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Apreciado señor o señora:

Hace más de seis años inicié un tratamiento psicoanalítico con el doctor Frederick Starks, miembro de su organización. Pasados unos tres meses a razón de cuatro consultas semanales, empezó a hacerme lo que podría considerarse preguntas inoportunas. Siempre eran sobre mis relaciones sexuales con mis diversas parejas, incluido un marido del que me separé. Supuse que esas preguntas formaban parte del proceso analítico. Sin embargo, a medida que avanzaban las consultas, seguía pidiéndome detalles cada vez más explícitos de mi vida sexual. El tono de esas preguntas iba adquiriendo matices pornográficos. Cada vez que intentaba cambiar de tema, me obligaba a reanudarlo, siempre con una mayor cantidad de detalles. Me quejé, pero contestó que el origen de mi depresión residía en mi incapacidad de entregarme por completo en los encuentros sexuales. Poco después de esa sugerencia me violó por primera vez. Me dijo que si no accedía, jamás me sentiría mejor.

Practicar el sexo durante las consultas se convirtió en un requisito para el tratamiento. Era un hombre insaciable. Al cabo de seis meses, me dijo que mi tratamiento había terminado y que no podía hacer nada más por mí. Afirmó que yo estaba tan reprimida que seguramente necesitaría tratamiento farmacológico y hospitalización.

Me instó a ingresar en una clínica psiquiátrica de Vermont, pero no quiso ni siquiera llamar al director de ese hospital. El día que finalizó el tratamiento, me obligó a practicar sexo anal con él.

He tardado varios años en recuperarme de mi relación con el doctor Starks. Durante este tiempo he sido hospitalizada en tres ocasiones, cada vez durante más de seis meses. Tengo cicatrices de dos intentos fallidos de suicidio. Por fin ahora, con la ayuda constante de un terapeuta abnegado, he empezado el proceso de curación. Esta carta forma parte de ese proceso.

Por el momento, creo que debo permanecer en el anonimato, aunque el doctor Starks sabrá quién soy. Si deciden investigar este asunto, les ruego se pongan en contacto con mi abogado y/o mi terapeuta.

La carta no estaba firmada, pero incluía el nombre de un abogado con bufete del centro de la ciudad y el de un psiquiatra de las afueras de Boston.

A Ricky le temblaban las manos. Se sintió mareado y se apoyó contra la pared para conservar el equilibrio. Se sentía como un boxeador que ha recibido una paliza: desorientado, dolorido, a punto de caer a la lona en el momento en que la campana lo deja derrotado, pero milagrosamente de pie.

No había una sola verdad en la carta. Por lo menos que él supiera.

Se preguntó si eso tendría importancia.

8

Releyó las mentiras de aquella carta y sintió una aguda contradicción en su interior. Tenía el ánimo por los suelos y el corazón frío de desesperación, como si le hubieran arrebatado toda tenacidad, reemplazándola por una rabia tan alejada de su carácter normal que resultaba casi irreconocible. Empezaron a temblarle las manos, se le enrojeció la cara y unas gotitas de sudor le perlaron la frente. El mismo calor le subía por la nuca, las axilas y la garganta. Desvió la mirada de las cartas en busca de algo que romper, pero no encontró nada a su alcance, lo que lo encolerizó mas aun.

Empezó a pasearse por la consulta. Era como si todo su cuerpo se viese asaltado por un tic nervioso. Por último, se dejó caer en su vieja butaca de piel, detrás de la cabeza del diván, y permitió que los crujidos familiares y el tacto de la tapicería lo tranquilizarán al menos un poco.

No tenía ninguna duda sobre quién se había inventado aquella denuncia. El anonimato de la falsa víctima se lo dejaba muy claro. Lo más importante era averiguar por qué. Sabía que había algo previsto y tenía que aislar e identificar qué era.

Ricky tenía un teléfono en el suelo, junto a la butaca, y se inclinó hacia él. En unos segundos obtuvo en información el número del despacho del presidente de la Sociedad Psicoanalítica. Rechazó la oferta electrónica de marcar el número por él y pulsó con rabia los dígitos del aparato. Se recostó para esperar que contestaran.

