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Inclinándose sobre el reservado, ella se acercó a él, que levantó la cabeza azorado.

– Pase lo que pase, papi -dijo ella con voz quebrantada-, tú siempre serás mi padre.

Se acercó aún más, rozándole la cara con su largo pelo, y lo besó en la mejilla.

Randall alzó su mano a la cara de Judy y, sintiendo que la voz se le ahogaba, le dijo en un murmullo:

– Pase lo que pase, querida, siempre serás mi niña. Te quiero mucho.

Judy retrocedió, corrió hacia la puerta y desapareció de su vista.

Randall permaneció en el reservado, a solas, durante cinco minutos más. Finalmente, encendió su pipa, abandonó la cafetería y subió la escalera hacia el vestíbulo. No estaba seguro de si quería ir a su habitación o dar otra caminata. En eso, oyó que voceaban su nombre. Dio un giro y se encaminó hacia la recepción.

– Señor Randall -dijo de nuevo el empleado, sosteniendo un auricular telefónico-, estábamos a punto de llamarlo por el altavoz. Una tal señorita Wanda Smith le telefonea desde su oficina en Nueva York. Dice que le urge hablar con usted. Puede tomar la llamada en la cabina telefónica que está al final del vestíbulo, si así lo desea. Haré que la operadora transfiera allí la llamada.

Estaba esperando en la cabina y, cuando oyó la voz de su secretaria, Steven Randall inquirió:

– ¿Qué pasa, Wanda? Me dijeron que le urgía hablar conmigo acerca de algo.

– Así es. Ha habido algunas llamadas urgentes; pero antes, todo el mundo aquí quiere saber cómo está su padre y cómo está usted.

Randall adoraba a esa rolliza muchacha negra que había sido su devota secretaria y confidente durante casi tres años. Cuando él la había contratado, Wanda estaba tomando lecciones de dicción con la intención de convertirse en actriz teatral; estaba ya a punto de perder su tono sureño y cambiarlo por un lánguido acento teatral, pero tanto había disfrutado de su empleo con Randall y Asociados, que pronto renunció a todas sus ambiciones histriónicas. En realidad, nunca había perdido totalmente su encantador tono nativo, ni había sacrificado su independencia. Esto la hacía a veces exasperante, como ahora en el teléfono. Ella tenía que enterarse acerca de su padre y de sí mismo antes de que pudiera proceder a los asuntos de negocios. Él la conocía y sabía que no podía cambiarla o modificarla. Sabía también que no le gustaría que fuese de ninguna otra manera.

Así pues, él le relató los resultados de sus visitas al hospital la noche anterior y esta mañana.

Ahora, varios minutos después, todavía encerrado en la sofocante cabina telefónica, Randall terminaba su recitación.

– Eso es todo, Wanda. A menos que algo imprevisto ocurra, papá ha pasado la crisis. Se recuperará. Hasta qué punto, no lo puedo decir.

– Me alegro mucho por usted, jefe. ¿Quiere que transmita las nuevas a alguien más?

– Supongo que sería mejor. No he tenido oportunidad de llamar a nadie. Puede usted llamar a Darlene al apartamento y decírselo. Además…, -Randall trató de pensar. Estaban Joe Hawkins, su asistente, y Thad Crawford, su abogado hechicero. Ellos querrían saber-, creo que también puede informar a Joe y a Thad. Ah, sí, y dígale a Thad que definitivamente firmaré el convenio con Towery y Cosmos en cuanto regrese. Dígale que estaré de vuelta en unos dos o tres días. Yo le avisaré.

– Así lo haré, jefe. Sólo que yo esperaba que pudiera usted regresar a Nueva York para mañana. Por eso le estoy llamando.

Por fin, pensó Randall. Wanda estaba lista.

– ¿Para mañana? -dijo él-. Está bien, cariño; suéltela.

– Tengo dos recados urgentes para usted, jefe. Al menos, quienes llamaron los consideraron urgentes. No quería agobiarlo, si su padre todavía estaba en condiciones críticas. Pero ahora que usted dice que ya está mejor, creo que se los puedo pasar.

– La escucho, Wanda.

– Uno es nuevamente de George L. Wheeler…, ¿lo recuerda usted…?, el editor de libros religiosos de quien le informé ayer cuando usted estaba en el aeropuerto. Cuando le dije a Wheeler que todavía estaba tratando de localizarlo, insistió en que me comunicara inmediatamente. ¿Ha tenido usted tiempo de pensar en ese asunto?

