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Zimmerman era un hombre amargado pero incapaz de callarse nada. Ricky colgó con brusquedad el auricular y agarró la chaqueta. En unos segundos estaba fuera.

Las calles de la ciudad seguían llenas de luz diurna, aunque ya era el atardecer. El resto del tráfico de la hora punta atascaba aún la calzada, aunque la multitud de peatones que saturaba las aceras se había reducido un poco. Nueva York, como toda gran ciudad, aunque presumiera de veinticuatro horas de vida al día, seguía los mismos ritmos que cualquier otro sitio: energía por la mañana, determinación a mediodía, apetito por la noche. No prestó atención a los restaurantes abarrotados, aunque más de una vez percibió un olor apetitoso al pasar por delante de alguno.

Pero en ese momento el apetito de Ricky Starks era de otro tipo.

Hizo algo que no hacía casi nunca. En lugar de tomar un taxi, se dispuso a cruzar Central Park a pie. Pensó que el tiempo y el ejercicio le ayudarían a dominar sus emociones, a controlar lo que le estaba pasando. Pero a pesar de su formación y de sus cacareados poderes de concentración, le costaba recordar lo que Virgil le había dicho, aunque no tenía dificultad en evocar hasta el último matiz de su cuerpo, desde su sonrisa juguetona hasta la curva de sus senos o la forma de su sexo.

El calor del día se había prolongado al anochecer. Al cabo de pocos metros, notó que el sudor se le acumulaba en el cuello y las axilas. Se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, lo que le daba un aspecto desenvuelto que contradecía lo que sentía. El parque todavía estaba lleno de gente que hacía ejercicio y más de una vez se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de corredores. Vio gente disciplinada que paseaba al perro en las zonas habilitadas para ello y pasó junto a varios partidos de béisbol en campos dispuestos de tal modo que los perímetros se tocaban. A menudo, un jugador exterior derecho estaba más o menos junto al exterior izquierdo de otro partido. Parecía existir una extraña etiqueta urbana para este espacio compartido, de modo que cada jugador concentraba la atención en su propio partido sin inmiscuirse en el otro. De vez en cuando, una pelota bateada invadía el terreno del otro campo, y los jugadores encajaban diligentemente esa interrupción antes de seguir con el suyo. Ricky pensó que la vida rara vez era tan sencilla y tan armoniosa.

«Normalmente nos estorbamos los unos a los otros», pensó.

Tardó otro cuarto de hora de paseo a buen ritmo en llegar a la manzana de la casa de Zimmerman. Para entonces estaba sudado de verdad, y deseaba llevar unas zapatillas de deporte viejas en lugar de aquellos mocasines de piel que parecían irle pequeños y amenazaban con provocarle llagas. Tenía empapada la camiseta y manchada la camisa azul, el cabello apelmazado y pegado a la frente. Se detuvo frente al escaparate de una tienda para comprobar su aspecto y, en lugar del médico disciplinado y sereno que saludaba a sus pacientes con el rostro inexpresivo a la puerta de su consulta, vio a un hombre desaliñado y ansioso, perdido en un mar de indecisión. Parecía agobiado y acaso un poco asustado.

Dedicó unos instantes a recobrar la compostura.

Nunca antes, en sus casi tres décadas de profesión, había roto la relación rígida y formal entre paciente y analista. Jamás había imaginado que iría a casa de un paciente a ver cómo estaba. Por muy desesperado que pudiese sentirse el paciente, era éste quien se desplazaba con su depresión hacia la consulta. El quien se acercaba a Ricky. Si estaba angustiado y abrumado, lo llamaba y pedía hora. Eso formaba parte del proceso de mejora. Por difícil que les resultara a algunas personas, por mucho que sus emociones las incapacitaran, el mero acto físico de ir a su consulta era un paso fundamental. Verse fuera de la consulta era algo totalmente excepcional. A veces, las barreras artificiales y las distancias que creaba la relación entre paciente y médico parecían crueles, pero gracias a ellas se llegaba a la percepción.

