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Aquí podrá localizarme. ¿Entendido?

– Entendido.

– Pídale cincuenta dólares -sugirió Ricky-. Tal vez hasta cien.

Lo vale.

– ¿Y si no estoy aquí? -El hombre pareció decepcionado, aunque había asentido-. Suponga que está el del turno de noche.

– Estará aquí si quiere los cien dólares -contestó Ricky. Y añadió-: Y a cualquier otra persona que venga preguntando, y me refiero a cualquiera que no traiga un paquete, usted le dirá que no sabe adónde fui, quién soy ni nada de nada. Ni una palabra. Ninguna información. ¿Entendido?

– Sólo al del paquete -confirmó el hombre-. Entendido. ¿Qué contiene el paquete?

– Es mejor que no lo sepa. Y estoy seguro de que no espera que yo se lo diga.

Esta respuesta parecía decirlo todo.

– Suponga que no veo ningún paquete. ¿Cómo sabré que es el hombre correcto?

– En eso tiene razón -asintió Ricky-. Le diré qué haremos. Le preguntará si conoce al señor Lazarus y él le responderá algo así como «Todo el mundo sabe que Lázaro se levantó al tercer día».

Entonces usted le dará el número. Si lo hace bien, puede que consiga más de cien.

– El tercer día. Lázaro se levantó. Suena como sacado de la Biblia.

– Puede.

– Muy bien. Entendido.

– Perfecto -dijo Ricky, y volvió a guardarse el arma en el bolsillo después de devolver el percutor a su sitio con un sonido tan característico como el de amartillar-. Me alegra que hayamos tenido esta charla. Ahora mi estancia aquí me resulta mucho más satisfactoria. No interrumpiré más su educación -soltó con una sonrisa a la vez que señalaba la revista pornográfica.

Y acto seguido se marchó.

Por supuesto, no existía el tal hombre del paquete. Pero alguien distinto llegaría pronto al hotel. Con toda probabilidad, el recepcionista soltaría la información pertinente a quien fuera, sobre todo ante el anzuelo del dinero o la amenaza de daño físico, que Ricky estaba seguro de que el señor R, Merlin o Virgil, o quienquiera que fuera, usaría en una sucesión relativamente rápida. Y entonces Rumplestiltskin tendría algo de que preocuparse.

Un paquete que no existía. Con una información inexistente. Entregado a una persona que nunca existió. A Ricky le gustaba. Le daba a su perseguidor algo ficticio en lo que preocuparse.

Fue a registrarse al siguiente hotel.

La decoración era muy parecida a la del primero, lo que le tranquilizó. Un recepcionista distraído y desganado, sentado detrás de un largo mostrador de madera arañado. Una habitación sencilla, deprimente y deslucida. Se había cruzado con dos mujeres con falda corta, maquillaje brillante, tacones de aguja y medias negras de malla, de profesión inconfundible, que aguardaban en el pasillo y que lo habían observado con entusiasmo financiero cuando pasó. Había meneado la cabeza cuando una de ellas le había dirigido una mirada sugestiva. Oyó decir a una de ellas:

«Policía», y se fueron, lo que le sorprendió. Pensó que se estaba adaptando bien, o por lo menos visualmente, al mundo al que había descendido. Pero tal vez fuera más difícil de lo que creía desprenderse del lugar que uno ha ocupado en la vida. Llevamos nuestras señas de identidad tanto interior como exteriormente.

Se dejó caer en la cama y los muelles cedieron bajo su peso.

Las paredes eran delgadas y oyó el éxito de una compañera de trabajo de aquellas mujeres filtrarse a través del yeso: una serie de gemidos y traqueteos al hacer un buen uso de la cama. De no haber estado tan concentrado, le habrían deprimido bastante los sonidos y los olores, en particular el ligero hedor a orín que se filtraba por los conductos de aire. Pero ese entorno era justo lo que quería.

Necesitaba que Rumplestiltskin pensara que se había familiarizado de algún modo con los barrios bajos.

Ricky alargó la mano hacia el teléfono.