– Francamente, no.

– Bueno, si puede usted darse el tiempo, podría valer la pena que lo pensara -dijo Wanda-. Sus antecedentes son de lo mejor. Yo ya he verificado algunas referencias: Dun and Bradstreet, Quién es Quién en América, El Semanario de los Editores. Mission House es la número uno entre las editoras de Biblias. Muy por delante de Zondervan, World, Harper and Row, Oxfrod, Cambridge, Regnery y todas las demás. En Mission House, Wheeler es el propietario de todo; llaves, acciones y Biblias. Patrocinó al reverendo Zachery, el predicador protestante que recorrió Australia para despertar la fe, y recientemente estuvo en la Casa Blanca para recibir no-sé-qué premio. Ha estado casado, durante treinta años, con una dama de la alta sociedad de Filadelfia; procrearon dos hijos, y él tiene cincuenta y siete años de edad, de acuerdo con el Quién es Quién. Heredó la Mission House de su padre hace unos veinte años… y tienen sus oficinas aquí mismo en Nueva York, y también sucursales en Nashville, Chicago, Dallas, Seattle.

– Está bien, Wanda, con eso es suficiente. Así que telefoneó de nuevo hoy. ¿Le dijo esta vez qué es exactamente lo que quiere?

– Quiere verlo mañana por la mañana, tan temprano como a usted le sea posible. Fue tan obstinado que al fin tuve que decirle dónde estaba usted y qué es lo que estaba pasando. Él lo comprendió todo, pero insistió en que era vital que se reuniese con él por la mañana. Me rogó que lo localizara y le preguntara si podría regresar tan sólo para esta reunión, asegurándome que todo estaría resuelto para el mediodía y que usted podría, entonces, volver a donde está su padre. Yo hice lo que ayer me ordenó usted que hiciera… le dije que trataría de localizarlo, pero que no le garantizaba que lo lograría.

– Wanda, esa junta…, ¿le dijo Wheeler de qué se supone que se trata?

– Bueno, me dijo algo más acerca de que usted se encargara de promover esa flamante Biblia…

– ¿Sólo eso? -Randall la interrumpió agriamente-. Gran negocio. Otra vez lo mismo. ¿Quién la quiere o la necesita?

Hubo un breve silencio al otro extremo de la línea, y luego vino de nuevo la voz de Wanda:

– Estaba pensando que tal vez usted la necesita, jefe -dijo arrastrando las palabras-. He estado revisando mis notas. Wheeler me dio unos cuantos detalles más acerca de este asunto. Él querría que usted lo representase durante todo un año. Dijo que pagaría lo máximo; más de lo que ninguna cuenta industrial jamás le ha pagado. Dijo también que implicaría un considerable prestigio para usted. Y además dijo que quería que fuera usted a Europa durante un mes o dos, con gastos pagados, y que ese viaje le parecería fascinante. El único pero es que tendría que partir casi inmediatamente.

– ¿Para qué necesita un editor norteamericano de biblias a un publirrelacionista en Europa?

– Eso también se me ocurrió a mí. Traté de averiguarlo, pero él se encerró como almeja. Ni siquiera me quiso decir a qué parte de Europa tendría usted que ir. Pero Joe Hawkins y yo lo estuvimos discutiendo, y Joe está de acuerdo conmigo. Considerando la presión que ha tenido encima últimamente, usted muy bien aguantaría un cambio.

– Hacer yo alharaca por una Biblia -bufó Randall-. ¡Vaya cambio! Querida, yo crecí con la Biblia y la he tenido hasta la coronilla desde anoche. No encuentro ningún placer en regresar a aquello de lo cual salí.

Wanda insistió.

– Todos nosotros aquí tenemos la corazonada de que no se trata del mismo viejo libro, sino que podría ser algo diferente. George L. Wheeler insistió en que me asegurara de pasarle a usted la clave acerca de lo que trata todo ese proyecto.

– ¿Cuál clave?

– El versículo 28:7 del Evangelio San Mateo en el Nuevo Testamento -Wanda hizo una pausa-. Supongo que no lo recuerda, después de todo lo que ha tenido que pasar. ¿Recuerda que se lo dije ayer…? El pasaje de San Mateo que dice: «E id pronto y decid a Sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis…» Y Wheeler me recordó de nuevo que le dijera que usted manejaría la Segunda Resurrección.