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Sacudió la cabeza. No, eso sería una mentira sencilla, y las mentiras del doctor Lewis eran muy complejas. En el estudio había algo.

Se volvió hacia la estantería. Hileras de libros de medicina y psiquiatría, la obra completa de Freud y Jung, algunos estudios y ensayos clínicos modernos. Libros sobre la depresión. Libros sobre la ansiedad. Libros sobre los sueños. Decenas de libros que contenían sólo una modesta parte de los conocimientos acumulados sobre las emociones humanas. Incluido el libro que había recibido la bala de Ricky. Observó el título: Enciclopedia de psicopatología; el disparo había arrancado las cuatro últimas letras.

Se detuvo, con la mirada fija al frente.

¿Un texto sobre psicopatología? En su profesión se trataba casi exclusivamente con emociones poco alteradas, no con las realmente oscuras y retorcidas. De todos los libros en los estantes, era el único que desentonaba ligeramente, y eso sólo lo captaría otro analista.

El doctor Lewis se había reído al ver dónde había ido a parar la bala, se había reído y había comentado que era adecuado.

Ricky se abalanzó hacia la estantería y cogió el libro. Estaba encuadernado en negro con letras doradas en la cubierta, era grueso y pesado. Lo abrió.

En la primera página había escritas unas gruesas palabras en rojo: «Buena elección, Ricky. ¿Podrás encontrar ahora las entradas correctas?».

Levantó la mirada y oyó el tictac del reloj. No creía que en ese momento tuviera tiempo de contestar a esa pregunta.

Se alejó un paso de la estantería, a punto de echar a correr, pero se detuvo. Se giró, cogió otro libro de otro estante y lo colocó en el espacio que había dejado libre el que había quitado para ocultar su ausencia.

Echó otro vistazo alrededor, pero no vio nada que le llamara la atención. Lanzó una última mirada al cadáver del viejo analista, que parecía haberse vuelto gris en los pocos instantes que la muerte llevaba con él. Pensó que debería decir o sentir algo, pero no estaba seguro de lo que podría ser, así que salió corriendo.

La noche lo cubrió en cuanto salió con sigilo de la casa. Con unas cuantas zancadas se alejó de la puerta principal y de la luz que salía del estudio, y la oscuridad veraniega lo engulló. Entre las sombras negras miró atrás con rapidez. Los apacibles sonidos rurales interpretaban su habitual melodía nocturna, sin tonos discordantes que indicaran que una muerte voluntaria formaba parte del paisaje. Se detuvo un instante e intentó valorar cómo ese último año había sido eliminado hasta el último resquicio de su ser. La identidad es una capa de experiencia pero le parecía que quedaba muy poco de lo que había creído ser. Lo único que le quedaba era su infancia. Su vida adulta estaba destrozada. Pero habían separado de él ambas mitades de su existencia, sin que pareciera poder recuperarlas. Esta idea le dio náuseas.

Siguió huyendo.

Adoptó un ritmo cómodo y, con pasos que se mezclaban con los sonidos de la noche, se dirigió al coche. Llevaba la enciclopedia de psicopatología en una mano y el arma en la otra. Sólo había recorrido la mitad de la distancia cuando oyó el ruido de un vehículo avanzando deprisa por la carretera hacia él. Levantó la mirada y vio unos faros aparecer por una curva distante, acompañados del sonido ronco de un motor potente que aceleraba.

De inmediato supo quién se dirigía hacia allí con tanta prisa.

Medio se agachó y gateó hacia un grupo de árboles. Se mantuvo agachado y vio un gran Mercedes negro pasar a toda velocidad.

Los neumáticos chirriaron en la siguiente curva.

Se levantó y salió disparado. Fue una carrera frenética que provocó que los músculos se le quejaran y los pulmones le quedaran al rojo vivo por el esfuerzo. Alejarse era lo primordial, su única preocupación. Corrió con una oreja puesta en lo que ocurría detrás, atento al sonido del coche. Tenía que ganar distancia.

