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– ¿Puedo ayudarle? -preguntó.

– Sí -contestó Ricky-. Tal vez me he confundido. Tengo la tarjeta de este abogado, pero no lo encuentro en el directorio. Debería instalarse aquí hoy.

El guardia estudió la tarjeta, frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

– La dirección es correcta -afirmó-. Pero no tenemos a nadie con este nombre.

– ¿Quizás una oficina vacía? Como le dije, se trasladaban hoy.

– Nadie avisó de eso a seguridad. Y no hay ningún local vacío, desde hace años.

– Qué extraño. Debe de ser un error de imprenta.

– Podría ser -dijo el guardia, y le devolvió la tarjeta.

Ricky pensó que había ganado su primera escaramuza con el hombre que lo acechaba. Pero no estaba seguro de qué obtenía con ello.

Cuando llegó a casa todavía se sentía algo petulante. No sabía muy bien a quién había conocido en aquel bufete y se preguntaba si Merlin no sería en realidad el propio Rumplestiltskin. Pensó que era una posibilidad cierta, porque no había duda de que el cerebro del asunto querría ver a Ricky en persona, cara a cara. No estaba seguro de por qué lo creía, pero parecía tener algún sentido.

Era difícil imaginar a alguien que obtuviera placer torturándolo sin desear ver sus logros personalmente.

Pero esta observación no empezaba siquiera a colorear el retrato que sabía que tendría que trazar para adivinar la identidad de ese hombre.

«¿Qué sabes sobre los psicópatas?», se preguntó mientras subía la escalinata del edificio de piedra rojiza que albergaba su vivienda Y consulta, además de otros cuatro pisos. «No mucho», se contestó. Sus conocimientos se referían a los problemas y las neurosis de personas normales y corrientes, y a las mentiras que se contaban a sí mismas para justificar su conducta. Pero no sabía nada sobre alguien que creara todo un mundo de mentiras para provocar una muerte. Se trataba de un territorio desconocido para él.

La satisfacción que había sentido al ser por una vez más hábil que Rumplestiltskin se evaporó. Se recordó con frialdad lo que había en juego.

Vio que habían repartido el correo y abrió su buzón. Un sobre largo y estrecho llevaba el membrete de la policía de Nueva York en la esquina superior izquierda. Lo abrió y comprobó que contenía un trozo de papel unido a una hoja fotocopiada. Leyó la carta pequeña.

Estimado doctor Starks:

En nuestra investigación descubrimos la hoja adjunta entre los efectos personales de Zimmerman. Como le menciona y parece comentar su tratamiento, se la envío. Por cierto, el caso sobre esta muerte está cerrado.

Atentamente, Detective J. Riggins Ricky leyó la fotocopia. Era breve, estaba mecanografiada y le provocó un miedo difuso.

A quien lo lea:

Hablo y hablo pero no mejoro. Nadie me ayuda. Nadie escucha a mi yo real. He dejado todo dispuesto para los cuidados de mí madre. Lo encontrarán en mi oficina junto con mi testamento, los papeles del seguro y los demás documentos. Pido perdón a todos los implicados, salvo al doctor Starks. Adiós a los demás.

ROGER ZIMMERMAN Hasta la firma estaba mecanografiada. Ricky contempló la nota de suicidio y sintió que sus emociones lo abandonaban.

9

Para Ricky la nota de Zimmerman no podía ser auténtica.

En su fuero interno se mantenía firme: era tan poco probable que Zimmerman se suicidara como que lo hiciera él mismo. No mostraba ningún signo de tendencias suicidas, inclinaciones a la autodestrucción ni propensión a la violencia contra si mismo.

Zimmerman era neurótico y testarudo, y estaba apenas empezando a comprender la percepción analítica; era un hombre al que todavía había que empujar para que consiguiese algo, como sin duda habían tenido que empujarlo a la vía del metro. Pero Ricky empezaba a tener problemas para discernir la realidad de lo que no lo era. Incluso con la nota de Riggins delante, tras su visita a la estación de metro y la comisaria, seguía costándole aceptar la realidad de la muerte de Zimmerman. Seguía alojado en algún lugar surrealista de su mente. Bajó los ojos hacia la carta de suicidio y comprendió que él era la única persona nombrada. Volvió a reparar en que no estaba firmada a mano, sólo habían mecanografiado el nombre. O lo había hecho el propio Zimmerman si es que él la había escrito.

