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La oscuridad no cambió.

Accionó el conmutador una docena de veces y la habitación se llenó de clics.

Nada.

Ricky se quedó inmóvil en el asiento, intentando dar con una explicación lógica para que ninguna de las lámparas de su consulta funcionara. No la encontró.

Respiraba hondo escuchando la noche, buscando distinguir los sonidos secundarios de la ciudad. Con los nervios de punta, aguzó el oído a la vez que el resto de sus sentidos se aunaba para decidir si estaba realmente solo. Una parte de él quería salir disparado hacia la puerta, huir por el pasillo y buscar a alguien que lo acompañara de vuelta a su casa. Contuvo este impulso y reconoció el pánico que implicaba. Se obligó a conservar la calma.

No oyó nada, pero eso no significaba que no hubiera nadie en su casa. Trató de imaginar dónde podría esconderse alguien, en qué armario o rincón, bajo qué mesa. Y se concentró en esos sitios, como si desde su asiento de analista tras el diván pudiera examinar esas zonas ocultas. Pero ese esfuerzo fue también infructuoso o, como mínimo, insatisfactorio. Intentó recordar dónde tenía una linterna o velas. Seguramente en un estante de la cocina, junto a las bombillas de recambio. Siguió sentado un minuto más, reacio a abandonar su conocido asiento, y sólo logró levantarse convenciéndose de que buscar alguna clase de luz era la única reacción razonable.

Se dirigió con cautela hacia el centro de la habitación, de nuevo con las manos extendidas delante, igual que un ciego. Estaba a mitad de camino cuando sonó el teléfono de la mesa.

El ruido lo paralizó.

Se volvió tambaleante hacia el escritorio y se inclinó sobre él.

Con la mano tumbó un cubilete de bolígrafos y lápices. Agarró el teléfono justo antes del sexto timbrazo, que habría puesto en marcha el contestador automático.

– ¿Diga? ¿Diga?

No hubo respuesta.

– ¿Diga? ¿Quién llama?

La comunicación se cortó de golpe.

Ricky sostuvo el auricular en la oscuridad y maldijo, en silencio primero y no tan silenciosamente después.

– ¡Por todos los demonios! -exclamó-. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.

Colgó y apoyó las manos en la superficie de la mesa, como si estuviera cansado y necesitara recuperar el aliento. Maldijo otra vez, aunque en voz más baja.

El teléfono volvió a sonar.

Dio un respingo, sorprendido, antes de alargar la mano para buscar a tientas el auricular, que golpeó el escritorio. Se lo llevó a la oreja.

– No tiene gracia -dijo.

– Doctor Ricky -susurró la voz profunda, aunque juguetona, de Virgil-. Nadie ha sugerido en ningún momento que se tratara de una broma. De hecho, el señor R no tiene demasiado sentido del humor, o eso me han dicho.

Ricky contuvo la sarta de improperios que le subió por la garganta y dejó que, en su lugar, el silencio hablara por él.

Pasados unos segundos, Virgil soltó una carcajada. El sonido resultó terrible a través de la línea telefónica.

– Todavía estás a oscuras, ¿verdad, Ricky?

– Si -contestó-. Seguro que has estado aquí. Tú o alguien como tú entró mientras yo estaba fuera y…

– Tú eres el analista, Ricky -susurró Virgil, casi seductora-.

Cuando estás a oscuras respecto a algo, en especial algo sencillo, ¿qué haces?

No respondió. Virgil rió de nuevo.

– Vamos, Ricky. ¿Y tú te consideras un maestro del simbolismo y de la interpretación de todo tipo de misterios? ¿Cómo arrojas luz sobre algo cuando sólo hay oscuridad? Vamos, es tu trabajo, ¿no?

No le permitió contestar.

– Sigue el camino más fácil hacia la respuesta.

– ¿Cómo?

– Veo que vas a necesitar que te ayude mucho los próximos días si quieres esforzarte corno es debido para salvar tu propia vida. ¿O prefieres quedarte sentado a oscuras hasta que llegue el día en que tengas que suicidarte?

Se sintió confundido.

– No entiendo -admitió.

– Lo harás muy pronto -aseguró Virgil y colgó, dejándolo agarrado al auricular con impotencia.

Pasaron unos segundos antes de que lo devolviera al soporte. La penumbra que reinaba en la habitación parecía envolverlo, cubriéndolo de desesperación. Repasó las palabras de Virgil, que le parecían obtusas, crípticas e incomprensibles. Quiso gritar que no tenía idea de su significado, frustrado tanto por la oscuridad que lo rodeaba como por la sensación de que su espacio privado había sido perturbado y violado. Apretó los dientes, aferrando el borde de la mesa y gruñendo de rabia. Quería coger algo y romperlo.

