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A todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo llegaban gritos y aullidos como de cien gatos enloquecidos. El sudor me resbalaba entre los ojos, me cegaba y escocía. Me faltaba el aliento y resollaba como un enfermo, con las manos temblorosas. No me fiaba de que mi voz lograra emitir algún sonido que no fuera un gemido grave e indefenso.

El ángel, cerca de mí, escupía de rabia.

No tenía que decir por qué, porque cada palabra que yo había escrito lo explicaba.

Me retorcí en el suelo como si una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo. Jamás me aplicaron electroshock en el Western. Puede que fuera la única crueldad enmascarada de cura que no tuve que soportar. Pero sospecho que el dolor que sentía ahora no era muy distinto.

Podía ver.

Eso era lo que me dolía.

Cuando en el pasillo del hospital dije aquellas palabras a Peter y Lucy, fue como si abriera una puerta en MÍ interior que no había querido abrir nunca. Una puerta cerrada a cal y canto. Cuando estás loco no eres capaz de nada. Pero también eres capaz de todo. Estar atrapado entre los dos extremos es una agonía.

Toda mi vida, lo único que quise fue ser normal. Aun atormentado como Peter y Lucy, pero normal. Capaz de manejarme modestamente en el mundo exterior, de disfrutar de las cosas sencillas. Una mañana estupenda. El saludo de un amigo. Una comida apetitosa. Una conversación distendida. Una sensación de pertenencia. Pero no podía, porque, como supe en ese momento, estaba destinado a estar siempre más cerca del hombre al que detestaba y queme asustaba. El ángel disfrutaba con todos los pensamientos asesinos que acechaban en mi interior y se deleitaba con ellos. Era un reflejo distorsionado de mí mismo. Yo tenía la misma rabia, el mismo deseo, la misma maldad. Pero yo los había escondido, los había relegado y lanzado al agujero más profundo que pude encontrar en mi interior para cubrirlos con todos mis pensamientos locos, como si fueran piedras y tierra, de modo que quedaron enterrados para siempre.

En el hospital, el ángel cometió un único error.

Debería haberme matado cuando pudo.

– De modo que ahora estoy aquí para rectificar ese error de cálculo -me susurró al oído.

– No tenemos tiempo -dijo Lucy. Examinaba los expedientes que tenía esparcidos por la mesa de su despacho provisional, donde se centraba su investigación provisional.

Peter se paseaba intentando ordenar toda clase de ideas contradictorias. Cuando la fiscal habló, la miró con la cabeza ladeada.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Tendré que marcharme. Puede que en los próximos días. He hablado con mi jefe y cree que sólo estoy perdiendo el tiempo. Mi idea nunca le gustó, pero como insistí, cedió. Eso está a punto de acabarse…

– Yo tampoco estaré aquí mucho más -repuso Peter-. Por lo menos, no lo creo así. -No dio detalles, pero añadió-: Pero Francis se quedará aquí.

– No sólo Francis -le recordó Lucy.

– Exacto. No sólo Francis. -Peter vaciló-. ¿Crees que tiene razón? Sobre el ángel, quiero decir. Sobre eso de que es alguien al que no investigaríamos…

Lucy inspiró hondo. Se apretaba las manos y se las soltaba casi al ritmo de su respiración, como alguien a punto de explotar que intenta controlar sus emociones. Ésa era una actitud extraña en el hospital, donde la gente daba rienda suelta a sus emociones de una forma casi constante. La contención, más allá de la que provocaban los medicamentos antipsicóticos, era casi imposible. Pero Lucy parecía ocultar algo en sus ojos, y cuando los dirigió hacia Peter, éste pudo detectar una gran inquietud.

– No lo soporto -musitó.

Peter no respondió, porque sabía que se explicaría en unos instantes.

Lucy se dejó caer en la silla y, con la misma rapidez, volvió a levantarse. Se inclinó para sujetar con las manos los bordes del escritorio como si eso le sirviera para soportar el azote de los vientos de su agitación. Cuando miró a Peter, éste no estuvo seguro de si sus ojos reflejaban una dureza asesina u otra cosa.