La cabeza le daba vueltas y sintió un mareo acompañado de náuseas que sin duda eran psicosomáticas. Subió en ascensor con la sensación de arrastrar un peso atado a los tobillos y otro sobre los hombros. Las primeras sombras de autocompasión se cernieron sobre su corazón y la pregunta «¿por qué yo?» perseguía sus pasos lentos. Para cuando llegó a su consulta, estaba agotado.

Se desplomó sobre la silla del despacho y cogió la carta de la Sociedad Psicoanalítica. Tachó mentalmente el nombre del abogado, aunque no era tan tonto como para pensar que ya no sabría nada más de Merlin, quienquiera que fuese. En la carta figuraba el nombre del terapeuta de Boston que su supuesta víctima estaba visitando, y Ricky supo que sin duda se pretendía que ése fuera su siguiente contacto. Por un momento deseó ignorar el nombre, no hacer lo que se esperaba de él, pero al mismo tiempo pensó que no proclamar con decisión su inocencia se consideraría propio de un hombre culpable, de modo que, aunque estuviera previsto y resultara inútil, tenía que hacer esa llamada.

Todavía con el estómago revuelto, marcó el número del terapeuta. Sonó una vez y, como medio esperaba, saltó un contestador automático:

«Le habla el doctor Martin Soloman. En este momento no puedo atender su llamada. Por favor, deje su nombre, su número y su mensaje y le llamaré lo antes posible.»

«Por lo menos no se ha ido aún de vacaciones», pensó Ricky.

– Doctor Soloman -dijo, intentando sonar con rabia e indignación-, soy el doctor Frederick Starks, de Manhattan. Una paciente suya me ha acusado de una grave falta de ética. Me gustaría informarle de que esas acusaciones son totalmente falsas. Son una fantasía, sin ninguna base en lo esencial ni en la realidad. Gracias.

Y colgó. La solidez del mensaje lo reanimó un poco. Consultó su reloj. «Cinco minutos -pensó-. Diez como mucho, para que me devuelva la llamada.»

En eso acertó. Al cabo de siete minutos sonó el teléfono.

Contestó con un grave y sólido:

– Al habla el doctor Starks.

Su interlocutor pareció inspirar hondo antes de hablar.

– Soy Martin Soloman, doctor. Recibí su mensaje y me pareció que lo mejor sería llamarle de inmediato.

Ricky esperó un momento antes de hablar, lo que llenó la línea de silencio.

– ¿Quién es esa paciente que me ha acusado?

Fue correspondido con un silencio igual antes de que Soloman contestara.

– No estoy autorizado aún a divulgar su nombre. Me ha dicho que, cuando los investigadores del Colegio de Médicos se pongan en contacto conmigo, se pondrá a su disposición. El mero hecho de denunciarlo a la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York ha sido un paso importante en su recuperación. Necesita seguir con precaución. Pero esto me parece increíble, doctor. Seguro que sabe quienes han sido sus pacientes en un margen tan corto de tiempo.

Y acusaciones como la suya, con los detalles que me ha dado en los últimos seis meses, sin duda dan crédito a lo que dice.

– ¿Detalles? ¿Qué clase de detalles?

– Bueno, no sé si debo… -vaciló el médico.

– No sea ridículo. No he creído ni por un momento que esa persona exista -lo interrumpió Ricky con brusquedad.

– Le aseguro que es real. Y su dolor es considerable -replicó el terapeuta, en una imitación de lo que el abogado Merlin había afirmado con anterioridad ese mismo día-. Francamente, doctor, encuentro sus desmentidos muy poco convincentes.

– A ver, entonces, ¿qué detalles?

– Le ha descrito física e íntimamente -afirmó Soloman tras vacilar-. Ha descrito su consulta. Puede imitar su voz de un modo que ahora me resulta asombrosamente exacto…