– ¡Un camino fácil! -casi gritó-. ¡En la vida no hay caminos fáciles!

El sonido de sus propias palabras extinguiéndose en la habitación oscura tuvo el efecto inmediato de acallarlo. Le hervía la sangre, al borde de la furia.

– Fácil, fácil… -masculló.

Y entonces tuvo una idea. Le sorprendió que hubiera logrado superar su creciente cólera.

– No puede ser… -dijo mientras alargaba la mano izquierda hacia la lámpara de sobremesa.

Palpó la base y encontró el cable. Lo sostuvo entre los dedos y lo siguió hacia abajo, hacia donde estaba empalmado a un alargo que recorría la pared hasta el enchufe. Se arrodilló en el suelo y encontró el extremo. Estaba desconectado. Tuvo que palpar unos segundos más para encontrar el final del alargo, pero lo logró. Lo conectó al cable y, de golpe, la habitación se iluminó. Se incorporó y se volvió hacia la lámpara situada tras el diván y vio que también estaba desenchufada. Alzó los ojos hacia la lámpara que colgaba del techo y supuso que simplemente habrían aflojado la bombilla del portalámparas.

En el escritorio, el teléfono sonó por tercera vez.

– ¿Cómo conseguiste entrar? -preguntó al descolgar.

– ¿Crees que el señor R no puede permitirse un buen cerrajero? -repuso Virgil con coquetería-. ¿O un atracador profesional? ¿Alguien experto en los cerrojos antiguos y pasados de moda que tienes en la puerta principal, Ricky? ¿No has pensado nunca en algo más moderno? ¿Sistemas de cerradura eléctricos con detectores de movimientos por infrarrojos y láser? ¿Tecnología dactilar o incluso esos sistemas de reconocimiento de retina que usan en las instalaciones del gobierno? Ya sabes que la gente puede conseguir bajo cuerda ese tipo de cosas a través de contactos turbios. ¿No has sentido nunca la necesidad de modernizar un poco tu seguridad personal? La luz sólo da una apariencia de seguridad.

– Nunca he necesitado esas tonterías -gruñó Ricky pomposamente.

– ¿No te han entrado nunca en casa? ¿Nunca te han robado? ¿En todos los años que llevas en Manhattan?

– No.

– Bueno -dijo Virgil con petulancia-, supongo que nadie ha pensado que tengas nada valioso. Pero ya no es así, ¿verdad, doctor? Mi jefe lo cree, y parece más que dispuesto a conseguir su objetivo.

Ricky no contestó. Levantó los ojos de golpe para mirar por la ventana.

– Puedes verme -dijo, agitado-. Me estás viendo ahora mismo, ¿no? ¿Cómo, si no, ibas a saber que he conseguido dar la luz?

– Muy bien, Ricky -ironizó Virgil-. Estás haciendo algún progreso si puedes por fin afirmar lo evidente.

– ¿Dónde estás?

– Cerca -respondió Virgil tras una pausa-. Detrás de ti, Ricky. Soy tu sombra. ¿De qué te serviría tener un guía hacia el infierno sí no estuviera ahí cuando lo necesitaras?

Ricky no respondió.

– Bueno -prosiguió Virgil, y su voz volvió a adoptar el tono cantarín que Ricky empezaba a encontrar irritante-, te daré una pista, doctor. El señor R tiene un sano espíritu deportivo. Después de toda la planificación necesaria para su venganza, ¿crees que querría jugar con normas que no puedas percibir? ¿Qué has averiguado esta noche, Ricky?

– Que tú y tu jefe sois unas personas enfermas y asquerosas. No quiero tener nada que ver con vosotros.

La risa de Virgil sonó gélida y monocorde a través de la línea telefónica.

– ¿Eso es lo que has averiguado? ¿Y cómo has llegado a tal conclusión? Fíjate que no te lo estoy negando. Pero me interesaría saber con qué teoría psicoanalítica o médica has llegado a este diagnóstico cuando, según mi modesta opinión, no nos conoces en absoluto. Por Dios, si tú y yo sólo tuvimos una sesión. Y todavía no tienes idea de quién es Rumplestiltskin. Pero estás dispuesto a sacar toda clase de conclusiones apresuradas. Mira, Ricky, me parece que eso es peligroso para ti, dada la precariedad de tu situación. Deberías intentar mantener una actitud más abierta.