Cubrió el auricular con la mano, sonrió a Espy Martínez y susurró:
– Es el jodido Herald, que ha localizado a un testigo del Gran Jurado en la pelea del caso Abella.
Espy asintió. Enrique Abella era un motorista borracho que había provocado una persecución a toda velocidad en la que se vieron implicados media docena de policías. Cuando finalmente lograron acorralarle, le redujeron de forma brutal y abusiva, y, posteriormente, éste llegó a los calabozos del condado con tres costillas fracturadas, múltiples contusiones, una mandíbula rota y seis dientes menos, una conmoción de segundo grado y un ojo probablemente irrecuperable.
Él se giró rápidamente en su asiento.
– No, joder, escucha. Mantenlo hasta que se hayan presentado los cargos, te prometo que van a estar sellados. Te garantizo que tú, y sólo tú, sabrás cuándo vamos a entregar a estos bastardos para que les tomen las huellas y las fotos. Serás el único que podrá entrar una cámara allí, ¿de acuerdo? Éste es el trato.
Hizo una pausa y escuchó, antes de espetar:
– ¡No, joder, no vas a hablar con ningún maldito redactor! ¡Hace diez años que nos conocemos! Y después de tanto tiempo no puedes hacer un trato para conseguir dos jodidas exclusivas sólo si mantienes…
Abe Lasser empezó a asentir con la cabeza. Sonreía. Su voz se suavizó al instante.
Por supuesto que confío en ti. Y tú confías en mí. Ambos confiamos el uno en el otro; y tú consigues algo y yo también consigo algo y todos contentos, ¿de acuerdo?
De pronto, se inclinó hacia delante y habló sosegadamente pero con tono frío y amenazador.
– Jódeme en este tema y no verás ninguna otra historia salida de esta oficina en los próximos cien años. Y tampoco la verá el nuevo gilipollas que te reemplace en el Herald. Ni quien le reemplace a él. Y tú acabarás en Opa-Locka cubriendo las reuniones de la junta de compensación urbanística.
Hubo una pausa y luego Lasser se inclinó bruscamente y estalló en risas.
– Está bien, qué diablos, probablemente tengas razón. De acuerdo.
Volvió a tapar el auricular y dijo:
– Este hijo de puta dice que tendré suerte si acabo ocupándome de casos de peatones imprudentes y de gente que tira basura en las carreteras de las pocas zonas rurales que quedan.
Volvió al teléfono.
– ¿Así que cerramos el trato? De acuerdo. ¿Te parece que almorcemos juntos algún día? ¿Invito yo? Diablos, tendrías que invitar tú. Llama a mi secretaria.
Y por fin colgó.
– ¿Puede hacer eso? -preguntó Espy-. Me refiero a prometerle que será el único periodista que estará presente cuando los polis sean…
– Por supuesto que no -repuso Lasser.
Sonrió y cambió unos papeles de sitio en su mesa. Por un momento, se dio la vuelta como si se alejase de ella, y miró por la ventana con vistas a la parte menos favorecida del centro urbano de Miami y se extendía más allá de la impasible y achaparrada cárcel del condado.
– Dígame, Espy, ¿sabe dónde vivo?
La pregunta la pilló por sorpresa.
– No, señor. No creo que yo…
– Tenemos una casa realmente bonita que da al campo de golf de La Gorce Country Club, justo en el centro de Miami Beach. Es antigua, construida en los años veinte. Ya sabe el tipo de casa que quiero decir: techos altos, suelos de baldosas cubanas, ventanas art déco. Mi esposa se pasa la mayor parte del tiempo reparándola porque cada semana se rompe algo. Las cañerías, las goteras, el aire acondicionado. El aparato se estropeó ayer por la mañana. ¿Sabe el jodido calor que hizo ayer noche?
– Sí. Pero…
– Y yo estoy sentado aquí, Espy, preocupado principalmente por cómo voy a trincar a estos cuatro polis y pensando en lo afortunado que soy de que este puñetero Enrique Abella no sea negro, así no tendremos disturbios raciales, pero también pensando que, por el hecho de ser cubano, esos bastardos van a buscarnos las cosquillas políticas del caso; y que en casa estamos a mil grados y que me va a costar tres de los grandes arreglar el condenado aire acondicionado; y que hay gotas de sudor, que caen de mi frente, en la sección de deportes que estoy intentando leer, y entonces adivine quién me llama por teléfono.
