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Llevó el café a la consulta, donde puso la carta de Rumplestiltskin en el escritorio, frente a él. De vez en cuando lanzaba una mirada hacia la ventana, como si esperase vislumbrar a Virgil, desnuda, merodeando en la calle o asomada a una ventana de uno de los pisos de enfrente. Sabía que estaba cerca o, por lo menos, así lo creía conforme a lo que ella le había dicho.

Se estremeció de modo involuntario y contempló la carta.

Por un instante, sintió una mezcla de mareo y acaloramiento.

– ¿Qué está pasando? -se preguntó en voz alta.

Roger Zimmerman pareció entrar en la habitación en ese momento, aun muerto tan irritante y exigente como en vida. Como siempre, quería respuestas a todas las preguntas equivocadas.

Marcó de nuevo el número del difunto con la esperanza de encontrar a alguien. Se sentía obligado a hablar con alguien sobre la muerte de Zimmerman, pero no sabía con quién exactamente. De modo inexplicable, la madre seguía sin aparecer, y Ricky se reprochó no haber preguntado a la detective Riggins por su paradero.

Supuso que estaba con alguna vecina, o en un hospital. Zimmerman tenía un hermano menor que vivía en California y con quien no se relacionaba demasiado. El hermano trabajaba en la industria cinematográfica de Los Ángeles y no había querido tener nada que ver con los cuidados de su madre, una mujer difícil y parcialmente inválida, renuencia que había provocado que Zimmerman se quejara de él sin cesar. Zimmerman había sido un hombre que se deleitaba con lo espantosa que era su vida, y prefería quejarse a cambiarla. Para Ricky, era esa cualidad la que hacia casi imposible que se hubiese suicidado. sabía que lo que la policía y sus compañeros de trabajo habían considerado desesperación era la verdadera y única dicha de Zimmerman. Vivía para sus odios. La tarea de Ricky como analista era darle la capacidad de cambiar.

Había esperado que, a la larga, llegaría el momento en que Zimmerman se daría cuenta de cómo limitaba su vida el estar eternamente enfadado. El momento en que el cambio fuera posible habría sido peligroso porque probablemente la idea de que no necesitaba dirigir su vida del modo en que lo hacia habría sumido a Zimmerman en una depresión importante. Habría sido vulnerable entonces, cuando por fin se hubiera dado cuenta de la cantidad de días desperdiciados. Comprender eso podría haberle provocado una desesperación real y acaso mortal.

Pero para ese momento faltaban muchos meses, y más probable aún, muchos años.

Zimmerman acudía todos los días a su consulta pensando que el análisis era sólo una oportunidad de desahogarse cincuenta minutos, como el silbato de vapor de una locomotora a la espera del tirón del maquinista. Lo poco que había logrado percibir lo había usado para preparar nuevas vías para su cólera.

Quejarse le divertía. No estaba acorralado ni agobiado por la desesperación.

Ricky sacudió la cabeza. En veinticinco años había tenido tres pacientes que se habían suicidado. A dos de ellos se los habían enviado con todos los síntomas clásicos del suicida potencial y sólo los había tratado poco tiempo antes de que acabaran con sus vidas. En esas ocasiones se había sentido impotente, pero era una impotencia libre de culpa. La tercera muerte, en cambio, había sido de un paciente de mucho tiempo, cuya espiral descendente no había sido capaz de detener, ni siquiera con fármacos antidepresivos, tratamiento que rara vez recetaba, y no había querido mencionarlo a la detective Riggins, ni siquiera ahorrándole los detalles.

«Ése era el retrato de un suicida. Zimmerman no», pensó con un ligero estremecimiento, como si la habitación se hubiese enfriado de repente.

Pero la idea de que hubieran empujado a Zimmerman bajo un metro para enviarle a él una advertencia era mucho más horrenda. Le partía el alma. Era la clase de idea que evocaba una chispa alcanzando un charco de gasolina. Una idea imposible de transmitir con verosimilitud. Se imaginó volviendo a la oficina demasiado iluminada y bastante caótica de la Riggins para denunciar que unos desconocidos habían asesinado a una persona que no conocían y que no les importaba en absoluto para obligarle a él a participar en una especie de juego mortal. «Es cierto pero inverosímil, en especial para una detective mal pagada y con exceso de trabajo», pensó.

