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– Podemos caminar.

– Mejor, porque quiero explicarle lo que ha visto. Esto es entre nosotros. Por favor, apague primero su grabadora.

Cuidadosamente, Randall empujó la palanquita de la grabadora y se puso al lado del impresor alemán. Caminaron en silencio media manzana. Hennig sacó un gran pañuelo del bolsillo, tosió, expectoró en él y se lo volvió a guardar en el bolsillo.

– Pues bien, le voy a explicar -dijo con voz cascajosa-. Yo siempre he sido, a mi manera (y no lo oculto), un patrón duro. Era necesario para sobrevivir en la Alemania de la posguerra. La contienda nos había devastado. Era la supervivencia de los mejor dotados. El lenguaje de la supervivencia es el dinero, dinero en metálico, montones de dinero. Me dediqué a imprimir Biblias sólo porque había mucha demanda, un gran mercado. Había riqueza en este ramo, mucha riqueza. Las Biblias de lujo proporcionaban grandes ganancias. Así fue como me hice famoso a nivel de impresor de libros religiosos de calidad. Después sucedió algo.

Quedó brevemente ensimismado, y continuaron caminando en silencio.

– Sucedió que en Alemania disminuyó el interés por la religión y por la Iglesia. No hace muchos años, los pobres, los oprimidos y los que se orientaban por la ciencia y la tecnología declararon que Dios había muerto. La religión fue decayendo, y con ella la venta de las Biblias. Para poder sobrevivir, yo pensé que debía hacer de inmediato algo que compensara la reducción de las ventas en ese campo. No podía poner todos los huevos en la canasta eclesiástica. Así que, poco a poco, comencé a buscar y obtener contratos para imprimir libros populares baratos; cosas novedosas y pornográficas. Sí, el mercado de la pornografía descarada estaba en auge en Alemania, y yo estaba dispuesto a imprimirla, con tal de que me siguiera ingresando el dinero. Yo siempre quise tener dinero; mucho dinero. No quería llegar a verme pobre e indefenso, nunca. Además, lo confieso, yo estaba enredado con muchas jovencitas bastante costosas, y luego vino el asunto de Helga Hoffman, y eso también me salía muy caro. ¿Empieza usted a comprender?

– Me temo que no -dijo Randall.

– Claro que no. Usted no conoce la mentalidad artesanal en Alemania. En ese drástico salto que di de las Biblias a la pornografía, tuve graves conflictos con mis operarios y su sindicato. Los obreros jóvenes, al igual que los más antiguos, procedían de familias de larga tradición en el campo de la impresión refinada, orgullosas de su oficio, de su habilidad, de su trabajo, y estas consideraciones eran casi más importantes para ellos que el salario. Sus familias siempre habían trabajado para editores de libros religiosos de primera calidad, y habían estado orgullosos de continuar haciéndolo conmigo. Y luego, cuando casi había yo abandonado las Biblias y los libros religiosos y me había convertido en impresor de libros corrientes y vulgares, esos trabajadores se quedaron azorados. Resintieron mucho la degradación que para ellos implicaba lo que estaban imprimiendo. Y, más que eso, resintieron la nueva producción en masa que yo tuve que imponer. Y resintieron también el que yo los presionara, los apremiara, los obligara a lograr una mayor producción. Poco a poco, empezaron a rebelarse y a hablar de una huelga. Nunca antes había tenido que afrontar una huelga, y la mayoría de mis mejores empleados jamás habían tenido razones para declararla. Pero ahora, incluso aquellos que no podían darse el lujo de estar sin empleo comenzaron a preparar la huelga. De hecho, el presidente del Sindicato de Papeleros e Impresores, Herr Zoellner, le fijó fecha. Eso fue hace algunos meses. Tratamos de negociar, naturalmente, pero no adelantamos nada. Yo no podía ceder, y Zoellner y sus hombres tampoco cedían. Finalmente se produjo un estancamiento, y dentro de una semana se cumplirá la fecha del emplazamiento a la huelga. Si tan sólo pudiera yo explicarles…

– Pero, Karl -dijo Randall-, debe haber alguna forma de hacerles saber que usted está produciendo la Biblia más importante de toda la historia de la industria de las artes gráficas.

