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– Espero que en dos semanas.

– ¿Y qué hay con la seguridad? -preguntó Randall con aparente indiferencia-. En el «Hotel Krasnapolsky», en Amsterdam, es bastante rígida. Pero, ¿cómo ha logrado usted ocultar una operación como ésta de los ojos curiosos?

La rubicunda y aplastada cara de Hennig se frunció y ensombreció.

– No es fácil, no es fácil. La seguridad es un problema -murmuró-. Me ha costado una fortuna. Le diré lo que hice. Tenemos varias prensas aquí en la vecindad, y a todas se puede llegar caminando en poco tiempo. Tomé uno de nuestros talleres, el más grande, segregué la mitad del resto del edificio, lo llené de guardianes y puse en él a mis mejores, más antiguos y más leales operarios. Incluso tomé dos edificios completos de apartamentos, cercanos al taller, para esos trabajadores y sus familias, e instalé en ellos más guardianes y delatores. Ha habido algunos momentos de nerviosismo, pero no ha pasado de ahí. Hemos mantenido una vigilancia muy estricta. Ni un murmullo ha salido de aquí. En realidad, Steven… ¿puedo llamarlo Steven?… ha sido un secreto tan bien guardado, gracias a mi vigilancia, que nadie de fuera ha podido descubrir lo que estamos haciendo.

– ¿Nadie? -preguntó Randall suavemente.

Hennig se desconcertó un poco y frunció el entrecejo.

– ¿A qué se refiere usted?

– Me refiero a Cedric Plummer -dijo Randall-. Vi a Plummer salir de este edificio cuando yo estaba a punto de entrar.

El descontento de Hennig era evidente.

– ¿Plummer? ¿Usted lo conoce?

– Quiso sobornarme el día que llegué a Amsterdam. Quería que yo le consiguiera de contrabando un ejemplar de la Biblia. Lo que él quiere es revelársela al público a su manera, antes de que lo hagamos nosotros, posiblemente con perjuicio para nuestro propósito.

Hennig, que había recobrado la serenidad, fanfarroneó defensivamente.

– Bueno, él es un caso aparte. Es el único de fuera que ha llegado hasta nosotros. Pero créame, ese pequeño hijo de puta no me va a sacar ningún ejemplar. Se lo prometo sobre la tumba de mi padre.

– Estuvo en este edificio -insistió Randall.

– Nadie le pidió que viniera, y nadie de importancia lo recibiría -dijo ásperamente Hennig-. Claro está que anda tras un ejemplar, al igual que una docena de otras personas fuera de Alemania. Me llamó tres veces desde Londres y Amsterdam. Leí su maldita entrevista con De Vroome en el Frankfurter Allgemeine. Me negué a recibir sus llamadas. Ayer telefoneó y esta vez tomé el teléfono en persona para decirle que dejara de molestarme. Quería una entrevista. Le advertí que si se acercaba a menos de diez kilómetros de Maguncia haría que le pegaran un tiro. No obstante, hoy se presentó sin anunciarse. Me puse iracundo cuando mi secretaria me dijo que estaba parado frente a ella. Quise salir y darle una paliza. Pero no se preocupe, no perdí la cabeza. Le ordené a mi secretaria que se deshiciera de él, y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta. Al fin se dio por vencido y se fue. Créame, Steven…

Giró sobre su sillón y alcanzó la fotografía enmarcada de una mujer, que estaba colocada sobre el aparato de televisión. Con el retrato en la mano se levantó y se alejó de su escritorio.

– Nadie de este proyecto ha sacrificado más que yo para hacer de la Biblia un éxito. ¿Ve esta fotografía?

Randall vio un retrato de una joven sensual, con aspecto de artista de teatro, que tal vez se acercaba ya a los treinta años de edad. En la esquina inferior derecha había una dedicatoria escrita con soltura: «Meinem geliebten Karl!» La firma decía: «von deiner Helga».

– ¿Reconoce usted esta cara? -preguntó Hennig.

A Randall le pareció que sí. Mientras apagaba la grabadora, preguntó:

– ¿No es la actriz alemana que fue la estrella en…?

