Eran tan distintos entre sí que costaba muy poco separarlos e imaginarlos. Habían tenido la astucia de no dirigirse el uno al otro ni por sus nombres ni por medio de apodos. Procuraría atribuirles una identidad y un nombre de su propia cosecha.

Estaba el que sin lugar a dudas había sido el instigador de la acción y era el jefe del grupo. Superficialmente parecía muy poco apto para su papel de implacable cerebro criminal. Era el de estatura mediana, ensortijado cabello castaño y barba, malhumorado, extraño, tímido, medio chiflado con aquellos conocimientos tan erróneos acerca de su persona.

Un típico admirador chiflado que había conseguido fundar un terrible y siniestro club de admiradores totalmente distinto a cualquiera de los que ella hubiera tenido o podido tener jamás.

Se había mostrado muy aturdido ante su presencia, pero, tras superar el aturdimiento inicial, había resultado ser el más culto y hablador de los cuatro. Su cabeza albergaba descabelladas fantasías. Estaba tan desligado de la realidad y era tan fanático que había conseguido convencer a sus compañeros de que, al final, a la víctima no le importaría haber sido secuestrada y ser mantenida prisionera, que ésta se mostraría tan masoquista como para que ello le gustara y que accedería a ser objeto de sus agresiones y atenciones. Un loco.

¿Pero qué más? No parecía ni un obrero ni un atleta ni nada de eso. Su personalidad era tan evasiva como el mercurio y resultaba muy difícil definirla. Lo que sí era cierto es que no parecía un criminal.

Claro, que nadie lo parece hasta después de cometido el delito. ¿Acaso parecían criminales Osvald, Ray, Bremer o incluso Hauptmann antes de cometer sus respectivos delitos? Cualquiera de ellos hubiera podido ser un inocente oficinista o cajero de banco o cualquier otra cosa tan inofensivo como eso. Un nombre para identificarle. El Soñador. Sería el más adecuado.

Después estaba el grueso y fornido, con aquella cara ancha y carnosa debajo de toda aquella pelambrera. Con mucho cuento y mucha hipocresía. Procuró recordarle tal como le había visto a los pies de la cama. No le había observado con mucho detenimiento y él no había hablado demasiado.

Producía una impresión de falsa sinceridad. Algo en él y en sus modales le recordaba a los cientos de vendedores que había tenido ocasión de conocer a lo largo de los años. Sin lugar a dudas la Aurora Films le catalogaría dentro del grupo de los viajantes de comercio o vendedores.

Tampoco parecía un secuestrador. Un calavera tal vez sí, un calavera falso y embustero. Sólo le sentaba bien un nombre: el Vendedor.

Después el de más edad, aquel hombre mayor, tan sudoroso e inquieto que había ido a sentarse en la tumbona. Daba pena y risa con aquel bisoñé, que tan mal le sentaba, y aquellas inadecuadas gafas de montura negra y aquella boca melindrosa. Estaba pálido, era canijo y descolorido y no estaba muy lejos de una residencia de ancianos retirados.

Sin embargo, no debía dejarse engañar ni por la edad ni por el aspecto. Se había equivocado muchas veces juzgando a las personas a través de su aspecto exterior. ¿Acaso uno de los mayores criminales de la historia británica no había sido un vulgar e indescriptible dentista llamado Crippen? Aquel viejo, con su pinta de timidez, podía ser un cerebro criminal, en libertad bajo palabra por falsificación o cosa peor, y el más retorcido miembro de la retorcida organización llamada El Club de los Admiradores. Sin embargo, fuera como fuese, sólo había un apodo que le cuadraba a la perfección: el Tiquismiquis.

Pero al que más clara y estremecedoramente recordaba era al cuarto de ellos. Aquel vulgar y cadavérico sujeto malhablado, con aquella especie de acento tejano, el que no hacía más que hablar de acostarse con ella, el de la manía de la opresión a que le tenían condenados los ricachos, aquél era el peor de los cuatro. Era más feo que Picio.