Espy Martínez no contestó. Pensó que no sería apropiado interrumpir el soliloquio de su jefe con una mera conjetura.
Él se inclinó hacia delante, sonriendo sin gracia alguna.
– Me ha llamado mi maldito rabino.
– ¿Perdón?
– Mi rabino. El rabino Lev Samuelson, del templo Beth-El. Sólo hablo con él una vez al año, cuando recauda dinero vendiendo bonos del Estado de Israel. Pero ayer noche no llamó para colocarme bonos. ¿Sabe qué quería saber?
– ¿Cuándo vamos a arrestar al asesino de Sophie Millstein?
– Exactamente. Al parecer, un amigo del rabino, de un templo de South Beach, le llamó porque de alguna manera averiguó que el rabino Samuelson me conoce, y ¡adivine qué! -Abe Lasser dio un fuerte palmetazo sobre la mesa-. ¡No pude decírselo! Así que explíquese: ¿cuándo vamos a proceder a un arresto? ¿Quién está a cargo de este caso?
– Walter Robinson.
Lasser sonrió.
– Bien. Al menos ese tipo tiene alguna idea de lo que se hace y no es un gilipollas integral. ¿Y qué dice al respecto?
– Está trabajando en ello.
Lasser sacudió la cabeza.
– Tendrá que hacerlo un poco mejor.
– Los informes forenses y de la autopsia sugieren que…
– Me da igual lo que sugieran. Usted lo único que tiene que hacer es encontrarme al asesino. Después yo podré ir a mi rabino y decirle que la fiscalía del condado de Dade sigue el mismo principio establecido en el Éxodo 21:12. ¿Conoce ese pasaje, Espy?
– No, señor.
– Pues búsquelo. -Se puso de pie e hizo un gesto hacia la puerta-. Es su primer caso real, ¿no?
– Bueno, en realidad me ocupé de la acusación de Williams, señor, los robos con allanamiento de morada. Salió en los periódicos…
– Lo sé. Por esa razón fue asignada a mi departamento.
Salió de detrás de su mesa y se dirigió hacia la pared donde colgaban las siete fotografías de archivo de los reclusos.
– Antes usted observaba estas fotografías. ¿Sabe quiénes son?
– No, señor.
– A estos siete hombres les llevé personalmente al corredor de la muerte. Ahora tendría que quitar la de éste porque fue ejecutado el año pasado. Este caballero llamado Blair Sullivan mató a tanta gente que he perdido la cuenta. Dos mil doscientos voltios cortesía del estado de Florida y adiós muy buenas. Fue a reunirse con su Creador maldiciendo y sin arrepentirse, una manera nada recomendable de acercarse a Él. De todos modos, le mantendré aquí con sus colegas por razones sentimentales.
Espy Martínez no pudo imaginar cuáles podrían ser aquellas razones, pero de lo que sí estuvo segura fue de que no eran precisamente sentimentales.
– Usted encuentre al asesino de Sophie Millstein y luego podrá colgar una foto de archivo policial en la pared de su oficina y yo llamaré a mi rabino y todo el mundo tan contento, excepto el asesino, por supuesto. Y Sophie Millstein.
Miró fijamente a Espy Martínez.
– Éxodo, 21:12. A finales de semana quiero otro informe. Y asegúrese de que haya progresos, ¿de acuerdo? Péguese a Walter Robinson y hágalo hoy mismo. Y por Dios bendito, que no le escuche quejarse sobre los otros jodidos casos que tiene. Dígale que a partir de ahora será su único caso. El caso de mi rabino.
Y con un movimiento cortante del brazo, el jefe de la fiscalía la despidió y regresó al papeleo que tenía sobre la mesa.
Espy Martínez salió rápidamente del despacho y cerró la puerta tras ella. Se dirigió hacia la secretaria de Abe Lasser.
– ¿No tendrá por casualidad una Biblia? -preguntó.
La mujer asintió, alargó la mano hacia un cajón y sacó una con tapas de piel y se la entregó a Espy Martínez.
– Página setenta -dijo la secretaria, regresando a su trabajo.
Espy ojeó las delgadas y arrugadas páginas rápidamente. No le costó encontrar el pasaje: estaba marcado con un rotulador fluorescente amarillo: