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Antes de colgarse la mochila al hombro, dedicó un momento a rociarse con el repelente de insectos y ponerse los guantes de látex. sabía que no taparían su olor corporal, pero por lo menos le servirían para protegerse de las garrapatas. La luz del día empezaba a desvanecerse y el cielo de Nueva Jersey adquiría un anormal color gris amarronado, como si los extremos del mundo se hubiesen quemado con el calor de la tarde. Se puso la mochila al hombro y, con una sola mirada a la desierta carretera rural, echó a correr hacia el criadero de perros donde le esperaba la información que necesitaba. Del asfalto oscuro todavía se elevaba mucho calor, que pronto se le metió en los pulmones. Respiraba con dificultad pero sabía que no era debido al esfuerzo físico.

Dejó la carretera y se escondió entre los árboles para pasar frente al cartel de la entrada con la imagen del enorme rottweiler.

Después se adentró en la vegetación que ocultaba el criadero de la carretera, eligiendo con cuidado su ruta hacia la casa. Todavía oculto en el follaje y sumido en las primeras sombras de la noche que se aproximaba, sacó los gemelos de la mochila y examinó el exterior, cuya distribución pudo observar mejor que en su primera visita.

Dirigió primero la vista a las jaulas que había junto a la oficina, donde detectó a Brutus, que se paseaba con nerviosismo.

«Huele el repelente -pensó Ricky-. Y por debajo percibe mi olor. Pero aún está confundido.»

Para el perro aún era una leve señal de alarma. Ricky no se había acercado todavía lo suficiente para ser considerado una amenaza. Envidió un momento el mundo elemental de ese animal, definido por olores e instintos y libre de los caprichos de las emociones.

Describió un arco con los prismáticos y detectó una luz en el interior de la casa. Observó fijamente durante un par de minutos y vio el inconfundible resplandor de un televisor en una habitación cercana a la entrada. La oficina, que quedaba un poco a su izquierda, estaba a oscuras, y supuso que cerrada con llave. Hizo un último reconocimiento visual y vio un gran reflector cuadrado más o menos a la altura del tejado. Imaginó que se activaba por movimiento y que su radio de acción se situaba delante de la casa.

Guardó los gemelos en la mochila y avanzó en paralelo al edificio, sin salir del margen de la maleza, hasta llegar al borde de la finca.

Una carrera rápida lo situaría en la entrada de la oficina y quizás evitaría que se encendieran las luces exteriores.

Su presencia no sólo había puesto nervioso a Brutus. Otros perros se movían en sus recintos husmeando el aire. Unos cuantos ladraron una o dos veces, inquietos y recelosos ante un olor desconocido.

Ricky sabía con exactitud qué quería hacer y pensó que, como plan, tenía sus virtudes. No sabía si lo lograría, pero era consciente de algo: hasta ahora sólo había rozado la ilegalidad. Este paso era de otro tipo. Y era consciente de otro detalle: para ser un hombre al que le gustaba jugar, Rumplestiltskin no tenía normas. Por lo menos, ninguna impuesta por cualquier moralidad conocida.

Ricky sabía que, aunque el señor R aún no se hubiera dado cuenta, él estaba a punto de introducirse un poco más en ese terreno.

Inspiró hondo. Pensó que el viejo Ricky jamás se habría imaginado en esta situación. El nuevo Ricky tenía una determinación fría e inquebrantable.

«Lo que era no es lo que soy -se dijo-. Y lo que soy no es aún lo que puedo ser.»

Se preguntó si había sido alguna vez algo de lo que era o algo de lo que iba a ser. Esa era una cuestión complicada. Sonrió para sí. Una cuestión que tiempo atrás podía haberse pasado horas o días analizando en el diván. Ya no. La sepultó en lo más profundo de su ser.

Alzó los ojos al cielo y vio que la última luz del día había desaparecido por fin y que pronto iba a reinar la oscuridad. «Es el momento más variable del día -pensó-. Ideal para lo que voy a hacer.»

