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Lucy había esperado que el remitente de las falanges lo volvería a hacer con las correspondientes a la primera o la tercera víctima, pero no fue así.

Era, en su opinión, la peor forma de provocación: el mensaje no estaba en las palabras, ni siquiera en los apéndices mutilados, sino en una entrega cuyo rastro no podía seguirse.

También había la inquietante referencia a la bibliografía sobre Jack el Destripador, que había extirpado un trozo de riñón a una víctima, una prostituta llamada Catharine Eddowes, alias Kate Kelly, y lo había enviado a la Policía Metropolitana en 1888 con una burlona nota, rubricada. Que su presa conociera este caso tan famoso la ponía nerviosa. Era muy revelador, pero también la afectaba. No le gustaba estar buscando a alguien con nociones de la historia, porque eso implicaba cierta inteligencia. La mayoría de los criminales que había enviado a la cárcel destacaban por su estupidez absoluta. En la sección de delitos sexuales era un dato bastante conocido que las fuerzas que impulsaban a un hombre a ese acto concreto también harían que fuera descuidado y olvidadizo. Los que atacaban con determinada planificación y previsión eran más difíciles de descubrir.

De modo extraño, pensaba que estos homicidios eran imposibles de caracterizar. Francis había acertado cuando Peter le había pedido que los relacionara entre sí. Pero Lucy no podía evitar la sensación de que había algo más que el pelo y el físico de las víctimas y la singular crueldad del asesino.

Avanzaba por uno de los senderos entre los edificios hospitalarios pensando en el hombre que Peter y Francis llamaban el ángel. No se fijó en el buen día que hacía a su alrededor, en los rayos de sol que iluminaban los nuevos brotes de las ramas de los árboles y calentaban el mundo con el augurio de un tiempo mejor. Lucy Jones tenía la clase de mente a la que le gustaba clasificar y compartimentar, que disfrutaba de la búsqueda rigurosa del detalle, y en ese momento excluía la temperatura, el sol y los nuevos brotes, ocupada en el repaso mental de los obstáculos a que se enfrentaba. La lógica y una aplicación metódica de las normas, las regulaciones y las leyes la habían sostenido a lo largo de su vida adulta. Lo que Peter había sugerido la asustaba, aunque había tenido cuidado de no demostrarlo. En su interior, reconocía que tenía cierto sentido, porque no se le ocurría otro modo de proceder. Creía que era un plan que reflejaba la agudeza de Peter y que no seguía ningún método racional.

Pero Lucy, que se consideraba una jugadora de ajedrez, creía que era el mejor gambito inicial que podía imaginar. Se recordó que debía mantenerse fría, ya que imaginaba que así podría controlar la situación.

Mientras caminaba cabizbaja, sumida en sus pensamientos, le pareció oír de repente su nombre.

– Luuuuuuucccyyyy. -Fue un gemido largo que le llegó con la suave brisa primaveral y reverberó entre los árboles que salpicaban los terrenos del hospital.

Se detuvo en seco y se volvió. Nadie. Miró a derecha e izquierda, a la escucha, pero el sonido había desaparecido.

Pensó que se había confundido. El gemido podría haber correspondido a muchos otros sonidos. La tensión la había puesto nerviosa y había oído mal lo que era un grito de dolor o angustia, igual a los centenares que el viento transportaba por el hospital todos los días.

Y a continuación pensó que se estaba mintiendo a sí misma.

Había oído su nombre.

Alzó los ojos hacia las ventanas del edificio más cercano. Vio las caras de algunos pacientes ociosos que miraban en su dirección. Se giró despacio hacia otras unidades. Amherst quedaba lejos. Williams, Princeton y Yale estaban más cerca. Examinó los edificios de ladrillo en busca de algún indicio revelador. Pero todos permanecieron silenciosos, como si la observación de Lucy hubiera cerrado la llave de la ansiedad y la alucinación que tan a menudo definían los sonidos que se oían en ellos.

Se quedó inmóvil. Pasado un momento, oyó un torrente de obscenidades en un edificio. Lo siguieron voces enfadadas y chillidos. Eso era lo que esperaba oír y, con cada sonido, se dijo que antes había oído algo inexistente, lo que, según se percató con ironía, la equipararía con la mayoría de los pacientes del hospital. Así pues, reanudó su camino, dando la espalda a las ventanas y a todos los ojos que podían estar observándola o contemplando absortos el bonito cielo azul. Era imposible saber cuál de las dos cosas.