Obligó a sus pies a avanzar, convencido de que no se quedarían mucho rato en la casa; sólo unos momentos para evaluar la muerte del anciano y comprobar si él seguía ahí. O si estaba cerca. Sabrían que sólo habían transcurrido unos minutos entre los hechos y su llegada, y querrían cubrir esa distancia.

En unos minutos había llegado al coche. Buscó a tientas las llaves, que le resbalaron y tuvo que recoger del suelo, jadeando de tensión. Se puso al volante y encendió el motor. Todos sus instintos le decían que acelerara. Que huyera. Que se alejara. Pero contuvo esos impulsos e intentó mantener la atención.

Se obligó a pensar.

No podría escapar con ese automóvil. Había dos rutas de vuelta a Nueva York, la autopista por la ribera occidental del Hudson y la Taconic Parkway por la otra. Tendrían un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar y alcanzarlo. La matrícula de New Hampshire en la parte trasera del coche de alquiler era un signo que les revelaría quién iba al volante. Tal vez habían obtenido una descripción del vehículo y su matrícula en la compañía de alquiler de Durham. De hecho, eso era lo más probable.

Tenía que hacer algo que los desconcertara.

Algo que sus tres perseguidores no hubieran previsto.

Mientras decidía qué hacer le temblaban las manos. Se preguntó si le resultaría más fácil jugar con su vida ahora que ya había muerto una vez.

Puso una marcha y condujo despacio hacia la casa del viejo analista. Se apretujó hacia abajo en el asiento todo lo que pudo para no resultar visible y no superó el límite de velocidad. Se dirigió al norte por la vieja carretera, dejando atrás la relativa seguridad de la ciudad.

Se acercaba al camino de entrada de la casa donde acababa de estar, cuando vio los faros del Mercedes bajar hacia la carretera. Oyó el crujido de la grava bajo las ruedas. Redujo un poco la marcha (no quería pasar justo frente a los faros del coche) y dio tiempo a que el coche saliera a la carretera y se dirigiera en su dirección con una fuerte aceleración. Llevaba puestas las luces largas y, cuando el Mercedes cubrió la distancia, puso las cortas como se supone que hay que hacer y, cuando lo tuvo encima, puso otra vez las largas como cualquier conductor irritado que hace señales al coche que se le acerca. El efecto fue que ambos vehículos pasaron muy cerca con las largas puestas. Ricky sabía que, igual que lo habían deslumbrado un instante, él a ellos también. Pisó el acelerador y se escabulló con rapidez tras una curva. Esperaba que nadie del otro coche hubiese tenido tiempo de volverse y detectar la matrícula.

Dobló a la derecha en la primera carretera secundaria que vio y apagó las luces. Trazó una U a oscuras, iluminado sólo por la luna. Evitó pisar el freno para que no se encendieran las luces rojas de atrás. Después, esperó para ver si lo seguían.

La carretera permaneció vacía. Esperó cinco, diez minutos, lo suficiente para que los del Mercedes se decidieran por una de las dos rutas alternativas y pusieran el coche a ciento sesenta kilómetros por hora para intentar darle alcance.

Arrancó de nuevo y siguió conduciendo al norte casi sin rumbo, por carreteras y caminos secundarios. Sin dirigirse a ningún sitio en especial. Pasada casi una hora, dio media vuelta para regresar a la ciudad. Era bien entrada la noche y no circulaban muchos vehículos. Condujo a un ritmo constante pensando lo próximo y oscuro que se había vuelto su mundo y tratando de encontrar una manera de devolverle la luz.

Llegó a la ciudad de madrugada. Nueva York parece estar cambiando de manos a esa hora, cuando la energía de los trasnochadores en busca de aventura, tanto la gente guapa como la decrépita, cede paso a los trabajadores, con el mercado de pescado y los transportistas que empiezan a apoderarse del día. La transición en las calles relucientes de humedad y luces de neón es inquietante.

Ricky pensó que era un momento peligroso de la noche. Un momento en que las inhibiciones y las moderaciones parecen reducirse y el mundo está dispuesto a correr riesgos.