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– No sé si hubo ningún veredicto oficial -dijo Roth con firmeza-. Desde luego, no de la Sociedad Psicoanalítica. El suicidio del doctor Starks tomó superfluas las investigaciones.

– ¿De veras? ¿No se le ocurrió a usted ni a nadie de la sociedad que preside que tal vez su suicidio estuvo provocado por la injusticia y la falsedad de esas acusaciones, en lugar de ser una especie de confirmación de ellas?

– Por supuesto que lo tuvimos en cuenta -contestó Roth tras una pausa.

«Seguro que si -pensó Ricky-. Mentiroso.»

– ¿Le sorprendería saber que la joven que presentó las acusaciones ha desaparecido?

– ¿Cómo dice?

– No volvió para continuar con la terapia de seguimiento con el médico de Boston a quien presentó las acusaciones iniciales.

– Es curioso…

– ¿Y que sus intentos por localizarla arrojaron como resultado el inquietante hecho de que su identidad era falsa?

– ¿Falsa?

– Y se averiguó también que sus acusaciones formaban parte de un engaño. ¿Lo sabía, doctor?

– Pues no, no. No lo sabía. Como le dije, el asunto se abandonó después del suicidio.

– Dicho de otro modo, se lavaron las manos.

– El caso se trasladó a las autoridades competentes.

– Pero ese suicidio les ahorró a ustedes y a su profesión una gran cantidad de publicidad negativa y embarazosa, ¿verdad?

– No lo sé. Bueno, por supuesto, pero…

– ¿Ha pensado que quizá los herederos del doctor Starks querrían una reparación? ¿Que limpiar su nombre, incluso tras la muerte, podría ser importante para ellos?

– No me lo había planteado en esos términos.

– ¿Sabe que se les podría considerar responsables de la muerte del doctor Starks?

Esta afirmación obtuvo una previsible respuesta violenta.

– ¡En absoluto! Nosotros no…

– Hay otras clases de responsabilidad en el mundo además de la legal, ¿no es así, doctor? -le interrumpió Ricky.

Le gustó esta réplica. Se refería a la esencia misma del psicoanálisis. Pudo imaginar cómo aquel colega suyo cambiaba, incómodo, de postura en la silla. Tal vez el sudor empezaba a perlarle la frente.

– Por supuesto, pero…

– Pero nadie en la Sociedad Psicoanalítica quería realmente saber la verdad, ¿no? Era mejor que desapareciera en el mar junto con el doctor Starks, ¿correcto?

– No creo que deba contestar esta clase de preguntas, señor… esto…

– Claro que no. No en este momento. Quizá más adelante.

Pero es curioso, ¿no cree, doctor?

– ¿Qué?

– Que la verdad sea incluso más fuerte que la muerte -le espetó, y colgó.

Se echó de nuevo en la cama y contempló el techo blanco y la bombilla desnuda. Notaba que le sudaban las axilas como si hubiese hecho un gran esfuerzo para mantener esa conversación, pero no era un sudor nervioso, sino más bien el resultado de una justicia satisfactoria. En la habitación contigua, la pareja había vuelto a empezar, y por un momento escuchó los ritmos inconfundibles del sexo, que le resultaron divertidos y hasta placenteros.

«Más de uno se lo pasa en grande durante la jornada laboral», penso.

Luego se levantó y buscó hasta encontrar un pequeño bloc de papel en el cajón de la mesilla de noche y un bolígrafo.

En el papel escribió los nombres y los teléfonos de los dos hombres a los que acababa de llamar. Bajo ellos anotó «Dinero.

Reputación». Puso señales junto a esas palabras y escribió a continuación el nombre del tercer hotel sórdido en el que había hecho una reserva. Y debajo garabateó la palabra «casa».

Después arrugó el papel y lo lanzó a una papelera de metal.

Dudaba que limpiaran con demasiada regularidad la habitación y pensó que había muchas probabilidades de que quien fuera a buscarlo a él encontrara el papel. Además, sería lo bastante listo como para comprobar las llamadas telefónicas de esa habitación, lo que reflejaría los números que acababa de marcar. Relacionar esos números con las conversaciones no era demasiado difícil.