– La idea de dejar a un violador y un asesino aquí me resulta inaceptable. Aunque el ángel y el hombre que asesinó a las otras mujeres no sean la misma persona, dejarlo aquí impune me pone los pelos de punta.

De nuevo, Peter no dijo nada.

– No lo haré -soltó Lucy-. No puedo hacerlo.

– ¿Y si te obligan a irte? -preguntó Peter. Podría haberse hecho esa pregunta a sí mismo.

– No les resultará fácil -replicó ella a la vez que lo miraba con dureza.

Se produjo un silencio y, de repente, Lucy bajó los ojos hacia el montón de expedientes en la mesa. Con un movimiento brusco, deslizó el brazo por el tablero y lanzó las carpetas al suelo.

– ¡Maldita sea! -exclamó.

Peter siguió callado y Lucy soltó un buen puntapié a una papelera de metal, que rodó con estrépito.

– No lo haré -repitió-. Dime, ¿qué es peor? ¿Ser un asesino o dejar que un asesino vuelva a matar?

Esa pregunta tenía respuesta, pero Peter no estaba seguro de querer decirla.

Lucy inspiró hondo varias veces antes de fijar los ojos en los de Peter.

– Tú lo entiendes -susurró-. Si me voy con las manos vacías, alguien más morirá. No sé cuánto tiempo pasará, pero llegará el día, al cabo de un mes, seis meses o un año, en que estaré frente a otro cadáver y observaré una mano derecha a la que le faltan cinco falanges. Y aunque atrape al hombre y lo vea sentado en el banquillo de los acusados y me levante para leer las acusaciones ante un juez y un jurado, seguiré sabiendo que alguien murió por mi fracaso aquí y ahora.

Peter se dejó caer por fin en una silla y agachó la cabeza para restregarse la cara con las manos, como si se la estuviera lavando. Cuando miró a Lucy, no comentó lo que ella decía, aunque a su modo lo hizo.

– ¿Sabes qué, Lucy? -preguntó en voz baja-. Antes de convertirme en investigador de incendios provocados, pasé cierto tiempo como bombero. Me gustaba. Combatir un fuego no es algo equívoco. Apagas el incendio o éste destruye algo. Sencillo, ¿no? A veces, en un caso difícil, notas el calor en el rostro y oyes el sonido que el fuego produce cuando está realmente fuera de control. Es un sonido terrible, embravecido. Salido del infierno. Y existe un instante en que todo el cuerpo te suplica que no entres, pero lo haces de todos modos. Sigues adelante, porque el fuego es malo y porque los demás miembros de tu dotación ya están dentro, y sabes que tienes que hacerlo. Es la decisión que más cuesta tomar.

Lucy pareció reflexionar sobre eso.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Tendremos que correr algunos riesgos -dijo Peter.

– ¿Riesgos?

– Sí.

– ¿Qué opinas de lo que dijo Francis? -quiso saber Lucy-. ¿Crees que aquí todo está al revés? Si efectuara esta investigación fuera de aquí y un detective se fijara en el sospechoso menos probable, no en el más probable, relevaría a ese hombre del caso, claro. No tendría ningún sentido, y se supone que las investigaciones deben tenerlo.

– Aquí nada tiene sentido -comentó Peter.

– Así pues, Francis tal vez tenga razón. La ha tenido en muchas cosas.

– ¿Qué hacemos, entonces? ¿Repasar todos los expedientes en busca de…? ¿En busca de qué?

– ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Peter dudó otra vez. Pensó en lo que había pasado y se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo a la vez que sacudía la cabeza-. Soy reacio…

– ¿Reacio a qué?

– Bueno, cuando alteramos el dormitorio de Williams, ¿qué ocurrió?

– Un hombre murió asesinado. Sólo que ellos no lo creen así…

– No, aparte de eso, ¿qué ocurrió? El ángel apareció, quizá para matar a Bailarín. No lo sabemos con certeza. Pero sí sabemos que se presentó en el dormitorio para amenazar a Francis.

– Ya veo por dónde vas -dijo Lucy tras inspirar hondo.