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Y a continuación se sacó el juguete del bolsillo y lo apuntó hacia el pecho del abogado. Era una pistola de agua con forma de Lúger alemana de la Segunda Guerra Mundial. Apretó el gatillo y un chorro de tinta negra acertó a Merlin en el pecho.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, las puertas se cerraron.

Ricky regresó deprisa a las escaleras. No bajó corriendo porque sabía que no podía llegar antes que el ascensor. Así que subió hasta el quinto piso y fue al lavabo de hombres. Allí echó la pistola de agua a una papelera después de limpiarla para borrar sus huellas dactilares, como habría hecho si el arma fuera de verdad, y se lavó las manos. Esperó unos instantes antes de salir y recorrió los pasillos hacia el lado opuesto del edificio. Como había averiguado el día anterior, en esa parte también había ascensores, escaleras y otra salida. Para bajar, se sumó subrepticiamente a un grupo de abogados que salían de otras vistas. Como esperaba, no había ni rastro de Merlin en la zona del vestíbulo a la que accedió. Merlin no estaba en posición de querer dar ninguna explicación sobre el motivo real de las manchas en su camisa y su traje.

Y muy pronto se daría cuenta de que la tinta que Ricky había usado era indeleble. Esperaba haber arruinado mucho más que una camisa, un traje y una corbata esa mañana.

El restaurante que Ricky había elegido para almorzar con la ambiciosa actriz era el favorito de su difunta esposa, aunque dudaba que Virgil pudiese relacionarlo. Lo había seleccionado porque tenía una característica importante: un gran cristal separaba la acera de los comensales. La iluminación del restaurante dificultaba ver el exterior, pero no costaba tanto observar el interior. Y la colocación de las mesas hacía más frecuente ser visto que ver. Era lo que quena.

Esperó hasta que un grupo de turistas, quizás una docena de hombres y mujeres que hablaban alemán y llevaban camisas chillonas y cámaras colgadas al cuello, pasara por delante del restaurante. Y entonces se unió a ellos, como había hecho antes en el Palacio de Justicia. «Es difícil reconocer una cara conocida entre un grupo de desconocidos cuando no se espera›~, pensó. Mientras la bandada de turistas pasaba, se giró con rapidez y vio que Virgil estaba sentada en un rincón del restaurante, como él había previsto, y aguardaba ansiosa. Y sola.

Una vez pasado el cristal, inspiró hondo una vez.

«Recibirá la llamada en cualquier momento», pensó Ricky.

Merlin no lo había hecho de inmediato, como él había imaginado.

Antes se había limpiado y disculpado con los demás abogados, que se habrían quedado horrorizados. ¿Qué excusa habría inventado?

Un adversario legal disgustado por haber perdido un juicio. Los demás podrían identificarse con eso. Los habría convencido de que no cabía llamar a la policía; él se pondría en contacto con el abogado del chalado de la pistola de tinta y quizás obtendría una orden de restricción. Pero se encargaría de ello él mismo. Los demás habrían estado de acuerdo y se habrían ofrecido a atestiguar o incluso a prestar declaración a la policía, si era necesario. Pero eso le habría llevado algo de tiempo, lo mismo que limpiarse, porque sabía que, pasara lo que pasase, tendría que volver al juzgado esa tarde. Cuando Merlin hiciera por fin su primera llamada, sería a su hermano mayor. Sería una conversación sustancial, que no se limitaría sólo a la descripción de lo ocurrido, sino a efectuar una valoración de sus implicaciones. Analizarían su situación y sus alternativas. Por fin, aun sin saber muy bien qué iban a hacer, colgarían. La siguiente llamada sería para Virgil, pero Ricky se había adelantado a esa llamada.

Sonrió, dio media vuelta bruscamente y entró en el restaurante con rapidez. Una recepcionista lo miró y empezó a hacerle la inevitable pregunta, pero él la interrumpió con un gesto de la mano a la vez que decía «Mi cita ya está aquí» y cruzaba veloz el restaurante.

Virgil estaba de espaldas y se movió al notar que alguien se acercaba.

– Hola -dijo Ricky-. ¿Me recuerdas?

La sorpresa se reflejó en el rostro de ella.

