– De acuerdo, veamos. Ah, sí, hay un corte post mórtem en el cuello de la víctima.
– ¿Y bien?
– Hace un par de semanas hubo una serie de robos con allanamiento por todo el vecindario de la anciana. Los robos se envían a delitos menores y tal vez en los expedientes de los casos pueda encontrar alguna relación con el agresor.
– Tiene sentido. ¿Qué más?
– ¿Qué más?
Espy echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que su jefe la estaría buscando.
– Detective…
– Puede llamarme Walter. La mayoría de sus colegas lo hace.
– Tengo que hablar con Lasser.
– ¿Usted quiere saber si soy optimista? Pues bien, en este tipo de casos, señorita Martínez, estadísticamente, bueno, a nivel nacional resolvemos tal vez uno de cada tres. Localmente, un poco menos. Pero lo estoy intentando. Lasser conoce las estadísticas, no deje que se meta con usted.
– De acuerdo, Walter. Lo intentaré… -se echó a reír- pero es que la sangre que gotea de sus colmillos me desconcentra. Así que, por favor, dígame algo que pueda ayudar a encerrar en el corredor de la muerte al tipo que mató a Sophie Millstein.
– Quiere saber cómo vamos a condenar a su asesino, ¿no?
– Sí. -La joven no pudo ocultar el nerviosismo que impregnaba su voz.
– Bien, la mala noticia es que no hay rastro de pistola. Esto pone las cosas más difíciles. Las armas son fantásticas. Hacen ruido, producen un estropicio, son fáciles de rastrear en un laboratorio y la gente, por lo general, no es suficientemente inteligente para librarse de ellas cuando les descubrimos. Tampoco hay cuchillo. ¿Sabía usted que el estrangulamiento es una forma muy inteligente de asesinar a alguien? Generalmente, deja muy poco tejido que pueda relacionar al asesino y la víctima. Pero, en el lado positivo, los forenses encontraron dos huellas en su tocador y una tercera en el joyero hallado en el fondo del callejón. También consiguieron extraer una huella parcial de un pulgar, sólo un pequeño fragmento, del cuello de la víctima, no sabría decirle aún si va a sernos útil. Esto es muy raro, señorita Martínez, pero si podemos cotejarla, pues bien, entonces incluso el fiscal más incompetente podrá trincar a ese hijo de perra.
– Yo no soy una incompetente, detective.
– No pretendía decir eso…
Se produjo un silencio momentáneo. Robinson pensó que le habría costado decirle algo más estúpido a Espy Martínez.
– Está bien, detective. Así que ahora ya sé cómo conseguir una condena. Fantástico. Sólo hay un problema: ¿Qué va a hacer usted para atrapar al asesino?
– Bueno, primero cotejaremos las mejores huellas que tenemos con alguna de las obtenidas en los robos con allanamiento en la zona durante los últimos meses, a ver si podemos encontrar la muestra de aquel bastardo. Luego trabajaré las casas de empeños y peristas, por si encuentro algunas de las joyas robadas. El hijo de Sophie me dio una descripción bastante buena de varias. Ya he enviado un parte con los detalles a algunos lugares pertinentes. Intensificaremos la búsqueda de aquel collar con la inicial de Sophie.
Espy iba a hacerle notar que referirse a la víctima por su nombre de pila sonaba bastante impío, pero se contuvo.
– ¿Y luego qué?
– Rogar que tengamos suerte. Introduciremos la huella en el Gotcha Computer del condado pero no sé si…
– ¿El qué?
– El Gotcha Computer. Ese ordenador tan moderno que compraron el año pasado con dinero federal. Se supone que es capaz de cotejar las huellas de la escena de un crimen con las huellas almacenadas en la memoria del ordenador.
– ¿Funcionará?
– Ya lo ha hecho otras veces. Pero sólo si nuestro chico malo ha sido arrestado y le tomaron las huellas el año pasado más o menos. Ya veremos.
Espy se levantó y se quedó junto a su mesa.
– ¿Hay algo más que quiera contarme antes de que hable con Lasser?
– Acerca de qué caso; tengo otros seis abiertos.