Estaba claro que era un trabajador manual o algo parecido, un tipo peligroso y perverso. Probablemente, un sádico. Decididamente un hombre que podía ser o haber sido un criminal, tal vez con un largo historial delictivo a su espalda.

Los cuatro resultaban antipáticos y desagradables, pero el tipo alto parecía que no estuviera en consonancia con los demás, no daba la impresión de estar a su mismo nivel desde un punto de vista social e intelectual.

Por la forma en que había interrumpido al jefe, estaba claro que debía de tratarse del segundo de a bordo o tal vez incluso de otro jefe con iguales prerrogativas. Sólo se le ocurría llamarle el Malo.

Y, al pensar en él, se estremeció.

Los cuatro. El solo hecho de pensar en ellos, individualmente o bien en grupo, la ponía enferma.

Recordaba que cuando la habían dejado, hacia más de seis horas, casi las últimas palabras habían procedido del jefe, el Soñador, que les había dicho a los demás que la dejaran descansar, que les había dicho: "Vamos a hablar a la otra habitación".

Al parecer, debían de haberse pasado hablando toda la tarde y parte de la noche antes de irse a acostar.

Se preguntó: ¿De qué habrían hablado? Pensó: ¿Qué le tendría reservado el día siguiente? Los motivos que les habían inducido a traerla hasta allí a la fuerza habían oscilado entre la suave explicación del Soñador, en el sentido de que se proponían trabar conocimiento con ella, y la afirmación sin ambages del Malo, en el sentido de que esperaban que les invitara a mantener relaciones sexuales con ella.

El Tiquismiquis se había mostrado partidario de soltarla, caso de que ella no accediera a colaborar, y el Vendedor se había mostrado inclinado a presionarla al objeto de que colaborara. ¿Pero qué clase de colaboración esperaban aquellos tipos raros? ¿Deseaban únicamente granjearse su amistad en la esperanza de llegar a conseguir algo más? Y, caso de no conseguir nada más, ¿tenían sinceramente el propósito de soltarla? ¿O acaso la colaboración de que hablaban no era más que un eufemismo para designar las relaciones sexuales a que había hecho referencia el Malo, en contra de la opinión de sus compañeros, que preferían no formular las cosas con tanta claridad? Se esforzó por imaginarse el resultado de la situación.

A pesar de todo lo que había ocurrido por la mañana y de su actual situación desesperada, existían varios factores que permitían abrigar la esperanza de que la soltarían ilesa.

Ante todo, al expresarle el Malo con toda claridad lo que deseaban de ella, el Soñador le había dicho que no hablara de aquella forma y el Tiquismiquis se había mostrado partidario de dejarlo correr.

Al parecer, los que controlaban el grupo eran contrarios al empleo de la fuerza. En segundo lugar, estaba casi segura de que había logrado hacerles recapacitar y abochornarles. Le parecía que había conseguido apelar con éxito a su sentido de la honradez civilizada, haciéndoles conscientes del delito que acababan de cometer. En tercer lugar -y ello alentaba su confianza y contribuía a sostener su esperanza-, ninguno de ellos había vuelto a molestarla.

Sí, era cierto, ninguno de ellos se había atrevido a volver (sólo lo habían hecho para permitirle utilizar el retrete) porque estaban abochornados y eran conscientes de lo que podía sucederles si tocaban a alguien tan importante como ella.

Claro que sí, estaba a salvo. Era Sharon Fields. No se atreverían a correr el riesgo de causar daños o violar a Sharon Fields, teniendo en cuenta su categoría, su fama, su éxito de taquilla, su dinero, su seguridad, sus seguidores, su inasequibilidad, teniendo en cuenta que, más que una simple mortal, era sobre todo un símbolo internacional.

¿Se habría atrevido alguien en el pasado a hacerle eso a Greta Garbo o Elizabeth Taylor, llegando hasta el extremo de violarlas? Claro que no. Era inconcebible. Nadie se hubier atrevido. Hubiera sido una auténtica locura. Y, sin embargo… Tirando de la cuerda que le rodeaba las muñecas recordó que era su prisionera.