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– ¿Tiene algún enemigo, doctor? ¿Algún colega envidioso? ¿Cree que todos sus pacientes han quedado satisfechos con su tratamiento? ¿Dio alguna vez una patada a un perro? ¿No pudo frenar a tiempo cuando una ardilla se le cruzó delante del coche cerca de su casa de veraneo en Cape Cod? -El abogado sonrió de nuevo, ahora de modo desagradable-. Ya estoy informado de ese sitio -aseguró-. Una bonita casa al borde de un bosque, con jardín y vistas al mar. Cinco hectáreas. Compradas en 1984 a una mujer de mediana edad cuyo marido acababa de morir. ¿Cómo no aprovecharse de una afligida viuda en esas circunstancias? ¿Tiene idea de cómo ha aumentado el valor de esa propiedad? Estoy seguro de que si. Permítame que le comente una cosa nada más, doctor Starks.

Haya o no algo de cierto en la acusación de mi clienta, me quedaré con esa propiedad antes de que esto haya acabado. Y también con este piso, su cuenta bancaria en el Chase y su plan de jubilación en Dean Witter que todavía no ha tocado, y con la modesta cartera de valores que mantiene en la misma agencia de corredores. Pero empezaré por su casa de veraneo. Cinco hectáreas. Creo que podré subdividirlas y forrarme. ¿Qué le parece, doctor?

A Ricky todo le daba vueltas.

– ¿Cómo sabe…? -empezó sin convicción.

– Me encargo de saber esas cosas -le interrumpió Merlin-. Si usted no tuviera nada que yo quisiera, no me tomaría ninguna molestia. Pero lo tiene y puedo asegurarle que no vale la pena luchar, doctor. Y su abogado le dirá lo mismo.

– Luchar por mi integridad sí -contestó Ricky.

– No está viendo las cosas con claridad, doctor. -Se encogió de hombros otra vez-. Estoy intentando decirle cómo dejar su integridad más o menos intacta. Usted, como un ingenuo, parece creer que esto tiene relación con tener razón o no. Con decir la verdad en lugar de mentir. Me resulta curioso viniendo de un psicoanalista veterano como usted. ¿Es la verdad, la verdad auténtica y clara, algo que oiga a menudo? ¿O más bien verdades ocultas y encubiertas por toda clase de trucos psicológicos, esquivas y escurridizas una vez identificadas? Y jamás blancas o negras por completo, más bien de tonalidades grises, marrones e incluso rojas. ¿No es eso lo que predica su profesión?

Ricky se sintió como un imbécil. Aquellas palabras le sacudían como otros tantos puñetazos en un combate desigual. Inspiró hondo y pensó en lo estúpido que había sido ir al bufete, y que lo más inteligente era marcharse. Iba a levantarse, cuando Merlin añadió:

– El infierno puede adoptar muchas formas, doctor Starks.

Piense en mí como en una de ellas.

– ¿A qué se refiere? -repuso Ricky, y recordó lo que Virgil había dicho en su primera visita: que iba a ser su guía hacia el infierno, y que de ahí procedía su nombre.

– En tiempos del rey Arturo -prosiguió el abogado, sonriente y nada desagradable, con la confianza de un hombre que ha medido al adversario y lo ha visto claramente inferior- el infierno era muy real para toda clase de personas, incluso las educadas y refinadas. Creían de verdad en demonios, diablos, posesiones de espíritus malignos, lo que usted quiera. Podían oler el fuego y el azufre que esperaban a los impíos y creían que los abismos en llamas y las torturas eternas eran consecuencias razonables de una mala vida. En la actualidad, las cosas son más complicadas, ¿verdad, doctor? No creemos que vayamos a sufrir la maldición del fuego eterno, Y ¿qué tenemos en su lugar? Los abogados. Y le aseguro, doctor, que puedo convertirle fácilmente la vida en algo que recuerde una imagen medieval plasmada por uno de esos artistas de pesadilla. ‘Tendría que elegir el camino fácil, doctor. El camino fácil. Será mejor que vuelva a comprobar su póliza de seguros.

La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe y dos de los hombres de la mudanza vacilaron antes de entrar.

– Nos gustaría llevarnos esto ahora -comentó uno de ellos-. Es lo único que falta.

– Muy bien. -Merlin se levantó-. Creo que el doctor Starks ya se iba.

– Sí. -Ricky asintió y también se puso de pie. Echó un vistazo a la tarjeta del abogado-. ¿Es aquí dónde debería ponerse en contacto con usted mi abogado?

