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El asesino estaba en el hospital. Sospechaba que incluso lo había mirado directamente a los ojos en algún momento sin reconocerlo. Esa idea le daba escalofríos, pero también parecía avivar la furia que crecía en su interior.

Se miró los cabellos negros que sujetaba como delicadas telarañas entre los dedos. Le pareció que el sacrificio valía la pena.

Se volvió y regresó a la habitación. Lo primero que hizo fue sacar una maleta negra de debajo de la cama. Marcó la combinación del cerrojo para abrirla. Dentro había un bolsillo cerrado con cremallera, que abrió para extraer una funda de cuero marrón oscuro que contenía un revólver corto del calibre 38. Sopesó el arma en la mano un momento. Lo había disparado menos de media docena de veces en los años que hacía que la tenía, y le resultaba extraña pero incisiva. Luego, con decisión, recogió el resto de los objetos esparcidos en la cama: un cepillo, unas tijeras, una caja de tinte para el pelo.

Se dijo que el cabello volvería a crecerle. Y que pronto tendría de nuevo la brillante cabellera negra que había lucido toda su vida.

Cortarse el pelo no era irreversible en absoluto, pero no hacer lo suficiente para encontrar al ángel podría serlo. Se llevó todos los objetos al cuarto de baño y los dispuso delante en el estante del espejo. Cogió las tijeras y, casi esperando ver sangre, empezó a cortarse el pelo.

Uno de los trucos que Francis había aprendido a lo largo de los años desde el primer día de su niñez en que había oído voces era cómo discernir la que tenía más sentido entre aquella cacofonía. Su locura se caracterizaba por su capacidad de revisar todo lo que le sugería en su interior y avanzar lo mejor que podía. No era del todo lógico, pero resultaba práctico.

Se dijo que la situación en el hospital no era demasiado diferente. Un detective reúne muchas pistas y pruebas dispares en un todo consistente. Todo lo que necesitaba saber para pintar el retrato del ángel ya había ocurrido, pero, de algún modo, en el mundo oscilante y errático del hospital psiquiátrico, el contexto había quedado oculto.

Francis miró a Peter, que se estaba mojando la cara en un lavabo. Se dijo que jamás vería lo que él podía ver. Hubo un coro de asentimiento en su interior.

Su amigo se incorporó, se miró en el espejo y sacudió la cabeza como si le disgustara lo que veía. Al mismo tiempo vio a Francis detrás de él y le sonrió.

– Buenos días, Pajarillo. Hemos sobrevivido otra noche, lo que. bien mirado, no es moco de pavo y constituye un logro que tendremos

que celebrar con un desayuno nada sabroso. ¿Qué crees que nos deparará este espléndido día?

Francis sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía.

– ¿Quizá ciertos progresos?

– Quizá.

– ¿Quizás algo bueno?

– Lo dudo.

– Francis, tío, no hay ninguna pastilla ni ninguna inyección que puedan darte aquí que reduzca o suprima el cinismo -bromeó Peter.

– Tampoco ninguna que te dé optimismo -asintió Francis.

– Tienes razón -admitió Peter. Su sonrisa se había desvanecido-. Hoy haremos progresos, te lo prometo. -Sonrió de nuevo, y añadió-: Progresos.

– ¿Cómo puedes prometer eso?

– Porque Lucy cree que hay otro enfoque que podría funcionar.

– ¿Otro enfoque?

Peter echó un vistazo alrededor antes de susurrar:

– Si no puedes llegar al hombre que buscas, tal vez puedas lograr que el hombre llegue a ti.

Francis retrocedió un paso, como golpeado por las voces interiores que le advertían a gritos del peligro.

Peter no reparó en ello mientras el joven asimilaba lo que acababa de decirle.

– Venga -añadió de buen humor y le dio unas palmaditas en la espalda-. Vamos a comer creps pasados y huevos medio crudos, y veamos qué pasa. Imagino que hoy será un gran día, Pajarillo. Mantén los oídos y los ojos abiertos.

Salieron del lavabo hacia el dormitorio, donde los hombres empezaban a dar trompicones y a arrastrar los pies para dirigirse al pasillo. El inicio de la rutina diaria. Francis no estaba seguro de lo que tenía que observar, pero en ese momento un grito agudo y desesperado resonó con furia en el pasillo, haciendo estremecer a todos quienes lo oyeron.

