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– Tome asiento al lado de Lu Anne -dijo el detective-. Informaré a Riggins de que está usted aquí.

Ricky se puso tenso al oír el nombre de la mujer. Inspiró hondo y se acercó a la hilera de sillas.

– ¿Puedo sentarme aquí? -preguntó a la vez que señalaba la que estaba situada junto a la mujer.

Ella levantó los ojos, algo sorprendida.

– El señor quiere saber si se puede sentar aquí. ¿Quién cree que soy yo? ¿La reina de las sillas? ¿Qué debería decirle? ¿Sí? ¿No?

– Puede sentarse donde quiera…

Lu Anne tenía unas uñas mugrientas y rotas, cicatrices y ampollas en las manos y, en una, un corte que parecía infectado, con la piel hinchada alrededor de una costra morada. Ricky pensó que debía de ser doloroso, pero no dijo nada. Lu Anne se frotó las manos como un cocinero que espolvorea un plato con sal.

Ricky se sentó en la silla. Se movió, como si tratara de ponerse cómodo, y preguntó:

– ¿Así que usted estaba en el andén cuando ese hombre se cayó a la vía?

Lu Anne levantó la mirada hacia los fluorescentes y contempló el resplandor brillante e implacable.

– Así que el señor quiere saber si yo estaba ahí cuando el hombre saltó delante del tren -contestó después de estremecerse ligeramente-. No se imagina lo que yo vi, toda la sangre y la gente que gritaba, algo terrible. Y después llegó la policía.

– ¿Usted vive en la estación de metro?

– El señor quiere saber si vivo ahí. Pues bien, debería decirle que a veces. A veces vivo ahí.

Lu Anne apartó por fin la mirada de los fluorescentes y, con un rápido parpadeo, pareció mover la cabeza como si viera fantasmas por la habitación. Pasado un momento, se volvió hacia Ricky.

– Lo vi -dijo-. ¿Estaba usted también ahí?

– No, pero conocía al hombre que murió.

– Oh, qué triste. -Lu Anne sacudió la cabeza-. Muy triste para usted. Algunos conocidos míos han muerto. Fue triste para mí entonces.

– Sí -respondió Ricky-, es muy triste. -Se obligó a sonreirle y ella le devolvió el gesto-. Digame, Lu Anne, ¿qué vio?

La mujer tosió un par de veces, como para aclararse la garganta.

– El señor quiere saber qué vi -soltó mirando a Ricky-. Quiere saber sobre el hombre que murió y la mujer bonita.

– ¿A qué mujer bonita se refiere? -preguntó Ricky intentando conservar la calma.

– El señor no sabe lo de la mujer bonita.

– No, no lo sé. Pero me interesa -aseguró para animarla.

Los ojos de Lu Anne se desviaron a lo lejos, como si se concentrara en algo más allá de su visión, como un espejismo, y habló con tono amable.

– El señor quiere saber lo de la mujer bonita que se me acerca justo después de que el hombre hiciera ¡zas! Y me habla muy bajito cuando me pregunta: «¿Lo has visto, Lu Anne? ¿Has visto cómo el hombre se lanzaba bajo el tren? ¿Has visto cómo se acercaba al borde cuando el tren iba a pasar? Era el expreso, claro, y no para, no, nunca para, tienes que tomar el metropolitano si quieres subirte a un tren. Y ¿has visto cómo se tiraba? ¡Terrible, terrible!». Ella me dice: «Lu Anne, ¿has visto cómo se suicidaba?

Nadie lo ha empujado. Nadie en absoluto, Lu Anne. Tienes que estar totalmente segura de eso, Lu Anne. Nadie ha empujado al hombre. ¡Zas!, sólo se ha lanzado». Eso me dice la mujer. Qué triste. Debía de tener muchas ganas de morirse de repente, ¡zas! Y entonces hay un hombre a su lado, al lado de la mujer bonita y me dice: «Lu Anne, tienes que contarle a la policía lo que has visto, decirle que el hombre ha pasado entre los demás hombres y mujeres que había en el andén y ha saltado, ¡zas! Muerto». Y la mujer bonita me dice: «Se lo dirás a la policía, Lu Anne. Es tu obligación como ciudadana contarles que viste saltar al hombre». Y me da diez dólares. Diez dólares sólo para mí. Pero me lo hace prometer.