Vaciló en la esquina, a media manzana del piso de Zimmerman, un poco sorprendido de estar ahí. Que su vacilación se diferenciara poco de las veces en que Zimmerman caminaba arriba y abajo frente a su edificio le pasó inadvertido.

Dio dos o tres pasos y se detuvo. Sacudió la cabeza y, en voz baja, masculló:

– No puedo hacerlo.

Una pareja joven que pasaba cerca debió de oír sus palabras, porque el chico dijo:

– Claro que puedes, tío. No es tan difícil.

La chica se echó a reír y simuló darle un golpecito como si lo reprendiera por ser tan ingenioso y maleducado a la vez. Siguieron adelante, hacia lo que les esperara esa noche, mientras que Ricky seguía parado, balanceándose como un bote amarrado, incapaz de desplazarse, pero aun así zarandeado por el viento y las corrientes.

Recordó las palabras de Virgil: Zimmerman había decidido dejar el tratamiento a las dos y treinta y siete de esa tarde en una parada de metro cercana.

No tenía sentido.

Miró hacia atrás y vio una cabina telefónica en la esquina. Se acercó, introdujo una moneda y marcó el número de Zimmerman.

De nuevo el teléfono sonó una docena de veces sin que nadie contestara.

Esta vez, sin embargo, Ricky se sintió aliviado. La ausencia de respuesta en casa de Zimmerman parecía eximirlo de la necesidad de llamar a su puerta, aunque le sorprendía que la madre no contestara. Según su hijo, se pasaba casi todo el día postrada en cama, incapacitada y enferma, salvo para sus inagotables exigencias y comentarios denigrantes, que soltaba sin cesar.

Colgó y retrocedió. Echó un largo vistazo al edificio donde vivía Zimmerman y sacudió la cabeza. «Tienes que controlar esta situación», se dijo.

La carta amenazadora, el acoso a la hija de su sobrino y la aparición de aquella despampanante mujer en su consulta habían alterado su equilibrio. Necesitaba reimplantar el orden en los acontecimientos y trazarse un camino para salir del juego en que estaba atrapado. Lo que no debía hacer era malograr casi un año de análisis con Roger Zimmerman por estar asustado y actuando con precipitación.

Decirse estas cosas lo tranquilizó. Dio media vuelta, decidido a regresar a su casa y hacer las maletas para irse de vacaciones.

Sin embargo, vio la entrada de la parada de metro de la calle Noventa y dos. Como muchas otras, consistía en unas simples escaleras que se hundían en la tierra, con un discreto rótulo de letras amarillas arriba. Avanzó en esa dirección, se detuvo un momento en lo alto de las escaleras y bajó, impulsado de repente por una sensación de error y de miedo, como si algo estuviera saliendo despacio de la niebla y volviéndose nítido. Sus pasos resonaron en los peldaños. La luz artificial zumbaba y se reflejaba en las baldosas de la pared. Un tren distante gruñó en un túnel. Lo asaltó un olor rancio, como al abrir un armario que lleva años cerrado, seguido de una sensación de moderado calor, como si las temperaturas del día hubiesen calentado la parada y ésta recién empezara a enfriarse. En ese momento había poca gente en la estación, y en la taquilla vio a una mujer negra. Esperó un momento hasta que no la atosigara nadie pidiéndole cambio y se acercó. Se inclinó hacia la rejilla plateada para hablar a través del cristal.

– Perdone -dijo.

– ¿Quiere cambio? ¿Direcciones? En aquella pared de allí tiene los planos.

– No es eso. Me gustaría saber algo. Sé que puede parecer extraño pero…

– ¿Qué es lo que quiere?

– Bueno, me gustaría saber si hoy ha ocurrido algo aquí. Esta tarde…

– Para eso tendrá que hablar con la policía -afirmó la mujer con energía-. Ha ocurrido antes de mi turno.

– Pero ¿qué…?

– Yo no estaba. No he visto nada.

– Pero ¿qué ha pasado?

– Un hombre se lanzó a las vías, O se cayó, no lo sé. La policía vino y se fue antes de que empezara mi turno. Lo limpiaron todo y se llevaron a un par de testigos. Eso es todo lo que sé.