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– Imposible -soltó Ricky.

– Dígame, doctor -quiso saber Soloman tras otra pausa-, en la pared de su consulta, junto al retrato de Freud, ¿tiene una xilografía azul y amarilla de un ocaso en Cape Cod?

Ricky se quedó sin respiración. De las pocas obras de arte que quedaban en su monástica casa, ésa era una. Se la había regalado su mujer en su decimoquinto aniversario de bodas, y era una de las pocas cosas que habían sobrevivido a la purga de su presencia después de que sucumbiera al cáncer.

– La tiene, ¿verdad? -continuó Soloman-. Mi paciente dijo que se concentraba en esa obra e intentaba transportarse a la imagen mientras usted abusaba sexualmente de ella. Como una experiencia extracorpórea. He conocido otras víctimas de delitos sexuales que hacían lo mismo, imaginarse en otro sitio fuera de la realidad.

Es un mecanismo de defensa bastante habitual.

– Nada de eso tuvo lugar nunca.

Ricky tragó saliva con dificultad.

– Bueno -repuso Soloman con brusquedad-, no es a mi a quien tiene que convencer.

Ricky vaciló antes de preguntar:

– ¿Cuánto tiempo hace que atiende a esta paciente?

– Seis meses. Y todavía nos queda mucho camino por recorrer.

– ¿Quién se la mandó?

– ¿Cómo dice?

– ¿Quién la mandó a su consulta?

– No lo recuerdo…

– ¿Me está diciendo que una mujer que sufre esta clase de trauma emocional eligió su nombre en la guía telefónica?

– Tendría que buscarlo en mis notas.

– Sería suficiente con que lo recordara.

– Aun así, tendría que buscarlo.

– Comprobará que nadie se la mandó -siseó Ricky-. Lo eligió por alguna razón evidente. Así que se lo preguntaré otra vez: ¿por qué usted, doctor?

– Tengo fama en esta ciudad por mis logros con las víctimas de delitos sexuales -afirmó Soloman tras pensarlo.

– ¿A qué se refiere con eso de «fama»?

– He escrito algunos artículos sobre mi trabajo en la prensa local.

– ¿Declara a menudo en juicios?

Ricky pensaba con rapidez.

– No tan a menudo. Pero estoy familiarizado con el proceso.

– ¿Qué a menudo es no tan a menudo?

– Dos o tres veces. Y sé adónde quiere ir a parar. Sí, han sido casos prominentes.

– ¿Ha sido alguna vez un testigo experto?

– Pues sí. En varios pleitos civiles, incluido uno contra un psiquiatra acusado más o menos de lo mismo que usted. Soy profesor en la Universidad de Massachusetts, donde enseño diversos métodos de recuperación para las víctimas.

– ¿Apareció su nombre en la prensa poco antes de que esta paciente fuera a verlo? ¿De modo destacado?

– Sí, en un artículo del Boston Globe. Pero no veo qué…

– ¿E insiste en que su paciente es creíble?

– Sí. He hecho terapia con ella durante seis meses. Dos horas a la semana. Ha sido de lo más coherente. Nada de lo que ha dicho hasta este momento me haría dudar de su palabra. Doctor, usted y yo sabemos que resulta casi imposible mentir a un terapeuta, sobre todo durante un espacio prolongado de tiempo.

Unos días antes, Ricky habría estado de acuerdo con esta afirmación. Ahora ya no estaba tan seguro.

– ¿Y dónde se encuentra ahora su paciente?

– De vacaciones hasta la tercera semana de agosto.

– ¿No le dejó un número de teléfono donde poder localizarla en agosto?

– No. Creo que no. Le di hora para finales de mes y nada más.

Ricky se lo pensó muy bien e hizo otra pregunta:

– ¿Y tiene unos extraordinarios, sorprendentes y penetrantes ojos verdes?

Soloman vaciló. Cuando habló, fue con una reserva glacial.

– Así pues, la conoce.

– No -dijo Ricky-. Sólo intentaba adivinar.

Y colgó.

«Virgil», se dijo.

Ricky contemplaba el grabado que figuraba de modo tan prominente en los recuerdos ficticios de la falsa paciente de Soloman.