Me dice: «Lu Anne, promete que irás a la policía y les contarás que viste al hombre saltar a la vía». Y yo le digo: «Si, lo prometo». Y he venido a contárselo a la policía, tal como ella me dijo y como yo le prometí. ¿También le dio diez dólares a usted?

– No -musitó Ricky-. No me dio diez dólares.

– Oh, qué lástima -contestó Lu Anne meneando la cabeza-.

Mala suerte.

– Sí. Es una lástima -coincidió Ricky-. Y mala suerte, también.

Levantó la mirada y vio que la detective cruzaba la oficina hacia ellos.

Parecía aún más agotada por los acontecimientos del día de lo que Ricky había supuesto antes, al verla al otro lado de la oficina.

La detective Riggins se movía con una parsimonia que revelaba músculos doloridos, fatiga y un estado de ánimo socavado en parte por el calor del día y, sin duda, por pasarse la tarde tratando laboriosamente de recoger los restos del infortunado señor Zimmerman, y reconstruyendo después sus últimos momentos antes de lanzarse a las vías. Que lograra esbozar una leve sonrisa a modo de presentación le sorprendió.

– Hola -dijo-. Creo que está aquí por el señor Zimmerman.

– Pero antes de que pudiera contestar, Riggins se volvió hacia Lu Anne y añadió-: Lu Anne, pediré a un agente que la lleve a pasar la noche al albergue de la calle Ciento dos. Gracias por venir. Ha sido de gran ayuda. Quédese en el albergue, ¿entendido? Por si necesito volver a hablar con usted.

– La señorita dice que me quede en el albergue pero no sabe que detestamos el albergue. Está lleno de gente mezquina y loca que te roba y te apuñala si se entera de que una mujer bonita te ha dado diez dólares.

– Me aseguraré de que nadie se entere y no correrá peligro. Por favor.

– Lo intentaré, detective -dijo Lu Anne, lo que contradecía la negación que hacía con la cabeza.

Riggins indicó la puerta, donde un par de agentes uniformados estaban esperando.

– Esos hombres la llevarán, ¿vale?

Lu Anne se levantó y sacudió la cabeza.

– El viaje en coche será divertido, Lu Anne. Si quiere, les pediré que pongan las luces y la sirena.

Eso hizo sonreír a Lu Anne, que asintió con entusiasmo infantil. La detective hizo señas a los policías de uniforme y dijo:

– Ponedle la alfombra roja a esta testigo. Luces y acción todo el trayecto, ¿de acuerdo?

Ambos agentes se encogieron de hombros, sonrientes. No tenían objeciones, siempre y cuando Lu Anne subiera y bajara del coche lo bastante rápido como para que su hedor a sudor y suciedad no se quedara impregnado en el interior.

Ricky observó que la mujer perturbada asentía y hablaba de nuevo consigo misma mientras se alejaba arrastrando los pies acompañada por los policías. Se volvió y vio que la detective Riggins también contemplaba su marcha.

– No está tan mal como otros -suspiró ella-. Y no se mueve demasiado. Siempre puedes encontrarla en el ultramarinos de la calle Noventa y siete, en la parada de metro donde estaba hoy o en la entrada al Riverside Park de la calle Noventa y seis. Desde luego está loca, pero no es desagradable, como otros. Me gustaría saber quién es realmente. ¿Cree que puede haber alguien en algún lugar preocupado por ella, doctor? ¿En Cincinnati o Minneapolis?

Familia, amigos, parientes que se pregunten qué ha sido de su excéntrica tía o prima. A lo mejor es heredera de una fortuna del petróleo o ganadora de la lotería. Eso estaría bien, ¿verdad? Me gustaría saber qué le pasó para acabar así. Para que todas las sustancias químicas del cerebro le burbujeen descontroladas. Pero ése es su ámbito, no el mío.

– No soy demasiado partidario de las medicaciones -dijo Ricky-, a diferencia de algunos de mis colegas. Pero una esquizofrenia tan profunda como la suya necesita medicación. Lo que yo hago seguramente no ayudaría demasiado a Lu Anne.

Riggins le indicó su mesa, que tenía una silla dispuesta al lado.

Cruzaron juntos la oficina.

– Usted se basa en hablar, ¿eh? La articulación de los problemas, ¿no? ¿Venga a hablar y hablar, y más hablar, y tarde o temprano todo se resuelve?

– Eso sería una simplificación excesiva, detective. Pero no imprecisa.