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La vista estaba fijada para la mañana siguiente, pero Ricky fue al Palacio de Justicia esa tarde. Permaneció unos instantes frente al enorme edificio de piedra gris contemplando la escalinata que conducía a las columnas de la entrada. Pensó que, años atrás, los arquitectos del edificio habían pretendido dotar a la justicia de grandiosidad e importancia, pero después de todo lo que le había ocurrido, Ricky creía que la justicia era un concepto mucho más pequeño y menos noble, la clase de concepto que cabria en una cajita de cartón.

Entró, recorrió los pasillos entre los juzgados y se sumó al ir y venir de la gente mientras observaba los ascensores y las escaleras de emergencia. Se le ocurrió que si podía averiguar el juez asignado al caso Arneson contra Fortier, seguramente descubriría quién era Merlin con sólo describirlo a la secretaria del juez. Pero eso levantaría sospechas. Alguien le recordaría más tarde, si conseguía la información que quería.

Ricky (sin dejar de pensar como Frederick Lazarus) quería que su proceder resultara totalmente anónimo.

Vio algo que podría ayudarle: había muchos tipos diferenciados que deambulaban por el edificio. Los que llevaban traje con chaleco eran sin duda los abogados con asuntos importantes. También había algunos de aspecto no tan adinerado, pero todavía presentables. Ricky los incluyó en la categoría que comprendía a la policía, los jurados, los demandantes, los acusados y el personal de los juzgados. Todos los que parecían tener más o menos una razón para estar ahí y sabían qué función desempeñaban. Por último, había una tercera categoría, marginal, que le fascinaba: la de los mirones.

Su mujer se los había descrito una vez, mucho antes de que le diagnosticaran su enfermedad y su vida se volviera una serie de visitas al médico, tratamientos, dolor e impotencia. Eran jubilados o personas sin nada mejor que hacer a los que les resultaba entretenido ver juicios y pasearse por los juzgados. Como los observadores de aves en el bosque, iban de un caso a otro, buscando declaraciones espectaculares y conflictos interesantes, reservándose quizá los asientos en las salas donde se ventilaban casos prominentes, cargados de publicidad. Su aspecto era modesto, en ocasiones sólo algo superior al de quienes vivían en la calle. Estaban a un paso del hospital para veteranos del ejército o de una residencia de la tercera edad y llevaban prendas de poliéster sin importarles el calor que hiciera. A Ricky le pareció un grupo en el que le seria fácil infiltrarse.

Al salir del Palacio de Justicia ya estaba urdiendo su plan.

Tomó un taxi hasta Times Square, donde entró en una de las muchas tiendas de artículos de broma donde se puede comprar una edición falsa del New York Times con el nombre de uno en un titular. Pidió al encargado de la impresora media docena de tarjetas de visita falsas. Después tomó otro taxi que lo llevó hasta un edificio de oficinas en el East Side. En la entrada había un guardia jurado que le pidió que firmara, lo que hizo con una floritura estampando el nombre de Frederick Lazarus, y escribió «productor» en la casilla de «ocupación». El guardia le dio un plástico con el número seis, que designaba la planta a la que iba. Ni siquiera echó un vistazo al registro de entradas cuando Ricky se lo devolvió.

«La seguridad se basa en impresiones», pensó Ricky. Tenía el aspecto adecuado y actuaba con una confianza brusca que desafiaba al guardia a que le hiciera preguntas. Creía que era una interpretación discreta, pero Virgil habría sabido apreciarla.

Al entrar en las oficinas de la Agencia Jones le recibió una atractiva recepcionista.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó.

– He hablado antes con alguien acerca de un anuncio publicitario que vamos a rodar -mintió Ricky-. Estamos buscando caras nuevas y qué talentos hay disponibles. Iba a echar un vistazo a su portafolio…

– ¿Recuerda con quién habló? -preguntó la recepcionista, algo recelosa.

– No, lo siento. Telefoneó mi secretaria -dijo Ricky. La mujer asintió-. Tal vez podría echar un vistazo a algunas fotos y usted orientarme después.