La primera llamada que hizo fue al agente de bolsa que había manejado sus cuentas de inversiones cuando aún vivía. Habló con su secretaria.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó ésta.

– Hola -dijo Ricky-. Me llamo Diógenes… -Deletreó despacio el nombre y, tras pedirle que lo anotara, prosiguió-: Represento al señor Frederick Lazarus, albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks. Queremos informarle de que estamos investigando las importantes irregularidades relativas a su situación financiera antes de su fallecimiento.

– Creo que nuestro personal de seguridad ya investigó esa situación.

– No a nuestra entera satisfacción. Les enviaremos a alguien para revisar esos registros y encontrar los fondos desaparecidos para que puedan ser entregados a sus legítimos herederos.

Añadiré que hay personas muy disgustadas con el modo en que fue tratado este asunto.

– Ya veo, pero ¿quién…?

La secretaria se había puesto nerviosa, desconcertada por los tonos autoritarios y abruptos utilizados por Ricky.

– Me llamó Diógenes. Por favor, recuérdelo. Me pondré en contacto con ustedes mañana o pasado. Pida a su jefe que reúna los registros correspondientes a todas las transacciones, sobre todo las transferencias telegráficas y electrónicas para que no perdamos tiempo en nuestra reunión. En este examen inicial no me acompañarán los inspectores de la Comisión de Vigilancia del Mercado de Valores, pero tal vez sea necesario en el futuro. Es una cuestión de cooperación, ¿comprende?

Ricky supuso que aquella velada amenaza surtiría un efecto inmediato. A ningún corredor le gusta oír hablar de investigadores de la Comisión de Vigilancia.

– Creo que será mejor que usted hable con…

– Sin duda, pero cuando vuelva a llamar mañana o pasado.

Ahora tengo una reunión, y otras llamadas que hacer respecto a este asunto, así que tengo que colgar. Gracias.

Y, dicho esto, colgó con una perversa sensación de satisfacción. No creía que su antiguo corredor de bolsa, un hombre aburrido, interesado sólo en el dinero que ganaba o perdía, reconociera el nombre del personaje que vagaba por la Antigüedad en su búsqueda infructuosa de un hombre honesto. Pero Ricky conocía a alguien que lo comprendería de inmediato.

Su siguiente llamada fue al presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York.

Había coincidido con ese médico sólo un par de veces en el pasado, en la clase de reuniones del establishment médico que tanto evitaba, y le había parecido un mojigato y un presuntuoso entusiasta de Freud, dado a hablar incluso a sus colegas con largos silencios y pausas vacías. Era un psicoanalista veterano de Nueva York y había tratado a muchos famosos con las técnicas del diván y el silencio, y de algún modo había usado todos esos pacientes destacados para darse importancia, como si tener a un actor ganador de un Oscar, a un escritor ganador del Pulitzer o a un financiero multimillonario en el diván lo convirtiera en mejor terapeuta o mejor ser humano. Ricky, que había vivido y ejercido su profesión en aislamiento y soledad hasta su suicidio, no creía que hubiera la menor posibilidad de que aquel hombre reconociera su voz, así que ni siquiera intentó disimularla.

Esperó a que faltaran nueve minutos para la hora. sabía que tenía más probabilidades de que el médico contestara el teléfono en persona entre un paciente y otro.

Contestaron al segundo tono. Lo hizo una voz monótona, áspera, que se ahorró hasta el saludo:

– Soy el doctor Roth.

– Doctor, me alegra encontrarle. Soy el señor Diógenes, y represento al señor Frederick Lazarus, el albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks.

– ¿En qué puedo ayudarle? -repuso Roth.

Ricky hizo una pausa, un poco de silencio que incomodaría al doctor, más o menos la misma técnica que él solía utilizar.

– Estamos interesados en saber cómo se resolvió exactamente la denuncia contra el malogrado doctor Starks -contestó Ricky con una agresividad que le sorprendió.

– ¿La denuncia?

– Si. La denuncia. Como usted sabe, poco antes de su muerte se hicieron algunas acusaciones relativas a abusos sexuales con una paciente. Queremos saber cómo se resolvió la investigación.