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Luego hizo a Zoellner un ademán para que se sentara y llevó a Randall a la silla que estaba junto a él.

Hennig clavó la mirada en el jefe sindical.

– Y bien, Herr Zoellner, ¿cuál es el veredicto?… ¿Vida o muerte para Karl Hennig?

El semblante de Zoellner se abrió, complacido, en una amplia sonrisa.

– Herr Hennig, es bedeutet das Leben -anunció-. Vivirá usted. Todos viviremos a causa de usted. Son buenas nuevas -levantó el montón de papeles y dijo emocionado-. Esta contraproposición que usted ha hecho a nuestro sindicato representa el mejor contrato que se le ha ofrecido jamás, que yo recuerde. Los beneficios, los aumentos de salarios, los pagos por enfermedad, el fondo para jubilación, las nuevas instalaciones recreativas… Herr Hennig, tengo el gusto de informarle que la junta lo ha aprobado y este fin de semana lo someteré a la aprobación de los miembros, quienes también lo aprobarán por unanimidad.

– Encantado, encantado -dijo Hennig rasposamente -. Ich bin entzückt, wirklich entzückt. Entonces, ¿olvidamos la huelga? ¿Seguimos adelante juntos?

– Ja, ja, juntos -bramó Zoellner, inclinando la cabeza en señal de respeto-. De la noche a la mañana usted se convertirá en un héroe. Quizá menos rico, pero un héroe. ¿Qué le hizo cambiar de parecer?

Karl Hennig sonrió.

– Leí un libro nuevo. Eso fue todo -se volvió hacia Randall-. ¿Ve usted, Steven? Es un fastidio; cuán sensiblero me he vuelto. Imagínese, verme transformado de Satanás en San Hennig, de la noche a la mañana. Repentinamente deseo compartir lo mío con los demás. Soy un tonto, pero feliz.

– ¿Cuándo se decidió usted a hacer eso? -quiso saber Randall.

– Tal vez comenzó la noche en que leí cierto manuscrito, pero el cambio tomó algún tiempo. Quizá realmente ocurrió la semana pasada, cuando mi crisis laboral llegó a su punto culminante. Me senté a releer algunas pruebas que habíamos impreso. La lectura me tranquilizó, me dio un sentido de las proporciones y me hizo decidir que preferiría ser un segundo Gutenberg que otro Creso u otro Casanova. Bien, la paz es maravillosa. Debemos celebrarla -tintineó con el tenedor un vaso para llamar al maître d'hôtel-. Queremos brindar con un Ockfener Bockstein del Sarre de 1959. Es un vino blanco fresco y seco, con sólo ocho por ciento de alcohol. Con eso bastará, ahora que estamos tan impetuosos.

La placentera comida en el «Mainzer Hof» duró dos horas. Después de que Zoellner se había ido, Karl Hennig telefoneó a su chófer para que los fuera a buscar con el «Porsche» e insistió en llevar a Randall de vuelta a Frankfurt.

Durante el viaje, Hennig habló alegremente de la piscina olímpica que pensaba instalar en un recinto abovedado para sus operarios. Le habló con avidez de su afecto por la actriz Helga. Hizo referencia a su vida social, mencionando que tenía un palco en el palacio de la ópera del distrito. En una ocasión, señaló un campo de uvas en agraz y declaró que darían un delicioso vino de Maguncia. En otra, mientras pasaban por un antiguo y tranquilo pueblecito (paredes de ladrillo, estrechas y sinuosas calles, casas cargadas de años, una iglesia con su campanario, una pequeña plaza protegida por la estatua quebrada de un santo que tenía flores frescas en los brazos), dijo que aquel lugar era Hockheim, donde vivían algunos parientes suyos. Después de entrar en la autopista, el automóvil marchó más aprisa y Hennig se sumió en el silencio.

Súbitamente, al parecer, aunque ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos, se encontraron en el torbellino de Frankfurt. Los policías, con camisas de manga corta, dirigían el tránsito desde sus pedestales. Las calles estaban atestadas de tranvías, camionetas de reparto, «Volkswagen», gente que hacía sus compras de último momento o que volvía al hogar después del trabajo. Debajo de las sombrillas blanco y rojo del Terrassen-Café, los clientes se instalaban para su Teestunde.

