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– ¿Los echas de menos? -preguntó Peter tras pensar un momento.

– ¿El qué?

– Los delirios. Cuando no los tienes. ¿Te hacen sentir especial cuando los tienes y corriente cuando desaparecen?

– Sí -sonrió Napoleón-. A veces. Pero a veces también duelen, y no sólo porque puedes ver lo terribles que son para quienes te rodean. La obsesión se vuelve tan grande que te abruma. Es como una goma elástica cada vez más tensa en tu interior. Sabes que al final se tiene que romper pero, cuando crees que lo hará y que todo tu interior se soltará, se estira un poco más. Deberías preguntarle a Pajarillo, creo que él lo entiende mejor.

– Lo haré.

En ese momento Peter vio que Francis avanzaba con cautela por el comedor para reunirse con ellos. Se movía de una forma muy parecida a la que él recordaba de sus días de patrulla en Vietnam, receloso del suelo que pisaba por si había bombas trampa. Francis daba bordadas entre las discusiones y los enfados que habían estallado a la derecha, y la rabia y la alucinación de la izquierda, esquivando los escollos de la senilidad o del retraso mental. Cuando llegó a la mesa, se dejó caer en una silla con un suave suspiro de satisfacción. Peter pensó que el comedor era una peligrosa travesía plagada de problemas.

Francis ojeó el revoltijo que se solidificaba con rapidez en su plato.

– No quieren que nos engordemos -bromeó.

– Alguien me comentó que rocían la comida con Thorazme -susurró Napoleón con aire de complicidad-. Así saben que nos pueden tener tranquilos y bajo control.

Francis miró a las dos mujeres que seguían gritándose por la gelatina.

– Pues no parece ir demasiado bien -comentó.

– Pajarillo -preguntó Peter, y señaló de modo discreto a las dos mujeres-, ¿por qué crees que están discutiendo?

Francis dudó y enderezó los hombros antes de contestar.

– ¿Por la gelatina?

Peter sonrió pero negó con la cabeza.

– No, eso ya lo veo -dijo-. Pero ¿crees que vale la pena pegarse por un bol de gelatina de limón? ¿Por qué gelatina? ¿Por qué ahora?

Francis lo comprendió. Peter tenía una forma de incluir preguntas importantes en otras insignificantes, una cualidad que Francis admiraba porque mostraba la capacidad de pensar más allá de las paredes de Amherst.

– Es por tener algo, Peter -respondió despacio-. Es por poseer algo tangible en este sitio en que no tenemos casi nada. No es por la gelatina. Es por poseerla. No vale la pena pegarse por un bol de gelatina, pero sí por algo que te recuerda quién eres y lo que podrías ser, y el mundo que nos espera si podemos reunir suficientes cosas pequeñas que vuelvan a convertirnos en seres humanos.

Peter reflexionó sobre la respuesta de Francis, y los tres hombres vieron cómo las dos mujeres rompían a llorar.

Los ojos de Peter se fijaron en ellas, y Francis pensó que cada incidente como ése debía herirlo profundamente, porque ese sitio no era para él. Francis miró de reojo a Napoleón, que se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la comida. Ese era su sitio, y también el suyo propio. Era donde todos debían estar, pero Peter no. Debía de asustarlo, pues cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más cerca estaría de convertirse en uno de ellos. Francis oyó un murmullo de voces que asentían en su interior.

Gulptilil examinó con recelo la lista de nombres que Lucy puso encima de su mesa.

– Parece un número importante de pacientes, señorita Jones. ¿Podría preguntarle cuáles han sido sus criterios de selección? -dijo en un tono frío y nada afable que, dada su voz cantarina, sonaba un poco ridículo.

– Por supuesto. Como no encontré un factor psicológico determinante, como una enfermedad definida, tomé en consideración incidentes violentos contra mujeres. Estos setenta y cinco hombres han cometido diversas agresiones. Unos más que otros, claro, pero todos tienen un factor en común. -Lucy hablaba con la misma pomposidad que el director médico, una dote interpretativa que había afinado en la oficina del fiscal y que a menudo le servía en situaciones oficiales. Hay muy pocos burócratas a los que no intimide alguien capaz de hablar su propio idioma.

