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– Muy bien, chicos. Estáis libres -dijo agitando los brazos.

Casi tres docenas de perros se abalanzaron hacia la noche cálida de Nueva Jersey, elevando un confuso concierto de ladridos celebrando la libertad.

El propietario soltó palabrotas como un loco y corrió para situarse en el limite de la luz del foco.

Los impetuosos animales lo derribaron, haciéndolo permanecer hincado de rodillas ante la oleada de perros. Se incorporó con dificultad y trató de atraparlos a la vez que saltaban a su alrededor y le empujaban. Un maremágnum de emociones animales mezcladas: algunos perros asustados, otros felices, unos cuantos desorientados, todos inseguros de lo que estaba pasando, sabiendo sólo que se alejaba mucho de su rutina habitual y ansiosos de aprovecharlo, fuera lo que fuese. Ricky sonrió con picardía. Se figuró que era una distracción muy efectiva.

Cuando el propietario alzó los ojos, detrás de la masa revuelta de perros que husmeaban y saltaban vio la pistola de Ricky apuntándole a la cara. Soltó un grito ahogado y se echó hacia atrás sorprendido, como si la boca del cañón fuera tan contundente como la avalancha de perros.

– ¿Está solo? -gritó Ricky para hacerse oír por encima de los ladridos.

– ¿Qué?

– Si está solo. ¿Hay alguien más en la casa?

El hombre sacudió la cabeza.

– ¿Hay algún colega de Brutus en la casa? ¿Su hermano, su madre o su padre?

– No. Sólo yo.

Ricky acercó más la pistola al hombre, lo suficiente para que el olor acre del metal y el aceite, y acaso de la muerte, le llenara la nariz sin necesidad de tener el olfato de un perro.

– Convencerme de que está diciendo la verdad es importante sí quiere seguir con vida -indicó Ricky.

Le sorprendió la facilidad con que lo amenazaba, aunque no se hacía ilusiones de engañarse a sí mismo con su farol.

Detrás de la alambrada Brutus sufría un ataque de furia. Seguía lanzándose hacia el metal y clavaba los dientes en el obstáculo. La espuma le chorreaba por la boca y sus gruñidos vibraban en el aire. Ricky observó al perro con recelo.

«Tiene que ser duro que te críen y adiestren con un único objetivo y, cuando llega el momento de aplicar todo lo que has aprendido, te veas frenado por una puerta cerrada con una cadena para bicicletas», pensó Ricky.

El perro parecía casi abrumado por la impotencia y a Ricky le recordó a un microcosmos de la vida de algunos de sus ex pacientes.

– Sólo estoy yo. Nadie mas.

– Muy bien. Entonces podremos hablar.

– ¿Quién es usted? -quiso saber el hombre.

Ricky tardó un segundo en recordar que en su primera visita había ido disfrazado. Se frotó la mejilla con la mano. «Soy alguien con quien desearía haber sido más agradable la primera vez que nos vimos», pensó.

– Soy alguien a quien preferiría no conocer -dijo a la vez que con el arma le indicaba que se moviese.

Tardó unos segundos en conseguir que el propietario estuviera donde quería, es decir, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la jaula de Brutus y las manos en las rodillas, a la vista. Los otros perros no se acercaban demasiado al furioso rottweiler. Para entonces, algunos habían desaparecido en la oscuridad y el campo, otros se habían reunido a los pies del propietario y unos cuantos más saltaban y jugaban en el camino de grava.

– Sigo sin saber quién es usted -dijo el hombre. Miraba a Ricky con los ojos entrecerrados e intentaba identificarlo. La combinación de las sombras y el cambio de aspecto eran ventajosos para Ricky-. ¿Qué quiere? Aquí no tengo dinero y…

– No quiero robarle, a no ser que obtener información se considere un hurto, algo que yo antes creía así en cierto sentido -contestó Ricky enigmáticamente.

– No lo entiendo -dijo el hombre a la vez que sacudía la cabeza-. ¿Qué quiere saber?

– Hace poco, un detective privado vino a hacerle unas preguntas.

– Sí. ¿Y qué?

– Me gustaría que las contestara.

– ¿Quién es usted? -insistió el hombre.