17

Peter el Bombero estaba en medio del comedor con una bandeja observando la actividad frenética que lo rodeaba. Las comidas en el hospital eran una serie interminable de pequeñas escaramuzas que reflejaban las terribles batallas interiores que cada paciente libraba. Ningún desayuno, almuerzo o cena terminaba sin que hubiera estallado algún incidente. La angustia se servía con tanta regularidad como los huevos revueltos poco hechos o la ensalada de atún insípida.

A su derecha vio a un anciano senil que sonreía grotescamente mientras la leche le resbalaba por el mentón y el pecho, a pesar de los esfuerzos de una enfermera en prácticas por impedir que se ahogara; a su izquierda, dos mujeres se disputaban un cuenco de gelatina de limón. Por qué había un solo cuenco y dos personas que lo reclamaban era el dilema que Negro Chico intentaba resolver con paciencia, aunque ambas mujeres, de aspecto casi idéntico, con trenzas despeinadas de pelo gris, piel rosácea y bata azul, parecían ansiosas por llegar a las manos. Ninguna de ellas tenía la menor intención de recorrer los pocos pasos que las separaban de la cocina para obtener un segundo cuenco de gelatina. Sus voces altas, agudas, se mezclaban con el ruido de platos y cubiertos y con el calor húmedo procedente de la cocina. Pasado un segundo, una de las dos mujeres cogió el cuenco de gelatina y lo lanzó al suelo, donde se hizo añicos con el estrépito de un disparo.

Peter se dirigió a su habitual mesa del rincón, donde daría la espalda a la pared. Napoleón ya la ocupaba, y Peter suponía que Francis se les uniría pronto, aunque no sabía dónde estaba el joven en ese momento. Se sentó y observó con recelo su plato de fideos. Tenía dudas sobre su procedencia.

– Dime algo, Nappy -pidió-. ¿Qué habría comido un soldado del gran ejército napoleónico un día como éste?

Napoleón estaba atacando el plato con avidez, llevándose aquella bazofia a la boca como una máquina de émbolos. La pregunta de Peter lo hizo detener para plantearse la cuestión.

– Carne enlatada -respondió al cabo de un instante-, lo que, dadas las condiciones sanitarias de la época, era una comida bastante peligrosa. O cerdo salado. Pan, por supuesto. Ése era un ingrediente básico, lo mismo que el queso duro que podía llevarse en una mochila. Vino tinto, creo, o agua del pozo o río que hubiera cerca. Si hacían incursiones, algo frecuente entre los soldados, quizá cogerían un pollo o una oca de alguna granja vecina y lo asarían o hervirían.

– ¿Y si pensaban entrar en combate? ¿Una comida especial, quizá?

– No. No es probable. Solían estar hambrientos y a menudo, como en Rusia, se morían de hambre. Aprovisionar al ejército era siempre un problema.

Peter sostuvo un trozo irreconocible de lo que le habían dicho era pollo y se preguntó si podría entrar en combate con este plato a modo de inspiración.

– Dime, Nappy, ¿crees que estás loco? -preguntó de repente.

El hombre hizo una pausa, y un tenedor cargado de fideos rezumantes se quedó a mitad de camino de su boca, donde permaneció mientras se planteaba la pregunta. Al cabo de un momento, dejó el tenedor en el plato.

– Supongo que sí, Peter -suspiró con tristeza-. Unos días más que otros.

– Háblame un poco de ello.

Napoleón sacudió la cabeza, y el resto de su entusiasmo habitual se desvaneció.

– Los medicamentos controlan bastante los delirios. Como hoy, por ejemplo. Sé que no soy el emperador. Simplemente sé mucho sobre el hombre que lo fue. Y sobre cómo dirigir un ejército. Y lo que pasó en 1812. Hoy sólo soy un historiador de tercera categoría. Pero mañana, no sé. Quizá fingiré tomarme la medicación que me den esta noche. Ya sabes, ponérmela bajo la lengua y escupirla después. Hay algunos trucos que casi todo el mundo aprende en el hospital. O puede que la dosis se quede un poco corta. Eso también pasa, porque las enfermeras tienen que distribuir muchas pastillas y a veces no prestan tanta atención como deberían a quién recibe qué. Y ya está: un delirio muy potente no necesita demasiado terreno para arraigar y florecer.