No tenía ninguna duda de que Soloman era real, ni de que había sido escogido con cuidado. Tampoco había duda de que el famoso doctor Soloman no volvería a ver a la joven tan bella y tan angustiada que había solicitado sus cuidados. Por lo menos en el contexto que Soloman esperaba. Ricky sacudió la cabeza. Había muchos terapeutas cuya vanidad era tan grande que les encantaba la atención de la prensa y la devoción de sus pacientes. Actuaban como si tuvieran una percepción totalizadora y completamente mágica de las costumbres del mundo y los actos de las personas, y expresaban opiniones y hacían declaraciones apresuradas con ligereza muy poco profesional. Ricky sospechaba que Soloman correspondía al tipo de esos psiquiatras de tertulia que adoptan la postura de saber las cosas sin el trabajo que cuesta llegar a percibirías. Es más fácil escuchar a alguien un rato e improvisar que sentarse día tras día y penetrar las capas de lo mundano y trivial en búsqueda de lo profundo. Lo único que le inspiraban los miembros de su profesión que se prestaban a dictámenes judiciales y artículos periodísticos era desprecio.

Pero Ricky comprendía que la reputación, la fama y la popularidad de Soloman darían credibilidad a la acusación. Al aparecer su nombre en esa carta, ésta ganaba el peso suficiente para el propósito de la persona que la concibió.

«¿Qué has averiguado hoy?», se preguntó Ricky.

Mucho. Pero sobre todo que los hilos de la red en que se encontraba atrapado habían sido tendidos meses antes.

Volvió a contemplar el grabado de la pared.

«Estuvieron aquí -pensó-. Mucho antes del otro día.» Recorrió la consulta con la mirada. No había nada seguro. Nada era privado. Habían estado ahí meses atrás y él no lo había sabido.

La rabia le sacudió como un puñetazo en el estómago, y su primera reacción fue agarrar aquel grabado y arrancarlo de la pared.

Lo tiró a la papelera que tenía junto a la mesa, con lo que se partió el marco y el cristal se hizo añicos. Resonó como un disparo en las reducidas dimensiones de la habitación. De sus labios salieron palabrotas, inusitadas y fuertes, que llenaron el aire de dardos. Se volvió y se aferró a los lados del escritorio, como para no perder el equilibrio.

Con la misma rapidez que surgió, la cólera desapareció, sustituida por otra oleada de náuseas. Se sentía mareado y la cabeza le daba vueltas, como cuando uno se levanta demasiado deprisa, sobre todo si tiene una gripe o un fuerte resfriado. Ricky se tambaleó emocionalmente. Respiraba con dificultad, más bien resollaba, y parecía que alguien le hubiera ceñido una cuerda alrededor del tórax.

Tardó varios minutos en recobrar el equilibrio y, aun así, seguía sintiéndose débil, casi agotado.

Echó un nuevo vistazo alrededor de la consulta, pero ahora parecía distinta. Era como si todos los objetos cotidianos se hubieran vuelto siniestros. Pensó que ya no podía fiarse de nada de lo que tenía a la vista. Se preguntó qué más habría contado Virgil al médico de Boston; qué otros detalles de su vida estarían ahora expuestos en una denuncia presentada al Colegio de Médicos. Recordó las veces en que pacientes suyos lo habían visitado, consternados, después de que les entraran a robar en casa o de que los atracaran, y habían hablado de cómo una sensación de violación les había afectado la vida. Él los escuchaba con comprensión y objetividad clínica, sin haber entendido nunca en realidad lo primaria que era esa sensación. Ahora lo comprendía mejor.

Él también se sentía violado.

De nuevo recorrió la habitación con la mirada. Lo que antes le parecía seguro estaba perdiendo con rapidez esa cualidad. «Hacer que una mentira parezca real es complicado -pensó-. Exige planificación.’› Se ubicó detrás del escritorio y vio que el contestador automático parpadeaba. El contador de mensajes estaba también iluminado en rojo, y marcaba el número cuatro. Pulsó la tecla que activaba la máquina para escuchar el primer mensaje. Reconoció de inmediato la voz de un paciente, un redactor de mediana edad del New York Times; un hombre atrapado en un empleo bien remunerado pero monótono, dedicado a revisar textos para la sección de ciencia escritos por reporteros más jóvenes e impetuosos.