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Dejó la pistola en el apartamento. No podía arriesgarse a que se disparara un detector de metal en el Palacio de Justicia. No obstante, se había acostumbrado a la seguridad que le daba el arma, aunque todavía no sabía si seria capaz de usarla para su verdadero propósito; un momento que creía se estaba acercando deprisa.

Antes de irse se contempló en el espejo del baño. Se había vestido impecablemente: pantalones, chaqueta, camisa blanca y corbata.

Ahora podría mezclarse con facilidad entre las personas que cruzaban los pasillos de los juzgados, lo que, de modo extraño, suponía la misma clase de protección que ofrecía la pistola, aunque fuera menos inapelable en sus acciones. sabía lo que quería hacer y que era como caminar en la cuerda floja.

Era consciente de que, para él, la línea que separaba matar, morir y ser libre era muy fina.

Mientras se miraba en el espejo, recordó una de las primeras clases que recibió sobre psiquiatría, en que el profesor de la facultad de medicina había explicado que daba lo mismo lo mucho que supieras sobre la conducta y las emociones, y lo muy seguro que estuvieras del diagnóstico y del comportamiento que esa neurosis y psicosis generaba, pues en última instancia jamás podías prever con total seguridad cómo iba a reaccionar un individuo. Según aquel profesor, había predictores y la mayoría de las veces la gente hacía lo que uno esperaba. Pero en ocasiones los pacientes desafiaban el pronóstico, lo que ocurría con suficiente frecuencia para que toda la profesión pareciera a menudo una sarta de conjeturas.

Se preguntaba si esta vez habría acertado.

Si era así, recuperaría su libertad. Si no, moriría.

Repasó la imagen reflejada en el espejo. «¿Quién eres ahora?

– se preguntó-. ¿Alguien o nadie?»

Este pensamiento le hizo sonreír. Sintió una maravillosa sensación casi de hilaridad. Libre o muerto. Como rezaba la matrícula de New Hampshire del coche: «Vive en libertad o muere». Por fin tenía algún sentido para él.

Sus pensamientos se dirigieron hacia las tres personas que lo perseguían. Los hijos de su fracaso. Criados para odiar a cualquiera que no les hubiera ayudado.

– Ahora te conozco -dijo en voz alta pensando en Virgil-.

Y ahora voy a conocerte a ti -prosiguió, pensando en Merlin.

Pero Rumplestiltskin seguía esquivo, una sombra en su imaginación.

Éste era el último temor que le quedaba. Pero era un temor considerable.

Asintió a la imagen del espejo. Había llegado la hora de actuar.

En la esquina había un supermercado grande, perteneciente a una cadena, con hileras de medicamentos para el resfriado que no precisaban receta, champú y pilas. Lo que tenía pensado para Merlin esa mañana lo recordaba de un libro que había leído sobre los gángsteres en el sur de Filadelfia. Encontró lo que necesitaba en una sección de juguetes baratos. El segundo elemento, en una parte de la tienda que ofrecía una discreta selección de material de oficina. Pagó en efectivo y, después de meterse los objetos en el bolsillo de la chaqueta, salió a la calle y paró un taxi.

Entró en el Palacio de Justicia como el día anterior, con el aspecto de un hombre con un objetivo muy distinto al que en realidad tenía en mente. Entró en los lavabos del segundo piso, sacó los objetos comprados y los preparó en unos segundos. Después dejó pasar algo de tiempo antes de dirigirse hacia la sala donde el hombre al que conocía como Merlin estaba argumentando una demanda.

Como imaginaba, la sala no estaba del todo llena. Varios abogados esperaban que les tocara el turno a su caso. Una docena de mirones ocupaban asientos en la parte central de la sala; algunos echaban una cabezadita, otros escuchaban con atención. Ricky entró sin hacer ruido con la puerta y se sentó detrás de unas personas mayores. Actuó con sigilo para resultar lo más discreto posible.

Más allá de la balaustrada había media docena de abogados y litigantes, sentados ante sólidas mesas de roble frente al estrado.