– Pues éste se queda en el podio de la clasificación -respondió antes de colgar.
Walter Robinson permaneció con el auricular pegado a la oreja escuchando el monótono tono. Se preguntó cómo sería Espy Martínez cuando no estaba asustada, y luego pensó que tal vez sería mejor preguntarse si es que alguna vez no lo estaba.
Abraham Lasser era un hombre robusto. Lucía un mostacho que caía a ambos lados de su boca y una melena despeinada de pelo negro con vetas grises que parecía explotar de su cuero cabelludo de forma incontrolada. Esto contrastaba con su predilección por vestir elegantes trajes italianos cruzados y zapatos con brillo de espejo. Acechando por el laberinto de oficinas de la sexta planta del Palacio de Justicia metropolitano, parecía una especie de pesadilla de un diseñador de moda. Cuando hacía su aparición en alguna sala del cuarto piso, mostraba su lado gruñón y sarcástico, rutinariamente impostado y rutinariamente temido por los abogados defensores. Era un hombre que concedía un gran valor a la intimidación, tanto de sus oponentes como de la gente que trabajaba para él.
Espy Martínez había sido asignada a su departamento de Delitos Mayores hacía ocho semanas. Durante aquel tiempo sólo se había reunido con él media docena de veces, más o menos, y en todas simplemente para obtener autorización para llegar a un acuerdo con la defensa. Éste era el procedimiento habitual en la oficina, desde que un desafortunado ayudante había negociado con la defensa sin autorización en un caso poco sólido de esposa contra marido maltratador, y el acusado había salido directamente de la sala en busca de un fusil automático que llevaba en su coche. Se disparó a bocajarro después de abatir a tiros a su ex mujer y a sus dos hermanas, delante del Palacio de Justicia. Las bromas que corrían por la oficina sugerían que habría sido mejor para el ayudante que había aceptado negociar si le hubiesen matado también, puesto que la muerte era mejor opción que enfrentarse a la furia volcánica de Abe Lasser.
Cuando la joven llegó ante su oficina, inspiró hondo, llamó a la puerta y entró.
La secretaria de Lasser alzó la vista y le sonrió.
– Pase, la está esperando -le indicó, y consultó su reloj de pulsera de forma significativa.
– Tenía que hablar con un detective de Homicidios -se justificó Espy Martínez.
– Entre de una vez, querida -la urgió la secretaria.
La joven lo hizo. Lasser estaba tras su mesa, al teléfono. Le hizo un gesto con la mano para que se sentase y siguió hablando. Ella dejó que sus ojos se paseasen por la habitación. Había varios diplomas enmarcados y membresías de varios Colegios de Abogados. También había las consabidas fotografías de Lasser con diversos políticos locales y estatales, incluida una instantánea ampliada a todo color del jefe de la fiscalía y el gobernador, bronceados, sonrientes, en camiseta y pantalón corto, de pie al borde de un embarcadero, ambos sosteniendo un gran pescado.
Separadas a poca distancia de estas fotografías, había siete fotografías más, cada una cuidadosamente emparejada y enmarcada en acero negro brillante. En ellas no había políticos, sino que eran fotografías de fichas policiales de rostros de frente, de perfil izquierdo y derecho, tomadas en la cárcel del condado. Espy observó aquellos rostros, que parecían mirarla hoscamente. Cuatro eran hombres de raza negra, dos aparentemente hispanos, uno con un tatuaje de una lágrima bajo un ojo y el otro con una cicatriz que recorría su ceja. Sólo había un hombre blanco, cuya mirada denotaba una inquietante y malévola indiferencia. Miró aquel rostro y luego a uno de los hombres negros. Tenía una apariencia adormilada, casi despreocupada, con los ojos entrecerrados, como si el hecho de ser fotografiado en prisión fuese una rutina diaria para él.
Abe Lasser de pronto empezó a hablar a gritos:
– ¡Maldita sea! Mira, si publicas esto antes de que entre en el tribunal, esos bastardos se escaparán. ¡Se escaparán! ¿Entiendes? Quieres cargar eso en tu conciencia?