«El mejor juego es aquel en el que no te das cuenta de que estás jugando», pensó.

30

En su recorrido por la ciudad, Ricky encontró una tienda de excedentes del ejército y la armada en la que compró varias cosas que tal vez le fueran de utilidad para la siguiente fase del juego que tenía en mente: una palanca pequeña, un candado para bicicletas, unos guantes de látex, una linterna minúscula, un rollo de cinta adhesiva de fontanería de color gris y el par más barato de prismáticos que tenían. También un aerosol de repelente de insectos que contenía cien por cien de DEET, lo que, como pensó compungido, era lo más cercano al veneno que se había planteado nunca ponerse en el cuerpo.

Era una extraña colección de objetos, pero no estaba demasiado seguro de lo que iba a necesitar para la tarea que tenía prevista, así que con la variedad compensó la incertidumbre.

Esa tarde, temprano, regresó a su habitación y metió estas cosas, junto con la pistola y dos de los recién adquiridos teléfonos móviles, en una mochila pequeña. Usó el tercer teléfono móvil para llamar al siguiente hotel de su lista, el único en el que todavía no se había registrado, para dejar un mensaje urgente a Frederick Lazarus con la petición de que devolviera la llamada en cuanto llegara. Dio el número del móvil a un recepcionista y, acto seguido, metió ese teléfono en un bolsillo exterior de la mochila, después de marcarlo con un bolígrafo. Cuando llegó al coche, sacó el móvil y volvió a llamar al hotel para dejarse otro mensaje urgente a sí mismo. Lo hizo tres veces más mientras circulaba por la ciudad en dirección a Nueva Jersey y, en cada ocasión, pedía con más insistencia que el señor Lazarus le devolviera la llamada enseguida porque tenía que darle una información importante.

Tras el tercer mensaje con ese móvil, se paró en el área de descanso Joyce Kilmer, en la autopista de Jersey. Fue al aseo, se lavó las manos y dejó el teléfono en el borde de la pila. Al salir, varios adolescentes se cruzaron con el en dirección a los lavabos.

Encontrarían el teléfono y lo usarían muy deprisa, que era lo que él quería.

Era casi de noche cuando llegó a West Windsor. El tráfico había sido denso a lo largo de toda la autopista, con los coches sin demasiada separación y circulando a excesiva velocidad hasta que todos aminoraron con un estrépito de cláxones, en medio de un calor sofocante, debido a un accidente cerca de la salida u. Curiosear aminoraba aún más la marcha a medida que los coches pasaban junto a dos ambulancias, media docena de coches de policía y las carrocerías retorcidas y destrozadas de dos automóviles.

Un hombre de camisa blanca y corbata se tapaba la cara con las manos, medio en cuclillas, junto a la cuneta. Cuando Ricky pasaba, una ambulancia arrancó con un agudo ruido de sirena y un policía de tráfico examinaba la marca de un patinazo. Otro estaba apostado junto a unos conos colocados en la carretera haciendo señas a los conductores de que circularan, con una expresión severa y de reproche, como si la curiosidad, la más humana de todas las emociones, estuviera fuera de lugar en esas circunstancias y sólo constituyese una molestia para él. Ricky pensó que la perspicacia de un analista, lo que él había sido antes, era como la mirada que exhibía en ese momento el policía.

Se detuvo en una cafetería de la carretera í, cerca de Princeton, y para matar el tiempo tomó una hamburguesa con queso y patatas fritas que, por imposible que parezca, eran preparadas por una persona y no por máquinas y temporizadores. La luz de junio alargaba el día y, cuando salió, todavía faltaba un rato para que reinara la oscuridad. Condujo hasta el cementerio donde había estado dos semanas atrás. El encargado se había marchado, como él esperaba. Tuvo suerte de que la entrada no estuviera cerrada con llave, de modo que llevó el coche hasta detrás del cobertizo de madera blanca y lo dejó ahí, más o menos escondido de la carretera y, sin duda, con un aspecto bastante anodino para cualquiera que pudiera verlo.