Cinco minutos después, acompañados por el sargento Neuman, abandonaron el sofocante calor de las calles de Arlington y entraron en la pequeña y desordenada farmacia con aire acondicionado.

Junto al mostrador de la caja registradora, un hombre calvo y panzudo de hombros encorvados -debía tener cerca de setenta años-y una nariz y barbilla muy puntiaguda, estaba envolviendo un paquete y chismorreando con una oronda mujer de aspecto porcino.

El capitán Culpepper se dirigió a él sin esperar.

– ¿El señor Middleton? El propietario siguió envolviendo sin levantar los ojos.

– En seguida estoy con usted.

– Lamento no poder esperar -dijo Culpepper abriendo la cartera y mostrándole la placa a Middleton-. Policía. Tengo que hacerles algunas preguntas. Es urgente.

Middleton le prestó inmediatamente atención.

– La policía. Claro. He oído decir que ha ocurrido algo en la calle -Estiró el cuello en dirección a la trastienda-. ¡Señorita Schamberg! ¿Quiere venir a terminarle de envolver el paquete a la señora Czarnecki? ¡Tengo visita oficial!

Momentos más tarde la señorita Schwnberg sustituyó a su patrón junto al mostrador, y Middleton acompañó al capitán Culpepper a la trastienda lejos del alcance del oído de cualquier cliente curioso.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Middleton.

– No estoy muy seguro de que pueda ayudarme -repuso Culpepper indicándoles a Neuman, Zigman y Nellie que se acercaran-.

Tal vez se haya usted enterado de que se ha producido un importante delito.

– Acabo de saber que han secuestrado a Sharon Fields. No podía dar crédito a mis oídos. En qué tiempos vivimos. La próxima vez va a ser el presidente.

Sí, lo he oído por radio. Y he sabido que uno de los secuestradores ha muerto al intentar recoger el dinero del rescate. Yo digo que le ha estado bien empleado.

– Oh, no -dijo Nellie mirando a Zigman angustiada.

– Me temo que ya se sabe -dijo Zigman sacudiendo la cabeza-. Ya lo sabe todo el mundo.

Culpepper no les prestó atención y se concentró en el propietario de la tienda.

– Señor Middleton estamos trabajando en este caso y buscamos desesperadamente una pista que pueda ayudarnos. Tenemos fundadas sospechas de que los secuestradores se encuentran por esta zona.

– ¿Por esta zona? Vaya, ahora comprendo todo el jaleo.

– Sí, y creemos que es posible que uno de los sospechosos acudiera a Arlington a efectuar algunas compras.

Hemos estado interrogando a distintos propietarios de establecimientos de esta ciudad. El sargento Neuman ha venido aquí hace cosa de media hora. Usted no estaba y ha hablado con la señorita Schomberg.

Ha sabido que un forastero aparentemente rico vino aquí un día de las dos últimas semanas, efectuó algunas compras y pidió varios artículos que eran bueno, que no eran muy corrientes, puesto que usted no los tenía y ordenó encargarlos.

– Me extrañó un poco tratándose de una ciudad como ésta -dijo Middleton moviendo la cabeza-.

Pero nos gusta servir bien a los clientes y los anoté para que la señorita Schomberg los encargara.

Y ahora, poco antes de entrar ustedes, la señorita Schomberg me estaba diciendo que había venido un investigador a hacerle unas preguntas y he echado un vistazo a la lista de encargos. Creo que la tengo en el bolsillo. -Se metió una nudosa mano en el bolsillo de la blanca bata de farmacéutico y sacó la hoja de papel-. Aquí está.

– El caballero que compró -dijo Culpepper-, pidió el perfume Cabochard de Madame Grés, ¿verdad?

– Lo tengo aquí anotado.

– Y también pastillas de menta de importación Altoid. ¿Es eso?

– También -repuso Middleton complacido. -¿Tiene anotada alguna otra cosa?