Hennig emergió de su ensoñación.

– ¿Va usted al «Frankfurter Hof», Steven?

– Sí, para recoger mis cosas y liquidar la cuenta. Voy a tomar un vuelo inmediato a Amsterdam.

Hennig dio a su chófer instrucciones en alemán para ir al hotel.

Cuando llegaban a la Kaiserplatz, Hennig dijo:

– Si necesita usted mayor información, yo espero estar en Amsterdam dentro de poco tiempo.

– ¿Sabe usted exactamente cuándo?

– Cuando tenga listas las primeras Biblias encuadernadas. Probablemente la semana anterior a la fecha en que se haga el anuncio ante el público.

Al detenerse el auto frente al «Frankfurter Hof», Randall estrechó la mano del impresor.

– Le agradezco su colaboración, Karl -dijo-. No hubiera querido que se molestase en traerme hasta aquí.

– No, no. No era sólo por eso -dijo Hennig-. De todos modos tenía que venir. Sólo lamento no disponer de tiempo para invitarle a un trago, pero tengo una cita de negocios, a los cinco, en el bar del «Hotel Intercontinental». Bueno, auf Wiedersehen.

Randall esperó hasta que se hubo ido el «Porsche», y entonces se encaminó hacia el vestíbulo del «Frankfurter Hof». Se dirigía a la mesa del Portier para preguntar si había algún mensaje, cuando de repente se paró en seco.

Un hombre delgado, que con gesto preocupado acariciaba su barba a lo Van Dyke, se dirigía directamente hacia el Portier. Era Cedric Plummer en persona.

Primero en Maguncia y ahora aquí.

El antiguo relato de Maugham relampagueó en la mente de Randall.

El criado del mercader en Bagdad: «Amo, precisamente ahora, cuando estaba yo en la plaza del mercado, me dio un empellón una mujer en la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte la que me había empujado. Me miró y me hizo un gesto amenazador… así que, préstame tu caballo… iré a Samarra y allí la Muerte no me hallará.»

Y después, el mismo día, cuando el mercader halló a la Muerte en la plaza del mercado y le preguntó por qué le había hecho un gesto amenazador a su criado, la Muerte replicó: «No era un gesto amenazador, era sólo de sorpresa. Me asombró verlo en Bagdad, teniendo cita con él esta noche en Samarra.»

El recuerdo no tenía sentido, y sin embargo…

Randall esperó vigilante.

Cedric Plummer había llegado a la mesa del Portier y, encorvando un dedo, había llamado a un empleado.

Rápidamente, Randall avanzó detrás de Plummer, lo pasó, de espaldas a él y con el rostro vuelto, y caminó rápido hacia el ascensor.

Sin embargo, el evitar que lo viera el periodista inglés no impidió que alcanzara a oír la imperativa y aguda voz de Plummer:

– Guter Herr, yo soy Cedric Plummer…

– Sí, señor Plummer.

– …y si hay llamadas para mí, sepa que estaré de vuelta dentro de una hora. Tengo una cita de negocios a las cinco en el bar del «Hotel Intercontinental». Si recibo algún mensaje urgente, allí me puede localizar.

Un escalofrío de temor recorrió a Randall, quien continuó hacia el ascensor. Al llegar, se detuvo y miró por encima del hombro. Plummer no se veía por ningún lado.

En el ascensor, Randall hizo sus cálculos.

Karl Hennig le había dicho: «Tengo una cita de negocios, a las cinco, en el bar del "Hotel Intercontinental".»

Bien sumado: coincidencia.

Mejor sumado: conspiración.

Restando lo que Hennig le había dicho en Maguncia: «Y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta…»

Y repitiendo la suma: la cuenta no salía.

De momento decidió dejar el problema sin resolver. Volvería a Amsterdam esa misma noche y a continuación (no más trabajo esa noche; iba a ver a Ángela, se moría por verla), mañana, y los días siguientes, tendría a Karl Hennig estrictamente vigilado.

La limusina «Mercedes-Benz» y Theo lo estaban esperando cuando Randall llegó al Aeropuerto Schiphol, en Amsterdam, tras el corto vuelo desde Frankfurt.