Era fácil recordar ese grito.

Había pensado en él muchas veces, durante muchos años. Hay gritos de miedo, gritos de espanto, gritos que revelan ansiedad, tensión o, incluso, desesperación. Este parecía mezclar todas esas cualidades para sonar tan desesperado y aterrador que desafiaba la razón, amplificado por todos los terrores del hospital psiquiátrico juntos. El grito de una madre al ver que su hijo corre peligro. El grito de un soldado cuando ve su herida y sabe que es mortal. Algo ancestral y animal que sólo surge en los momentos más excepcionales y temibles. Era como si algo fijado en el centro de las cosas hubiera desaparecido de repente, con brusquedad, y eso fuera insoportable.

Nunca supe quién profirió ese grito, pero pasó a formar parte de todos quienes lo oímos. Y permaneció en nosotros por mucho tiempo.

Salí al pasillo detrás de Peter, que avanzaba deprisa hacia el sonido. Sólo era consciente en parte de los demás, que se apartaban a un lado y se acurrucaban contra la pared. Napoleón se situaba en un rincón y Noticiero, de repente nada curioso, se agachó como para esquivar el vibrante sonido. Los pasos de Peter, que se dirigió veloz hacia el origen del grito, resonaban en el pasillo. Pude vislumbrar un instante su rostro, que estaba tenso con una dureza repentina que no era habitual en el hospital. Era como si el grito hubiera desencadenado en él una preocupación inmensa y tratara de superar todos los temores que la acompañaban.

El grito había procedido del otro lado del pasillo, más allá de la puerta del dormitorio de las mujeres. Pero hoy el recuerdo del grito había sido tan real en mi mente como aquella mañana en el edificio Amherst. Se enroscó alrededor de mí, como el humo de un incendio, y tomé el lápiz y escribí con furia en la pared, temiendo a cada segundo que la risa burlona del ángel lo suplantara en mi recuerdo. Tenía que escribirlo antes de que eso sucediera. Recordé a Peter corriendo a toda velocidad, como si quisiera ir más deprisa que el eco.

Peter corrió pasillo abajo, porque sabía que sólo una cosa en el mundo podía generar esa clase de desesperación, incluso en un demente: la muerte. Esquivó a los demás pacientes, que habían retrocedido horrorizados, llenos de ansiedad y miedo, intentando escapar de aquel sonido. Incluso los catos y los retrasados mentales, que tan a menudo parecían ajenos al mundo que los rodeaba, se apretujaban contra las paredes para protegerse. Un hombre se balanceaba de cuclillas

mientras se tapaba los oídos con las manos. Peter oía el repiqueteo de sus propios pasos y comprendió que en su interior había algo que siempre lo atraía hacia la muerte.

Francis iba detrás de él, combatiendo el impulso de huir en dirección contraria, arrastrado por la carrera de Peter. Negro Grande gritaba órdenes mientras ambos hermanos corrían por el pasillo: «¡Paso! ¡Paso! ¡Dejadnos pasar!» Una enfermera con uniforme blanco salió del puesto de enfermería. Se trataba de la enfermera Richard, a la que llamaban Bonita, pero su apodo quedaba desmerecido por su expresión de angustia y su mirada de terror.

En la entrada del dormitorio de mujeres, una paciente despeinada con el cabello gris se balanceaba atrás y adelante lamentándose. Otra giraba describiendo círculos. Una tercera, con la frente apoyada en la pared, farfullaba algo en lo que Francis creyó un idioma extranjero, pero que también podían ser incongruencias; imposible saberlo. Dos más gemían, sollozaban y se habían tumbando en el suelo, donde se retorcían y aullaban como poseídas por el diablo. No sabía si quien había gritado era alguna de esas mujeres. Podría haber sido cualquiera de ellas, u otra a la que no había visto. La desesperación seguía suspendida en el aire, como el canto implacable de una sirena que los atraía inexorablemente. Sus voces interiores le gritaban advertencias para que se detuviera, que retrocediera, que se alejara del peligro. Le costó un gran esfuerzo ignorarlas y seguir los pasos de Peter, como si la razón y el entendimiento de su amigo pudieran guiarlo también a él.