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– Tengo una hermana que estuvo en terapia después de divorciarse. Le sirvió para enderezar su vida. Por otra parte, mi prima Marcie, que es una de esas personas que está siempre hundida, asistió a una durante tres años y acabó más jodida que antes de empezar.

– Lamento oír eso. Como en cualquier profesión, hay muchos grados de competencia. -Ambos se sentaron a la mesa-. Pero…

Riggins le interrumpió.

– Dijo que era el terapeuta del señor Zimmerman. ¿Correcto?

Sacó un bloc y un lápiz.

– Si. Se psicoanalizó durante un año. Pero…

– ¿Y detectó alguna tendencia suicida agudizada el último par de semanas?

– No. En absoluto -aseguró Ricky.

– ¿De veras? -La mujer arqueó las cejas con leve sorpresa-.

– ¿Nunca?

– Así es. De hecho…

– Entonces ¿estaba haciendo progresos con su análisis?

Ricky vaciló.

– ¿Y bien? -le urgió ella-. ¿Estaba mejorando? ¿Logrando el control? ¿Se sentía más seguro? ¿Más preparado para enfrentarse al mundo? ¿Menos deprimido? ¿Menos enfadado?

De nuevo, Ricky dudó antes de responder.

– Diría que no había hecho lo que usted o yo consideraríamos un gran avance. Seguía luchando con los temas que lo atormentaban.

Riggins sonrió cansinamente. Sus palabras sonaron tensas:

– Así que, después de cerca de un año de tratamiento casi constante, cincuenta minutos al día, cinco días a la semana, pongamos cuarenta y ocho semanas al año, ¿podría decirse que seguía deprimido y frustrado?

Ricky se mordió el labio un instante y luego asintió.

Riggins hizo una anotación en el bloc. Ricky no pudo ver qué escribía.

– ¿Seria «desesperación» una palabra demasiado fuerte para describir su estado?

– Sí -respondió Ricky, irritado.

– ¿Aunque ésa sea la primera palabra que usó su madre, con quien vivía? ¿Y la misma que dijeron sus compañeros de trabajo?

– Si -insistió Ricky.

– Así pues, ¿no cree que fuera suicida?

– Ya se lo dije, detective. No presentaba ninguna sintomatología clásica. De lo contrario yo habría adoptado medidas…

– ¿Qué clase de medidas?

– Habría intentado concentrar de modo más especifico las sesiones. Tal vez medicación, si hubiese creído que el peligro era real…

– No me ha dicho que no le gusta recetar pastillas?

– Ya, pero…

– No se va de vacaciones muy pronto?

– Sí. Mañana, por lo menos eso tengo previsto, pero ¿qué tiene eso que…?

– Así pues, a partir de mañana su cabo de salvamento terapéutico se iba de vacaciones.

– Si, pero no alcanzo a ver…

– Palabras interesantes para que las diga un psiquiatra -sonrió la detective.

– ¿Qué palabras? -preguntó Ricky, levemente exasperado.

– «No alcanzo a ver…» -repitió ella-. ¿No se acerca mucho eso a lo que se llama desliz freudiano?

– No.

– ¿No cree que se suicidara?

– No. Sólo…

– ¿Se había suicidado antes algún paciente suyo?

– Sí, por desgracia. Pero en ese caso los signos eran claros. Mis esfuerzos, sin embargo, no fueron suficientes para aliviar la profunda depresión de ese paciente.

– ¿Ese fracaso le persiguió algún tiempo, doctor?

– Sí -contestó Ricky con frialdad.

– Sería malo para su consulta y muy malo para su reputación que otro de sus pacientes habituales decidiera tener un cara a cara con el expreso de la Octava Avenida, ¿verdad?

Ricky se recostó en la silla con el entrecejo fruncido.

– No me gusta lo que insinúa con esa pregunta, detective.

– Bueno, sigamos adelante. -Riggins sonrió y meneó la cabeza-. Si no cree que se suicidara, la alternativa es que alguien lo empujó. ¿Le habló alguna vez el señor Zimmerman de alguien que lo odiara, o que le guardara rencor, o que pudiera tener algún motivo para matarlo? Hablaba con usted cada día, de modo que cabe suponer que, si lo hubiera amenazado algún desconocido, se lo habría mencionado. ¿Lo hizo?

– No. Jamás mencionó a nadie que encajara en las categorías que usted menciona.