– Exacto.

– Muy bien -dijo-. ¿Y podremos localizarlo…?

– Cuando quiera, doctor. Creo que lo mejor sería que lo solucionara cuanto antes. Seguro que no le apetece desperdiciar las vacaciones preocupándose por mí, ¿no?

Ricky no contestó, aunque se percató de que no le había mencionado su intención de irse de vacaciones. Se limitó a asentir, se volvió y salió de la oficina sin mirar atrás.

Ricky subió a un taxi para ir al hotel Plaza. Estaba a sólo doce manzanas de distancia. Para lo que Ricky tenía en mente, parecía la mejor elección. El taxi recorrió veloz el centro de ese modo tan particular que tienen los taxis urbanos, con aceleraciones rápidas, adelantamientos, frenazos, cambios de marcha y eslálones a través del tráfico, sin lograr ni mejor ni peor tiempo que si hubieran seguido un camino regular, tranquilo y recto. Ricky observó la licencia del taxista que, como era de esperar, tenía otro incomprensible apellido extranjero. Se recostó y pensó en lo difícil que resulta a veces encontrar taxi en Manhattan. Era extraño que hubiera uno libre para él con tanta facilidad cuando salió, aturdido, del bufete del abogado. Como si lo hubiese estado esperando.

El taxista se detuvo en seco junto al bordillo de la entrada del hotel. Ricky pagó la carrera a través de la separación de plexiglás y bajó del coche. Sin prestar atención al portero, subió presuroso la escalinata y cruzó las puertas giratorias. El vestíbulo estaba repleto de gente. Avanzó con rapidez entre varios grupos, montones de maletas y botones apresurados, hacia The Palm Court. En el extremo donde estaba el restaurante se detuvo, observó el menú un instante y luego se dirigió hacia el pasillo al paso más rápido que podía sin atraer la atención, más bien como alguien que va a perder un tren. Fue directo a la puerta del hotel que daba al sur de Central Park y salió a la calle.

Había un portero que estaba pidiendo taxis para los clientes que salían. Ricky se adelantó a una familia reunida en la acera.

– ¿Me permiten? -dijo a un padre de mediana edad vestido con una camisa de estampado hawaiano y rodeado por tres niños alborotadores de entre seis y diez años. Junto a ellos, una esposa anodina cuidaba de toda la prole-. Se trata de una emergencia. No quisiera ser grosero, pero…

El padre miró a Ricky como si ningún viaje familiar de Idaho a Nueva York estuviera completo si alguien no te roba el taxi, y asintió sin decir nada. Ricky subió y oyó cómo la mujer decía:

– ¿Qué estás haciendo, Ralph? Era nuestro taxi.

«Este taxista, por lo menos, no es alguien contratado por Rumplestiltskin», pensó Ricky mientras le daba la dirección del local de Merlin.

Como sospechaba, el camión de mudanzas ya no estaba aparcado a la puerta. El guarda de seguridad con la chaqueta azul también había desaparecido.

Ricky se inclinó y dio un golpecito al plástico que lo separaba del conductor.

– He cambiado de idea -dijo-. Lléveme a esta dirección, por favor. -Leyó la dirección que aparecía en la tarjeta del abogado-.

Pare a una manzana de distancia, ¿de acuerdo? No quiero bajarme delante.

El taxista se encogió de hombros y asintió.

Tardaron un cuarto de hora a causa del tráfico. La dirección que figuraba en la tarjeta de Merlin estaba cerca de Wall Street.

Olía a prestigio.

El conductor se detuvo una manzana antes de la dirección.

– Es ahí -indicó el hombre-. ¿Quiere que lo acerque más?

– No -respondió Ricky-. Aquí está bien.

Pagó y abandonó el reducido asiento trasero.

Como medio sospechaba, no había rastro del camión de mudanzas frente al gran edificio de oficinas. Miró arriba y abajo, pero no vio rastro del abogado, de la empresa ni del mobiliario de oficina. Comprobó la dirección de la tarjeta y se aseguró de estar en el sitio correcto. Echó un vistazo al interior del edificio y vio un mostrador de seguridad en el vestíbulo. Un guardia uniformado leía una novela de bolsillo detrás de un grupo de pantallas de video y de un tablero electrónico que mostraba los movimientos del ascensor. Ricky entró en el edificio y se acercó a un directorio de oficinas colocado en la pared. Lo comprobó deprisa y no encontró a nadie llamado Merlin. Se dirigió hacia el guardia, que levantó la vista.