Así pues, sacó la palanca y el candado para bicicletas y los sujetó con la mano derecha. Luego volvió a ponerse la mochila al hombro, inspiró hondo y salió disparado de los arbustos a toda carrera hacia la fachada del edificio.

Un estrépito de perros nerviosos perturbó al instante la creciente penumbra. Aullidos, ladridos y gruñidos de toda clase y potencia rasgaron el aire, tapando el ruido de sus zapatos en la grava del camino de entrada. Era periféricamente consciente de que todos los animales corrían en sus reducidos recintos, retorciéndose y revolviéndose con una repentina agitación canina. Un mundo de marionetas espasmódicas, cuyos hilos eran manejados por la confusión.

En unos segundos había llegado a la parte delantera de la jaula de Brutus. El enorme perro parecía el único animal con algo de compostura, pero lleno de amenaza. Caminaba de un lado a otro por el suelo de cemento, pero se detuvo cuando Ricky llegó a la puerta. Lo miró un segundo para gruñirle y enseñarle los dientes y luego, con una velocidad asombrosa, lanzó sus más de cuarenta kilos contra la alambrada que lo contenía. La fuerza del ataque hizo estremecer a Ricky. Brutus cayó hacia atrás, echando espuma de rabia, y volvió a abalanzarse, entrechocando los dientes contra el metal.

Ricky se movió deprisa y logró pasar con rapidez el candado para bicicletas alrededor de las dos jambas de la puerta y cerrarlo antes de que el animal tuviera tiempo de llegar a él. Hizo girar la combinación del candado y lo dejó caer. Brutus rasgó de inmediato el forro de goma negra que envolvía la cadena.

– Que te jodan -susurró Ricky imitando el acento de un tipo duro-. No irás a ninguna parte.

Se dirigió a la entrada de la oficina. Pensó que sólo le quedaban unos segundos antes de que el propietario reaccionara por fin al creciente alboroto. Supuso que el hombre iría armado, pero no estaba seguro. Quizá la confianza que le inspiraba la compañía de Brutus lo hubiera hecho pensar que no necesitaba llevar armas.

Aplicó la palanca a la jamba de la puerta y arrancó el cerrojo con un crujido de madera astillada. Era vieja, estaba algo combada por los años y se partió con facilidad. Supuso que el propietario no tenía nada de demasiado valor en la oficina y no imaginaba que algún ladrón quisiera poner a prueba a Brutus. La puerta se abrió y Ricky entró. Metió la palanca en la mochila, sacó la pistola y la amartilló.

En el interior se oía un recital de ansiedad canina. El ruido era ensordecedor, lo que hacia difícil pensar, pero dio una idea a Ricky. Encendió la linterna y avanzó por el pasillo húmedo y maloliente donde había perros encerrados para abrir todas las jaulas a su paso.

En unos segundos estaba rodeado de un montón de pequeños animales de distintas razas que saltaban y ladraban. Algunos estaban aterrados, otros encantados. Husmeaban y aullaban confusos, pero conscientes de estar libres. Había unas tres docenas de perros, inseguros de lo que estaba pasando, pero más o menos resueltos a participar de todos modos. Ricky contaba con esa característica básica de los perros que hace que, a pesar de no entender demasiado qué ocurre, quieran participar en ello. Ver cómo los perros le olisqueaban las piernas le arrancó una sonrisa a pesar del nerviosismo de lo que estaba haciendo. Rodeado del grupo de animales que saltaban y brincaban, regresó a la oficina. Agitaba los brazos para animar a los perros a seguirle, como un Moisés impaciente a orillas del mar Rojo.

El foco se encendió en el exterior y oyó cerrarse una puerta de golpe.

«El propietario -pensó-. El jaleo lo ha alertado por fin y se pregunta qué mosca ha picado a los animales.”

Contó hasta diez. Tiempo suficiente para que el hombre se acercara a la jaula de Brutus. Oyó un segundo ruido por encima de los perros: el hombre estaba intentando abrir la jaula del rottweiler. Un ruido metálico y después una maldición, al caer en la cuenta de que la jaula no se abriría.

En ese momento Ricky abrió la puerta delantera de la oficina.