– ¿No dijo nunca: «Fulano de tal quiere verme muerto…?».

– No.

– ¿Y lo recordaría si lo hubiese dicho?

– Por supuesto.

– De acuerdo. En principio, al parecer nadie intentaba acabar con él. Pero ¿y un socio? ¿Una antigua amante? ¿Un marido cornudo? Usted cree que alguien pudo empujarle a la vía del tren.

– Pero ¿por qué? ¿Por simple diversión? ¿Alguna otra razón misteriosa?

Ricky vaciló. Era su oportunidad de contar a la policía lo de la carta, la visita de Virgil, el juego en que se le exigía participar.

Lo único que tenía que hacer era decir que se había cometido un crimen y que Zimmerman era una víctima de un acto que no tenía nada que ver con él salvo su muerte. Empezó a abrir la boca para revelar todos estos detalles, para dejarlos fluir con libertad, pero lo que vio fue una detective aburrida y cansada que deseaba acabar una jornada absolutamente desagradable con un formulario mecanografiado que no disponía de ninguna casilla para la información que iba a proporcionarle.

En ese instante decidió abstenerse. Era su personalidad de psicoanalista, que no le dejaba compartir especulaciones u opiniones con facilidad.

– Quizá -dijo-. ¿Qué sabe de esa otra mujer, la que dio diez dólares a Lu Anne?

Riggins arrugó el entrecejo al parecer confusa.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿No le resulta sospechoso su comportamiento? ¿No parece que haya puesto palabras en la boca de Lu Anne?

– No lo sé -contestó la detective encogiéndose de hombros-.

Una mujer y un hombre ven que uno de los ciudadanos menos afortunados de nuestra gran ciudad podría ser un testigo importante de un hecho y se aseguran de que el pobre testigo reciba alguna compensación por ofrecer su ayuda a la policía. Seria más civismo que algo sospechoso, porque Lu Anne se ha presentado y nos ha ayudado gracias, por lo menos en parte, a la intervención de esa pareja.

– ¿Ha averiguado quiénes eran? -quiso saber Ricky tras dudar un momento.

– Lo siento. -La mujer movió la cabeza-. Llevaron a Lu Anne a uno de los primeros policías en llegar al andén y se marcharon después de informarle de que ellos no habían visto qué había pasado exactamente. Y no, no tengo el nombre de ninguno de los dos porque no eran testigos. ¿Por qué lo pregunta?

Ricky no sabía si quería contestar esa pregunta. En parte, pensaba que debería contarlo todo, pero ignoraba lo peligroso que eso podía ser. Intentaba calcular, adivinar, valorar y examinar, pero de repente le pareció como si todos los acontecimientos que lo rodeaban fueran borrosos e indescifrables, confusos y escurridizos. Sacudió la cabeza, como si así pudiera lograr que sus emociones adquirieran alguna definición.

– Dudo mucho que el señor Zimmerman quisiera suicidarse. Su estado no parecía tan grave -aseguró Ricky-. Anote eso, detective, y póngalo en su informe.

Riggins se encogió de hombros y sonrió con una fatiga mal disimulada y teñida de sarcasmo.

– Lo haré, doctor. Su opinión, en la medida de lo que vale, está anotada para que conste.

– ¿Hubo algún otro testigo? ¿Alguien que quizá viera a Zimmerman separarse de la multitud en el andén? ¿Alguien que lo viera moverse sin ser empujado?

– Sólo Lu Anne, doctor. Los demás sólo vieron parte del hecho.

Nadie vio que no lo empujaran. Dos chicos vieron que estaba solo, separado del resto de la gente que esperaba el metro. El perfil de los hechos, por cierro, es bastante habitual en este tipo de casos. La gente suele tener la mirada fija en el túnel por donde llegará el tren. Es típico que quienes se lanzan a la vía se sitúen detrás de la gente, no delante. Quieren acabar con su vida por los motivos que sea, no dar un espectáculo a la multitud del andén.

Así que noventa y nueve de cada cien veces, se separan de la gente, hacia atrás. Tal como el señor Zimmerman hizo. -La detective sonrió y prosiguió-: Apuesto lo que quiera a que encontraré una nota entre sus pertenencias, en alguna parte. O puede que usted reciba una carta por correo esta semana. Si es así, mándeme una copia para mi informe. Claro que, como se va de vacaciones, a lo mejor no la recibe hasta su regreso. Aun así, resultaría útil.