– Porque yo sí te recuerdo a ti -aseguró él, y se sentó.

Virgil no dijo nada, aunque se había echado hacia atrás, atónita. Tenía un book y un currículo en la mesa en previsión de la entrevista con el supuesto productor. Ahora, despacio, con parsimonia, los tomó y los dejó en el suelo.

– Supongo que no voy a necesitarlos -comentó.

Ricky captó dos cosas en su respuesta: exploración y necesidad de recobrar un poco la compostura. «Eso lo enseñan en las clases de interpretación -pensó-. Y ahora mismo está buscando en ese compartimiento concreto.»

Antes de que Ricky contestara, se oyó un zumbido procedente del bolso de Virgil. Un teléfono móvil. Ricky meneó la cabeza.

– Será tu hermano mediano, el abogado, para advertirte que aparecí en su vida esta mañana. Y muy pronto recibirás otra llamada, de tu hermano mayor, el que mata para ganarse la vida.

Porque él también querrá protegerte. No contestes.

Virgil detuvo la mano a medio camino.

– ¿O qué?

– Bueno, deberías hacerte la pregunta: «¿Está Ricky muy desesperado?». Y luego la que es evidente que le sigue: «¿Qué podría hacerme?».

Virgil no hizo caso del teléfono, que dejó de zumbar.

– ¿Qué podría hacerme Ricky? -preguntó.

– Ricky murió una vez -contestó éste con una sonrisa-, y ahora tal vez no le quede nada por lo que vivir. Lo que haría que morir por segunda vez fuera menos doloroso y puede que hasta un alivio, ¿no crees? -La observó con dureza, traspasándola con la mirada-. Podría hacerte cualquier cosa.

Virgil se movió incómoda. Ricky había hablado con dureza e intransigencia. Se recordó que la fuerza de su actuación de ese día radicaba en que era un hombre diferente al que se había dejado manipular y aterrorizar hasta el suicidio un año antes. Y se percató de que eso no se alejaba demasiado de la realidad.

– Así pues, ahora soy imprevisible. Inestable. Con una vena maníaca, además. Una combinación peligrosa, ¿no? Una mezcla volátil.

– Sí. Cierto -asintió la joven, que estaba recobrando algo de la compostura perdida mientras hablaba, justo como él había esperado que ocurriera. Sabía que era una mujer muy centrada-. Pero no vas a dispararme aquí, en este restaurante, delante de toda esta otra gente. No lo creo.

– Al Pacino lo hace -indicó Ricky encogiéndose de hombros-.

En El padrino. Estoy seguro de que la has visto. Cualquiera que desee ganarse la vida con la interpretación la ha visto. Sale del lavabo de hombres con un revólver en el bolsillo y dispara al otro mafioso y al capitán de policía corrupto en la frente, arroja el revólver a un lado y se va. ¿Lo recuerdas?

– Si -contestó, inquieta-. Lo recuerdo.

– Pero este restaurante me gusta. Antes, cuando era Ricky, venía con alguien a quien amaba, pero cuya presencia jamás aprecié en realidad. ¿Y por qué querría arruinar el delicioso almuerzo de los demás comensales? Además no es imprescindible que te dispare aquí, Virgil. Puedo hacerlo en muchos otros sitios. Ahora sé quién eres. Conozco tu nombre. Tu agencia. Tu dirección. Y, lo más importante, sé quién quieres ser. Conozco tu ambición. A partir de eso, puedo extrapolar tus deseos. Tus necesidades. ¿Crees que ahora que sé el quién, el qué y el dónde sobre ti no puedo deducir todo lo que necesite saber en el futuro? Podrías mudarte. Podrías incluso cambiarte de nombre. Pero no puedes cambiar quién eres ni quién quieres ser. Y ése es el problema, ¿no? Estás tan atrapada como lo estuvo Ricky. Igual que tu hermano Merlin, un detalle que averiguó esta mañana de forma bastante sucia. Una vez jugasteis conmigo sabiendo todos los pasos que daría y por qué.

Y ahora yo jugaré un nuevo juego con vosotros.

– ¿Qué juego es ése?

– Se llama «¿Cómo puedo seguir vivo?». Va de venganza. Creo que ya conoces algunas de sus reglas.