Y al mismo tiempo comprendió que ellos lo sabían.

El hombre que decía llamarse Rumplestiltskin y la mujer que se apodaba Virgil sabían que no había ninguna prueba sólida que los relacionase con este crimen horrendo aparte de las inconsistentes alegaciones de Ricky. Aunque la detective Riggins no lo echara riendo de su oficina (que lo haría), ¿qué motivo tendría para seguir la rocambolesca pista propuesta por un médico de quien creía, de modo acertado, que preferiría más una explicación grotesca, digna de una novela de misterio, para esa muerte antes que el evidente suicidio que profesionalmente lo dejaba en tan mal lugar?

Podía contestar a esa pregunta con una sola palabra: ninguno.

La muerte de Zimmerman había sido planeada para contribuir a la de Ricky. Y nadie lo sabría, salvo él. Aquello le dio náuseas.

Se retrepó en la silla y comprendió que estaba en un momento critico. En las horas pasadas desde la aparición de la carta en la sala de espera, se había visto atrapado en una serie de hechos sobre los que carecía por completo de perspectiva. El análisis requiere paciencia y ahora él no tenía ninguna. Requiere tiempo y tampoco disponía de él. Miró el calendario que le había dado Virgil. Los catorce días que quedaban parecían un período demasiado corto. Pensó un instante en un condenado en el corredor de la muerte al que comunican que finalmente el gobernador ha firmado su sentencia con la fecha, la hora y el lugar de la ejecución. Era una imagen demoledora y la apartó diciéndose que, hasta en la cárcel, los hombres luchaban por sobrevivir. Inspiró con fuerza.

«El mayor lujo de nuestra existencia, por miserable que sea, es que no sabemos los días que nos han tocado en suerte», pensó. El calendario que había sobre el escritorio parecía burlarse de él.

– No es un juego -dijo a nadie-. Nunca lo ha sido.

Tomó la carta de Rumplestiltskin y examinó el poemita.

«Es una pista -se dijo-. La pista de un psicópata. ¡Mírala con atención!»

Un retoño y sus padres a su lado…

«Bueno -pensó-, es interesante que el autor utilice la palabra “retoño”, porque así no especifica el sexo.»

El padre soltó amarras, se largó…

El padre se marchó. «Soltar amarras» podría ser literal o simbólico, pero en cualquier caso, el padre dejó a la familia. Fueran cuales fueran las causas del abandono, Rumplestiltskin debía de haber albergado su resentimiento durante años. Tuvo que ser alimentado por la madre, que se quedó sola. Él, Ricky, había colaborado en el desarrollo de una rabia que había tardado años en volverse asesina. Pero ¿de qué manera? Eso era lo que tenía que averiguar.

Llegado a ese punto, pensó que Rumplestiltskin era hijo de algún paciente. La pregunta era: ¿qué clase de paciente?

Un paciente infeliz y fracasado, evidentemente. Alguien que había interrumpido el tratamiento, lo más seguro. Pero ¿qué posición ocupaba el paciente: la madre que se quedó con los hijos sola y resentida o el padre que había abandonado a la familia? ¿Había fracasado en el tratamiento de la mujer abandonada o había dado ímpetu al hombre para dejar a su familia? Era un poco como la película japonesa Rashomon, en que se examina el mismo hecho desde posiciones diametralmente opuestas, con interpretaciones muy dispares. Él había interpretado un papel en una situación que desembocaba en una cólera asesina, pero no sabía en qué bando.

Ricky pensó que todo debió de ocurrir veinte o veinticinco años atrás, porque Rumplestiltskin tuvo que convertirse en un adulto con los recursos necesarios para planear su venganza.

Se preguntó cuánto tiempo tardaría en forjarse un asesino. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un solo instante? No lo sabía, pero supuso que conseguiría averiguarlo.