– Por supuesto. -La joven sonrió y sacó una carpeta grande, de piel, de debajo de la mesa-. Éstos son nuestros clientes actuales. Si ve alguno que le interese, le dirigiré al agente que se encarga de sus compromisos.

Le señaló un sofá de piel en un rincón. Ricky tomó el portafolio y empezó a hojearlo.

La séptima foto de la carpeta era la de Virgil.

– Hola -dijo Ricky en voz baja cuando volvió la página y vio su nombre real, dirección, número de teléfono y nombre del agente junto con una lista de interpretaciones teatrales en Broadway y de intervenciones en anuncios publicitarios. Lo anotó todo en su libreta. Luego hizo otro tanto con dos actrices más. Devolvió el portafolio a la recepcionista y consultó su reloj.

– Lo siento pero llego tarde a otra cita -se disculpó-. Hay un par que parecen tener el aspecto adecuado, pero habrá que verlas en persona antes de llegar a un acuerdo.

– Por supuesto -dijo la joven.

Ricky siguió aparentando prisa y agobio.

– Mire, voy muy mal de tiempo. ¿Podría llamar usted a estas tres y citarlas para que se reúnan conmigo? Veamos, ésta para almorzar a mediodía en el Vincent’s, en la 82 Este. Y las otras dos, pongamos a las dos y a las cuatro de la tarde en el mismo sitio. Se lo agradecería. Es que corre un poco de prisa, no sé si me entiende.

– Los agentes son quienes suelen acordar todas las citas, señor… -indicó la recepcionista, que parecía desconcertada.

– Lo sé. Pero sólo estaré en la ciudad hasta mañana y después regresaré a Los Ángeles. Lamento tener que tratar el asunto con tanta urgencia.

– Veré qué puedo hacer. ¿Me da su nombre?

– Ulysses -dijo Ricky-. Richard Ulysses. Pueden localizarme en este número.

Sacó una de las tarjetas de visita falsas. Ponía PRODUCCIONES EL VELO DE PENÉLOPE. Como si fuera lo más natural del mundo, tomó un bolígrafo de la mesa y tachó el teléfono falso de California para escribir en su lugar el número del último móvil. Se aseguró de tachar bien el número inexistente. Confiaba en que nadie de allí tuviera conocimientos de literatura clásica.

– Vea qué puede hacer -pidió-. Si hay cualquier problema, llámeme a este número. Venga, princesa, oportunidades más grandes han surgido de cosas más pequeñas. ¿Recuerda lo de Lana Turner en el drugstore? Bueno, tengo que irme. Más fotografías que ver, ya me entiende. En Nueva York hay muchas actrices. Detesto que alguien pierda una oportunidad por no acudir a una comida gratis.

Y Ricky se volvió y se marchó. No estaba seguro de que su enfoque dinámico y despreocupado funcionara.

Pero creía que sí.

33

Antes de dirigirse al Palacio de Justicia a la mañana siguiente, Ricky confirmó con el agente de Virgil la cita del almuerzo, además de las reuniones posteriores con las otras dos modelos-actrices, a las que Ricky no tenía intención de asistir. El hombre le había preguntado algunas cosas sobre los anuncios que Ricky, el productor, quería rodar, y éste había contestado con toda tranquilidad, mintiendo al detalle sobre la colocación de cierto producto en Extremo Oriente y Europa del Este, y los nuevos mercados que se abrían en esas zonas requerían que la industria publicitaria promocionara caras nuevas. Ricky pensó que se había vuelto un experto en hablar mucho sin decir nada, lo que, en su opinión, era la clase más efectiva de mentira que se podía decir. Cualquier duda que el agente pudiera haber albergado se disipó con rapidez en el entramado de ficciones de Ricky. Después de todo, de aquellas entrevistas podría salir algo y él recibiría un diez por ciento, o no salir nada, lo que no empeoraba su situación. Ricky sabía que si Virgil hubiese sido una artista de cierto renombre, podría haber tenido problemas. Pero todavía no lo era, lo que le había sido útil cuando le tocó arruinarle la vida, y ahora él se aprovechaba de su ambición sin sentir culpa alguna.