– Sí. La habrá visto en muchas películas. Es Helga Hoffman -Hennig volvió a poner el retrato en su lugar y siguió de pie, admirándolo-. Soy soltero y Helga es la única mujer con quien he deseado casarme. La he estado viendo de vez en cuando durante dos años. Yo creo que está demasiado embebida en su carrera y que es demasiado ambiciosa para pensar en casarse. Por lo menos ahora. Pero me ha indicado claramente que, bajo determinadas circunstancias, podría vivir conmigo -Hennig contempló fijamente la fotografía-. Por desgracia, las actrices piden mucho. Su sueño es tener una quinta y un yate propio en la Riviera, en Saint-Tropez. Ella no tiene el dinero para tales excesos, pero si yo le comprara lo que desea, la impresionaría mucho. Creo que podría obtener de ella lo que quisiera. -Sus rasgos chatos y cóncavos se arrugaron en un gesto-. Tal vez eso a usted no le parezca amor. Pero para mí es casi lo mismo. No soy sentimental. Soy práctico. Nunca deseé nada tanto como a esta mujer. Quiero decir, hasta que surgió esta maldita Biblia. Bueno, en el fondo no fui práctico, sino vanidoso. Preferí que mi nombre estuviera relacionado con el Nuevo Testamento Internacional. No podría decir por qué. Tal vez para demostrar algo a mi padre, que de todas formas ya está muerto. O quizá para asegurarme un trozo de inmortalidad. De cualquier modo, hacerse cargo de la producción de la Biblia implicaba ciertos sacrificios económicos que, al menos de momento, hicieron imposible que además atendiera a Helga.

– ¿No quiere ella esperar? -preguntó Randall.

– No podría decirlo. Acaso alguien de Berlín o de Hamburgo le ofrezca las chucherías que desea. Ya veremos. Todo lo que le estoy explicando, Steven, es que una vez que me decidí a ser el impresor de la Biblia más importante de la historia (más importante, por diferentes razones, que la Biblia de 42 líneas), de ninguna manera voy a arriesgar la oportunidad. Y claro está que por un poco de publicidad o de atenciones especiales no voy a revelar, antes de tiempo, el contenido a ningún Cedric Plummer, por mucho que me ofrezca. ¿Me cree usted?

– Le creo.

– Espero que haya tenido usted esa maldita grabadora apagada durante mi paréntesis personal.

Randall asintió.

– Estaba apagada.

– Usted y yo nos entenderemos -gruñó Hennig-. Vamos. Le voy a enseñar nuestro taller clave, uno de los tres que tenemos en la zona. Éste es en el que, bajo todas las medidas de seguridad, estamos imprimiendo nuestra Biblia. Está inmediatamente después del Museo Gutenberg, una manzana más allá de la Liebfrauenplazt am Dom. Todavía tenemos algo de tiempo antes de almorzar.

Salieron en silencio de la oficina de Hennig. Una vez fuera, Randall inspeccionó automáticamente la calle para ver si Cedric Plummer estaba todavía por allí esperando abordar al impresor. No se veía a nadie parecido al periodista inglés. Ambos empezaron a caminar y Hennig, a pesar de sus cortas piernas, tomó un paso acelerado; al cabo de dos manzanas, Randall empezó a sudar.

Frente al patio de un ultramoderno edificio de tres pisos, Hennig acortó el paso y echó una mirada a su reloj de pulsera, montado en caja de oro.

– Tenemos tiempo para una breve visita. Venga conmigo.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Randall.

– Ach, disculpe. Yo paso tanto tiempo aquí… Es nuestro Museo Gutenberg. Puede usted poner nuevamente en marcha su grabadora. Le daré información para su trabajo.

En el patio abierto, frente a un gran anuncio cubierto de vidrio, había un busto de bronce sobre un pedestal. Era una imagen bastante sombría de un Gutenberg poco feliz, adornado con un grueso bigote y una barba recortada.

Hennig señaló con su mano regordeta y desdeñosa hacia el busto.

– No tiene importancia. Es sólo para turistas. Nadie tiene la más remota idea de cómo fue él en realidad. No ha llegado hasta nosotros ningún retrato contemporáneo de Gutenberg. Lo más aproximado es un grabado (que está en París) hecho dieciséis años después de su muerte. Muestra a un tipo enojado con un ondeante bigote y una barba áspera y bifurcada, como las que solían llevar los sabios chinos. Sabemos que él siempre se sintió frustrado y que era endemoniadamente rudo. Una vez, puesto que esta ciudad le debía algún dinero, Gutenberg maltrató de propia mano a un empleado del Ayuntamiento y lo hizo meter en la cárcel. Existen pruebas de ello. Pero por lo demás, es poco lo que sabemos.