– Ya se lo dije. Pero ahora lo único que necesita saber es que yo voy armado y usted no. Y el único medio con que podría defenderse está encerrado en esa jaula y, por lo visto, le sienta fatal.

El propietario asintió, y de pronto aparentó recuperarse un poco.

– No parece la clase de persona que usaría una pistola. Así que a lo mejor no le digo nada sobre lo que sea que le interesa tanto.

Váyase a la mierda, quienquiera que sea.

– Quiero saber detalles sobre el matrimonio que poseía este sitio. Y sobre cómo lo compró usted. Y, en particular, sobre los tres niños que ellos adoptaron aunque usted lo niegue. Y me gustaría que me hablara sobre la llamada telefónica que hizo después de que mi amigo Lazarus le hiciera una visita el otro día. ¿A quién llamó?

El hombre sacudió la cabeza.

– Le diré una cosa: me pagaron por hacer esa llamada -explicó-. Y también me salía a cuenta intentar retener aquí a ese hombre, quienquiera que fuera. Fue una lástima que se largara. Habría recibido una prima.

– ¿De quién?

– Eso es cosa mía, señor tipo duro. -El hombre sacudió la cabeza-. Como ya le he dicho: jódase.

Ricky le encañonó la cara y el hombre sonrió burlón.

– He visto a tipos que saben usar ese chisme y apuesto lo que sea a que usted no es uno de ellos.

Su voz era un poco la de un jugador nervioso. Ricky supo que no estaba del todo seguro ni en un sentido ni en otro.

A Ricky no le temblaba la mano. Le apuntó entre los ojos.

A medida que pasaban los segundos, más incómodo parecía el hombre, lo que, en opinión de Ricky, era bastante razonable. El sudor perló su frente. Pero en ese sentido cada segundo de demora respaldaba la interpretación que el hombre había hecho de él.

Se dijo que podría tener que convertirse en un asesino, pero no sabia si podría matar a alguien que no fuera el blanco principal. Alguien simplemente superfluo y secundario, aunque detestable. Se lo planteó un momento y luego sonrió con frialdad. «Hay una gran diferencia entre disparar al hombre que te ha arruinado la vida y disparar a una pieza de ese engranaje», pensó.

– ¿Sabe? -dijo despacio-. Tiene toda la razón. No me he encontrado muchas veces en esta situación. Resulta claro que no tengo mucha experiencia en este terreno, ¿verdad?

– Sí -respondió el hombre-. Es de lo más evidente.

Cambió un poco de postura, como si se relajara.

– Puede -concedió Ricky con tono inexpresivo-. Debería practicar un poco.

– ¿Cómo?

– He dicho que debería practicar. ¿Cómo voy a saber si seré capaz de usar este chisme con usted si no me entreno antes con algo menos importante? Quizá mucho menos importante.

– Sigo sin entender -dijo el propietario.

– Claro que entiende. Pero no se está concentrando. Lo que le estoy diciendo es que no me gustan los animales.

A continuación, levantó un poco la pistola y, con todas las prácticas de tiro en New Hampshire en mente, inspiró hondo lentamente, se calmó por completo y apretó el gatillo. El retroceso del arma en su mano fue brutal. Una única bala rasgó el aire y zumbó en la oscuridad.

Ricky supuso que había dado en la alambrada y se había desviado. No sabía si habría tocado o no al rottweiler. El hombre se quedó atónito, casi como si le hubieran abofeteado, y se tocó la oreja con una mano para comprobar si la bala le había rozado.

En el patio se armó de nuevo un revuelo canino, en una combinación de aullidos, ladridos y carreras. Brutus, el único animal encerrado, comprendió la amenaza a la que se enfrentaba y se lanzó otra vez con violencia hacia la alambrada que le impedía el paso.

– Debo de haber fallado -comentó Ricky con indiferencia-.

Mierda. Y pensar que soy muy buen tirador.

Apuntó al furioso y frenético perro.

– ¡Dios mío! -exclamó el propietario.

– Aquí no. -Ricky sonrió-. Ahora no. Caramba, yo diría que esto no tiene nada que ver con la religión. Lo importante es: ¿quiere a su perro?