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Randall lo recordó. Todo volvió a su mente; la enigmática chifladura de Wheeler que quería que él promoviera la Segunda Resurrección.

Al igual que antes, Randall estaba perplejo. ¿Qué diablos era lo que Wheeler estaba tratando de decirle?

Randall había dedicado buena parte de su vida a desprenderse de los efectos de la Primera Resurrección. ¿Para qué necesitaba una Segunda… tratárase de lo que se tratare?

Y sin embargo, ahí había estado su padre esta mañana, apenas consciente, con sus ojos misericordes. Cuán complacido estaría el reverendo al saber que su hijo se iba a involucrar en el Buen Libro, haciendo buenas obras. Cuántas fuerzas le podría dar eso a su padre. Ya había algo más. Qué buen bálsamo podría ser ese proyecto religioso para una conciencia intranquila; una conciencia todavía avergonzada por haber consentido en vender otra buena obra, el Instituto Raker, en favor de la egoísta ganancia que le había ofrecido Cosmos Enterprises.

Randall titubeó, pero sólo brevemente. No tenía corazón para promover ese absurdo. Con todos los problemas que le agobiaban, nunca podría entregarse de lleno a la tarea de lanzar al mundo algo tan actualmente irrelevante como una Biblia; aunque fuera una nueva Biblia.

– Lo lamento, Wanda -se sorprendió a sí mismo diciendo al aparato-, pero simplemente no puedo encontrar una razón práctica para perder mi tiempo en esa junta con Wheeler mañana por la mañana. Mejor será que le llame usted y le explique…

– Yo puedo darle una razón práctica, jefe -interrumpió Wanda-; una razón realmente práctica, la que me lleva al segundo mensaje que tengo aquí para usted. Inmediatamente después de que llamó Wheeler, hubo otra llamada. Era de Ogden Towery III, de Cosmos Enterprises.

– ¿Sí?

– El señor Towery quería que usted supiera que George L. Wheeler es íntimo amigo suyo y que él, Towery, había recomendado personalmente nuestra firma a Wheeler. El señor Towery me pidió que le informara a usted de esto inmediatamente…; que él piensa que esta cuenta, la de la nueva Biblia de Mission House, es justo la clase de cuenta que a él le gustaría que usted tomara… como un gran favor hacia él. Me pareció que el señor Towery lo tomó muy en serio, jefe; como que esto era muy importante para él. -Wanda hizo una pausa-. ¿Es ésa una buena razón práctica para que usted se reúna con Wheeler mañana por la mañana?

– Es la única razón que tiene sentido -dijo Randall lentamente-. Está bien, supongo que no hay alternativa. Llame a George L. Wheeler y dígale que lo veré mañana a las once de la mañana.

Colgando el auricular, Randall se despreció a sí mismo más que nunca. Era la segunda vez en dos días que permitía a Towery le impusiera su voluntad, y ésta debería ser la última. Luego de haber visto a Wheeler (después de cerrado su trato con Towery), nadie podría imponerle su voluntad nunca más. Tal vez valía la pena sufrir estas pequeñas humillaciones, soportar estos pequeños chantajes con tal de obtener su libertad futura.

Randall salió de la cabina telefónica y trató de pensar qué hacer. Bárbara y Judy estaban por irse. Avisaría a su abogado que se preparara para contestar cualquier demanda de divorcio. Ningún segundo padre llamado Burke iba a quitarle a su chiquilla; no si él lo podía evitar. En cuanto al resto del día, definitivamente iría a cenar con su madre, Clare y el tío Herman. Inmediatamente después, irían a visitar a su padre al hospital y a verificar de nuevo la situación con el doctor Oppenheimer. Si el informe era favorable (y él estaba seguro de que lo sería), tomaría el último avión que saliera de Chicago esa noche para dirigirse a…, ¿de qué había dicho Wheeler que se trataba…?, sí, a la Segunda Resurrección.

Randall especuló acerca de ese tal proyecto secreto que le sería revelado en Mission House. Trató de recordar la clave de Wheeler. Ah, sí… «E id pronto y decid a Sus discípulos que ha resucitado de los muertos.»