La voz vagamente familiar de su colega analista contestó al teléfono. Pero tenía el cariz artificial y monótono de una grabación.

«Hola. Ha llamado al despacho del doctor Martin Roth. Estaré fuera del al 29 de agosto. En caso de emergencia, marque el 555 1716 para acceder a un servicio localizador durante mis vacaciones. También puede llamar al 555 2436 y hablar con el doctor Albert Michaels del hospital Columbia Presbyterian, que me sustituye este mes. Si cree que es una crisis grave, le ruego llame a ambos números. El doctor Michaels y yo nos pondremos en contacto con usted.»

Ricky colgó y marcó el primero de los dos números. sabía que el segundo era el de un psiquiatra en su segundo o tercer año de residente en el hospital. Los residentes sustituían a los médicos de reconocido prestigio durante las vacaciones y eran una opción en que las recetas sustituían las charlas, que constituían el puntal del tratamiento analítico.

El primer número pertenecía a un servicio de contestador.

– Buenos días -respondió una voz de mujer cansada-. Al habla con el servicio del doctor Roth.

– Necesito dejar un mensaje para el doctor -dijo Ricky.

– El doctor está de vacaciones. En caso de urgencia, debe llamar al doctor Albert Michaels en el…

– Ya tengo ese número -la interrumpió Ricky-, pero no es esa clase de urgencia ni esa clase de mensaje.

– Bueno… -vaciló la mujer, más sorprendida que confusa-. No sé si debería llamarle durante sus vacaciones por un mensaje cualquiera…

– Querrá oír éste -le aseguró Ricky.

Le costaba ocultar la frialdad de su voz.

– No sé -dijo la mujer-. Tenemos un procedimiento.

– Todo el mundo tiene un procedimiento -le espetó Ricky-. Los procedimientos existen para impedir el contacto, no para favorecerlo. La gente sin imaginación y sin ideas llena su cabeza con programas y procedimientos. La gente con carácter sabe cuándo prescindir de los procedimientos. ¿Es usted esa clase de persona, señorita?

– ¿Cuál es el mensaje? -le preguntó la mujer tras vacilar un instante.

– Diga al doctor Roth que el doctor Frederick Starks… Será mejor que lo anote, porque quiero que me cite con exactitud…

– Lo estoy anotando -dijo la mujer con aspereza.

– Dígale que el doctor Starks recibió su carta y examinó la denuncia. Y que desea informarle de que no hay ni una sola palabra cierta en ella. Es una fantasía total y absoluta.

– Ni una sola palabra cierta… Muy bien. Fantasía. ¿Quiere que lo llame para darle este mensaje? Está de vacaciones.

– Todos estamos de vacaciones. Sólo que algunos tienen vacaciones más interesantes que otros. Este mensaje hará que las del doctor sean mucho más interesantes. Asegúrese de que lo recibe en estos términos exactos o me encargaré de que en septiembre tenga que buscarse otro empleo. ¿Está claro?

– Descuide -contestó la mujer. No parecía intimidada-. Pero ya se lo dije: tenemos unos procedimientos muy estrictos. No me parece que esto se ajuste a nada…

– Intente no ser tan previsible -aconsejó Ricky-. De ese modo, podrá salvar su trabajo.

Y colgó.

Se reclinó en el asiento. No recordaba haber sido tan grosero y exigente, por no decir amenazador, en años. Además, no era su forma de ser. Pero sabía que quizá tendría que actuar en contra de su forma de ser muchas veces a lo largo de los siguientes días.

Volvió a mirar la carta del doctor Roth y, a continuación, releyó la denuncia anónima. Luchando todavía con la indignación de quien es acusado falsamente, trató de medir el impacto de las cartas y dar una respuesta a la pregunta «¿por qué?». Era evidente que Rumplestiltskin tenía en mente algún efecto concreto, pero ¿cuál?

Empezó a ver con claridad algunas cosas.