– No hay manera alguna -dijo Hennig-. En primer lugar, cuando el doctor Deichhardt vino a verme, no me indicó cuál era el contenido de la nueva Biblia que quería imprimir. Sólo me dijo que era algo totalmente nuevo, diferente e importante. Después de que me esbozó el proyecto, lo rechacé, porque en él veía utilidades muy pequeñas para mí. Yo me negaba a dejar el trabajo rentable, por vil que fuera, a cambio de un poco más de prestigio. Sin embargo, el doctor Reichhardt insistió en que yo lo hiciera, por mis antecedentes. ¿Sabe usted lo que hizo?

Randall sacudió la cabeza y escuchó.

– Me hizo jurar el secreto -dijo Hennig- y concertó una entrevista para que yo me reuniera en privado con el doctor Trautmann, en Frankfurt. Yo estaba muy impresionado. El doctor Trautmann, que es uno de nuestros más notables teólogos, me puso en las manos un manuscrito y me pidió que lo leyera allí mismo, en su presencia. Lo que me dio, y que leí por vez primera, fueron las traducciones al alemán del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. ¿Las ha leído usted?

– Hace poco.

– ¿Lo impactaron tanto como a mí?

– Me conmovieron mucho.

– Para mí fue un despertar espiritual -dijo Hennig-. No podía creer que semejante transformación interior pudiera sucederme a mí, el hombre de negocios, el comerciante, el explotador. Sin embargo, así fue. Mi escala de valores se volteó por completo. Ach, aquella fue una noche de purgatorio para mi alma. No me cabía duda de lo que debía hacer, así que acepté el encargo de imprimir la Edición Anticipada para el Púlpito. Aquello significaba renunciar a ciertas cuentas muy provechosas, aunque poco dignas. Mis ingresos bajarían notablemente, y tendría que olvidarme de Helga por el momento.

– Bueno, ¿y eso no satisfizo a sus trabajadores? -preguntó Randall una vez más.

– No, porque la mayoría de ellos no supieron el asunto, y yo no podía revelarles nada. El inspector Heldering vino en avión desde Amsterdam y estableció las más severas medidas de seguridad. Sólo un número limitado de mis antiguos obreros podría participar en el proyecto y conocer lo que se iba a imprimir. Esos son los que están separados de los demás, y tienen que guardar el secreto sobre lo que están haciendo. Pero la mayor parte de mis obreros sigue sin saber nada; ignora que he vuelto a la tradición y al trabajo fino, y que he renunciado a buena parte de mis ganancias para poder formar parte de esta aventura religiosa e histórica.

– ¿Así que van a ponerse en huelga la próxima semana?

– No lo sé -dijo Hennig con una súbita sonrisa-. Lo sabré dentro de unos minutos. Estamos en el «Mainzer Hof». Atravesemos la Ludwigstrasse y vayamos al restaurante que está en el piso alto del hotel. Allí sabré la respuesta.

Desconcertado, Randall siguió al impresor hacia el hotel, donde tomaron el ascensor para el octavo piso.

Era un restaurante alegre, con una hilera de ventanas que daban al Rin, en espléndida vista, allá a lo lejos, el maître d'hôtel dio la bienvenida a Hennig y Randall con una reverencia, y rápidamente los condujo entre las filas de mesas blancas y sillas tapizadas de brocado hasta un lugar situado junto a una ventana. Un corpulento individuo, de alborotado cabello rojizo, tenía la cara miopemente hundida en lo que parecía ser un montón de documentos legales.

– Herr Zoellner, mein Freund! -gritó Hennig-. Ich will schon hoffen das Sie noch immer mein Freund sind? Ja, ich bin da, ich erwarte ihr Urteil.

El hombre corpulento se paró de un salto.

– Es freut mich Sie wieder sahen su Können, Herr Hennig.

– Pero primero, Herr Zoellner, quiero presentarle a un norteamericano llegado de Amsterdam que va a promover un libro mío muy especial. El señor Randall… el señor Zoellner, primer presidente, der este Vorsitzende, de la Industrie Gewerkschaft Druck und Papier, nuestro sindicato nacional de las artes gráficas -Hennig se volvió a Randall-. Lo saludé como amigo. Le dije que estoy aquí, en espera de su veredicto.