Gulptilil se volvió a fijar en la lista y examinó los nombres mientras Lucy se preguntaba si el médico podría asignar una cara y un expediente a cada uno de ellos. Actuaba como si fuera así, pero la fiscal dudaba de que le interesaran demasiado las intimidades de los pacientes. Pasado un instante, suspiró.

– Su afirmación puede aplicarse igualmente al detenido por el asesinato, claro -manifestó-. Aun así, señorita Jones, accederé a lo que pide. Pero debo indicarle que me parece una pérdida de tiempo.

– Es una forma de arrancar, doctor.

– Es también una forma de parar -replicó él-. Lo que, me temo, es lo que pasará en sus interrogatorios cuando quiera obtener información de estos hombres. Imagino que le resultarán frustrantes. -Sonrió, no de forma demasiado simpática, y añadió-: Bueno, supongo que tendrá que averiguarlo por sí misma. Supongo que querrá efectuar estos interrogatorios de inmediato. Hablaré con el señor Evans, y quizá con los hermanos Moses, que pueden empezar a llevar a los pacientes a su despacho. De este modo, por lo menos, podrá empezar a trabajar y comprender los obstáculos a que va a enfrentarse.

Lucy sabía que Gulptilil hablaba sobre los caprichos de la enfermedad mental, pero lo que dijo podía interpretarse de distintas formas. Le sonrió y asintió para mostrarle su conformidad.

Cuando volvió a Amherst, los Moses la estaban esperando en el pasillo junto al puesto de enfermería de la planta baja. Peter y Francis estaban con ellos, apoyados contra la pared como un par de adolescentes aburridos que pasan el rato en una esquina a la espera de problemas, aunque el modo en que los ojos de Peter escrutaban el pasillo para observar todos los movimientos y valorar a todos los pacientes que pasaban por allí contradecía su aspecto lánguido. No divisó a Evans, lo que podía ser positivo si se tenía en cuenta lo que iba a pedirles. Pero ésa fue la primera pregunta que hizo a los dos auxiliares.

– ¿Dónde está Evans?

– En otro edificio -respondió Negro Grande-. En una reunión de personal de apoyo. Debería llegar en cualquier momento. El gran jefe llamó para decirnos que tenemos que empezar a llevar gente a su despacho. Tiene una lista.

– Exacto.

– Suponga que no tienen ganas de verla -comentó Negro Chico-. ¿Qué hacemos entonces?

– No les den esa opción. Pero si se ponen frenéticos, o empiezan a perder el control, puedo ir a verlos yo.

– ¿Y si aun así no quieren hablar?

– No planteemos los problemas antes de tenerlos, ¿vale?

Negro Grande entornó los ojos pero no dijo nada, para Francis era obvio que la función del auxiliar consistía precisamente en eso, en plantearse los problemas antes de que surgieran.

– Lo intentaremos -dijo su hermano tras soltar un suspiro-. No le prometo cómo van a reaccionar. Nunca he hecho nada así. Quizá no haya ningún problema.

– Si se niegan ya pensaremos otra cosa -dijo Lucy-. Tengo una idea. Me gustaría saber si pueden ayudarme y guardar el secreto.

Los dos hermanos se miraron un instante. Negro Chico habló por los dos.

– Me huelo que nos va a pedir un favor que podría meternos en un lío.

– No demasiado grande, espero -repuso Lucy sonriendo.

Negro Chico sonrió de oreja a oreja, como si le hiciera gracia la respuesta de Lucy.

– La persona que lo pide siempre piensa que no es gran cosa. Pero adelante, señorita Jones, no decimos ni que sí ni que no. La escuchamos.

– En lugar de ir los dos a buscar a cada paciente para traerlo aquí, quiero que vaya sólo uno.

– Por lo general, seguridad aconseja que haya dos hombres en cada desplazamiento como éste. Uno a cada lado del paciente. Son las normas.