Pero, ¿qué demonios significaba eso? No importaba. El dirigente de Cosmos Enterprises había dicho que era importante, así que era importante. Además, por vez primera, su curiosidad había despertado. Randall estaba ya interesado en cualquier cosa, fuera lo que fuera, que prometiera… La Resurrección.

Sentado ahí, a la enorme mesa antigua de roble que ocupaba el centro de la sala de conferencias en el tercer piso de la Mission House, Steven Randall se encontraba incapaz de concentrarse en el negocio que se discutía.

Escuchaba el zumbido sordo del caucho de los automóviles que transitaban sobre Park Avenue, en la ciudad de Nueva York, muy por debajo del gran ventanal que estaba del otro lado de la mesa, frente a él. Su mirada estaba fija sobre el antiguo reloj que estaba colgado en una pared. Eran las once cuarenta y cinco de la mañana, lo cual significaba que habían estado hablando… mejor dicho, que él había estado escuchando… durante más de media hora. En ese lapso no había oído nada que lo estimulara.

Simulando estar atento, Randall recorrió subrepticiamente el resto de la sala de conferencias. La decoración más semejaba la sala de estar de un apartamento que el centro de un conjunto de oficinas. Las paredes estaban elegantemente tapizadas. El alfombrado era de un vivo tono cacao. A lo largo de la mitad inferior de una de las paredes, había estantes repletos de biblias costosamente encuadernadas y de libros religiosos, la mayoría publicados por Mission House. En una esquina había una vitrina que contenía una variedad de crucifijos, medallones y artículos religiosos. No lejos de ahí, sobre una mesa, estaba una cafetera calentándose.

Randall había concurrido solo a esa junta. George L. Wheeler, su anfitrión y presidente de Mission House, estaba acompañado por cinco de sus empleados. Directamente enfrente de Randall estaba una de las secretarias de Wheeler; una dama entrada en años, cuya presencia exudaba tal bondad y cuyo ser parecía tan eclesiástico, tan del Ejército de Salvación, que uno se sentía indigno y pecaminoso. La secretaria estaba ocupada en tomar notas taquigráficas sobre una libreta, casi sin levantar la vista. Junto a la secretaria estaba otra mujer, mucho más joven y más interesante. Randall recordaba su nombre. Ella era la señorita Naomí Dunn, asistente administrativa de Wheeler. Tenía cabello castaño, severamente recogido hacia atrás formando un moño, y su complexión era cretina, con ojos grisáceos, nariz delgada y boca comprimida. Tenía una mirada fanática (como la de alguien a quien uno le desagrada por no ser ministro o misionero o algo devoto y útil) que hacía que uno se sintiera frívolo por el hecho de ser simplemente un ciudadano secular común. Llevaba anteojos con aros de carey y se concentraba en cada sílaba que pronunciaba Wheeler, como si él estuviese hablando desde la Montaña y ella no se hubiera topado con la mirada de Randall ni una sola vez.

Los otros tres empleados de Mission House que estaban alrededor de la mesa eran hombres jóvenes. Uno de ellos era editor; otro, diseñador de libros; y el tercero, gerente de ventas de libros técnicos. Eran indistinguibles uno de otro; todos con corte de pelo conservador, pulcramente afeitados y de rostros serios, suaves y limpios. Los tres lucían sonrisas bondadosas y ninguno de ellos había hablado una sola palabra durante el largo discurso de Wheeler.

Muy cerca de Randall estaba sentado, con toda su considerable corpulencia, George L. Wheeler, cuyos labios aún se movían.

Éste era el amigo íntimo del poderoso Towery; era el gigante de la industria de la edición norteamericana de Biblias, y ahora Randall lo escudriñaba más cuidadosamente.

Wheeler era un hombre impresionante de casi cien kilos de peso, y sobre su incipiente calvicie peinaba un mechón de pelo blanco. Tenía una cara redonda y rubicunda, y los arillos dorados de sus anteojos formaban dos círculos dentro del círculo que era su cara. Su nariz bulbosa resollaba exageradamente cuando hablaba, y tenía el hábito de rascarse inconscientemente; se rascaba la cabeza, un oído, la nariz, una axila… un gesto tan natural como el propio hábito de Randall de apartarse de la cara el cabello, excesivamente crecido, aun cuando no lo tuviera sobre la cara.