La zona situada delante de ambos equipos estaba llena de documentos y expedientes. Todos eran hombres, y estaban muy concentrados en las reacciones del juez. En esta vista previa no había jurado, lo que significaba que siempre hablaban hacia delante.

Tampoco había necesidad de volverse para actuar ante el público porque eso no tendría ningún efecto en la causa. Por consiguiente, ninguno de los hombres prestaba la menor atención a las personas sentadas aleatoriamente en las filas de asientos detrás de ellos. Tomaban notas, comprobaban citas de textos legales y trabajaban en la tarea que tenían entre manos, que consistía en intentar ganar algo de dinero para su cliente, pero sobre todo para ellos. A Ricky le pareció una especie de teatro estilizado en el que a nadie le importaba nada el público, sino sólo el crítico teatral que tenía delante, de toga negra. Cambió de postura en la silla y se mantuvo oculto y anónimo, que era lo que quería.

El entusiasmo le embargó cuando Merlin se levantó.

– ¿Tiene alguna objeción, señor Thomas? -preguntó el juez con brusquedad.

– Por supuesto, señoría -contestó Merlin con petulancia.

Ricky repasó la lista que había preparado con todos los abogados implicados en el caso. Mark Thomas, con despacho en el centro, figuraba en el centro del grupo.

– ¿Cuál? -quiso saber el juez.

Ricky escuchó unos instantes. El tono seguro y autosuficiente del abogado era el mismo que recordaba de sus encuentros. Hablaba con idéntica confianza tanto si lo que decía tenía alguna base real o legal como si no. Merlin era el hombre que había invadido la vida de Ricky con resultados tan desastrosos.

Sólo que ahora tenía un nombre. Y una dirección.

Y lo mismo que había ocurrido con Ricky, eso serviría para saber quién era Merlin.

Visualizó de nuevo las manos del abogado. Llevaba hecha la manicura. Y sonrió. Porque en la misma imagen mental observó la presencia de una alianza. Eso significaba una casa. Una esposa.

Tal vez niños. Todos los símbolos del que asciende, del joven profesional urbano que se dirige agresivamente hacia el éxito.

Sólo que el abogado Merlin tenía unos cuantos fantasmas en el pasado. Y era hermano de un fantasma de primera. Ricky le escuchó hablar y pensó en el complicado sistema psicológico de aquel hombre. Analizarlo habría sido un desafío apasionante para el psicoanalista que era antes. Para el hombre en que se había visto obligado a convertirse era algo más sencillo. Metió la mano en el bolsillo y tocó el juguete que llevaba en él.

En el estrado, el juez meneaba la cabeza y empezaba a sugerir que la vista se continuase por la tarde. Era la señal para que Ricky se marchara, lo que hizo en silencio.

Tomó posición junto a la escalera de emergencia, junto a unos ascensores. En cuanto vio al grupo de abogados salir de la sala, se escondió en la escalera. Esperó lo suficiente para ver que Merlin llevaba dos pesados maletines, llenos a rebosar de documentos y papeles del caso. Demasiado pesados para pasar del ascensor mas cercano.

Ricky bajó las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso.

Ahí había unas cuantas personas esperando el ascensor para bajar.

Se sumó a ellas con la mano alrededor del juguete que llevaba en el bolsillo. Levantó los ojos hacia el dispositivo electrónico que mostraba la posición del ascensor y vio que estaba parado en el tercer piso. Luego empezó a bajar. Ricky sabía algo: Merlin no era el tipo de persona que se situaría en el fondo para dejar sitio a otro.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un crujido.

Ricky se puso detrás de la gente. Merlin estaba justo en el centro del ascensor.

El abogado alzó los ojos, y Ricky fijó su mirada en ellos.

Hubo un momento de reconocimiento y Ricky vio asomar un pánico instantáneo al rostro del abogado.

– Hola, Merlin -dijo Ricky con calma-. Ahora sé quién eres.