabajaba en un cadáver, un detalle que hacía sonreír a los inspectores de Homicidios.

– Esta cinta que tiene en la boca -contestó-. Es muy extraña.

– ¿Qué tiene de extraño? -preguntó el inspector. Los otros dejaron lo que estaban haciendo y se giraron hacia él.

– Por un lado, no entiendo por qué hay tanta sangre seca aquí y allá. Si el asesino le puso la cinta en la boca para hacerle callar y después le cortó la garganta para que se ahogase, en fin, toda la sangre estaría donde está la mayor parte. En la boca no habría nada. Por la gravedad, ya saben. Los líquidos corren hacia abajo.

– O sea, ¿qué quiere decir?

– Pues que esta sangre la ha causado otra cosa.

– A lo mejor le dio un puñetazo en la boca antes de ponerle la cinta.

– Puede ser. Pero no hay signos externos de golpes. Tan sólo del cuchillo. -El forense silbó un momento una melodía reconocible de un musical de Broadway. A continuación cogió el borde de la cinta-. No soporto esperar -dijo como para sí-. Nunca lo he soportado, ni siquiera de pequeño. Cumpleaños, navidades, siempre quería ver lo que contenían aquellos paquetes. -Y despegó la cinta de los labios del muerto. El plástico hizo un ruido de succión.

Todos se acercaron. Por un momento el campo visual de Robinson quedó obstaculizado por el forense.

– ¡Vaya! -Éste dio un paso atrás-. En fin, supongo que al asesino no le agradaba nada la conversación de la víctima.

El médico se giró hacia Robinson, el cual vio que sostenía en la mano la lengua de Leroy Jefferson. Se la habían cortado de raíz.

Una vez instalada a bordo del vuelo de Londres a Berlín, Espy Martínez sintió la inevitable tensión de sensaciones contrarias: agotamiento por lo errático de sus horas de sueño y el viaje en avión, y energía por la idea de que estaba haciendo algo que podía ser importante. Su imaginación estaba repleta de éxitos: titulares de prensa y palmadas de felicitación por parte de sus compañeros. Se vio a sí misma y a Walter Robinson unidos por la buena suerte y el éxito profesional, y pensó que aquel sonoro triunfo le permitiría presentárselo a sus anticuados padres, cuyos prejuicios raciales tendrían que doblegarse ante un triunfador aunque fuese negro.

Para ella, la Sombra también representaba un instrumento para su prosperidad personal. Sus deseos de prosperar en el amor y en su profesión eran lo único en que podía concentrarse mientras oía el zumbido de los motores del reactor a través del oscuro cielo de Europa. El hecho de encontrarse a miles de kilómetros de su hogar y del epicentro del caso le resultaba totalmente indiferente. No veía nada singular en haber cruzado medio mundo, tan sólo que había alguien a quien debía entrevistar y que tal vez le facilitara un nombre, y que aquello podía ser lo único que necesitaban ella y Walter Robinson.

A medida que el jet lag empezaba a hacer mella, preparó la lista de preguntas que iba a formular al anciano alemán. No entendía que de alguna manera estaba adentrándose en la historia de las mayores pesadillas vividas por la humanidad. Simon Winter sí lo habría entendido, al igual que el rabino y Frieda Kroner. Walter se había hecho una idea aproximada, pero cuando el avión inició la aproximación al aeropuerto de Berlín él se encontraba en una sala de autopsias de la Oficina del Forense del condado de Dade, observando cómo el médico documentaba cada uno de los numerosos cortes que presentaba el cadáver de Leroy Jefferson, pensando que ya no podía subestimar lo más mínimo al hombre que perseguía.

Cambió un poco de dinero en la terminal y tomó un taxi hasta el hotel Hilton. Pidió al recepcionista que la despertaran a las ocho de la mañana, una hora antes de la cita que había concertado con el enlace policial en Bonn.

Por un momento, antes de meterse en la cama, se asomó a la ventana de la habitación y vio una ciudad moderna extendida bajo un cielo nocturno. Y no se sintió tan lejos de casa.

Timothy Schultz, el enlace policial, la estaba aguardando en el vestíbulo del hotel. Era un hombre corpulento, de cincuenta y tantos, con el pelo cortado al estilo militar y un agradable acento sureño. Nada más verla salir del ascensor, se levantó de un abultado sillón y fue hacia ella con la mano tendida.