El propietario de la droguería y farmacia siguió leyendo la lista.

– Sí, señor. Otra cosa. Largos. Dijo que eran unos cigarrillos como…

Nellie se adelantó excitada.

– ¡Largos! -exclamó-. ¡La marca de Sharon! Hace muchos años que los fuma. No puede ser coincidencia.

– Ya veremos -dijo Culpepper levantando una mano y volviendo a dirigirse a Middleton-. ¿Alguna otra cosa?

– Me temo que no -repuso Midleton doblando la hoja-. Estoy intentando recordar. Quería no sé qué publicación. Jamás había oído nombrarla. No me acuerdo.

– ¿”Variety”? -le preguntó Zigman.

– Lo lamento, no puedo acordarme -dijo Middleton sacudiendo la cabeza-. Lo siento mucho. -Súbitamente, su rostro compungido se iluminó con una sonrisa-. Recuerdo que compró otra cosa.

Quería uno de esos bikinis tan reducidos. Y yo le digo: "¿De qué talla?" Y él dice: "La talla no la sé, pero conozco sus medidas fundamentales". Y me las indicó y eran de las que hasta a un viejo impresionan -dijo riéndose.

– ¿Qué medidas eran? -preguntó Culpepper.

– Yo diría que poco corriente. Eran noventa y cinco, sesenta y dos, noventa y tres.

Culpepper miró a Nellie que había empezado a brincar de excitación.

– ¡Son las suyas! -exclamó ésta muy orgullosa-. ¡Noventa y cinco, sesenta y dos, noventa y tres! ¡Son las de Sharon!

– Muy bien -dijo Culpepper sin inmutarse y mirando al anciano propietario de la tienda-.¿Cuándo estuvo aquí este cliente?

– A principios de semana. Debió ser el lunes o el martes.

– ¿Cree usted que podría reconocerle si viera su fotografía?

– Es posible. Tal vez sí. Viene tanta gente pero, si no me equivoco, era un hombre corpulento, amable y cordial, hizo algunos comentarios jocosos.

– Sargento Neuman, muéstrele la fotografía.

Neuman le mostró al propietario la fotografía de Yost. Middleton la examinó vacilando.

– Pues, no sé.

– Es una fotografía antigua. Pensamos que ahora llevaba bigote y tal vez el cabello un poco más largo. El bigote que ve aquí se lo han pintado.

– Tengo idea de haberle visto. Tal vez fuera él. Me parece que llevaba gafas ahumadas de esas grandes, por consiguiente, es un poco difícil recordarle la cara. Pero era una cara ancha y la cabeza era así.

– ¿Está usted seguro de que puede identificarle?

– No podría jurárselo sobre la santa Biblia pero, tal como le digo, me parece que le he visto. -Le devolvió la fotografía a Neuman-. Tal como le digo, aquí entra y sale mucha gente todo el día y no puedo recordar a todo el mundo.

– ¿Le dijo de dónde venía o a dónde iba?

– No recuerdo.

Culpepper le dirigió a Neuman una mirada de cansancio.

– Bueno, me parece que de aquí no pasamos. -Le dirigió al propietario de la farmacia una amable sonrisa-. Gracias por su… ah, otra pregunta si no le importa. ¿Iba solo este hombre?

– Aquí en la tienda entró solo -repuso Middleton-. Pero, cuando salimos, vi que le recogía un amigo.

Culpepper se animó de improviso.

– ¿Un amigo, dice usted? ¿Y había salido usted a la calle? ¿Vio al amigo?

– No muy bien. El tipo se encontraba sentado detrás del volante del cacharro de ir por las dunas. No le vi muy bien y, además, no había ningún motivo para que le prestara atención.

– Cacharro de ir por las dunas -repitió Culpepper-¿Iban en uno de esos cacharros?

Middleton se lo confirmó entusiasmado.

– Eso sí lo recuerdo muy bien porque me enteré de algo que no sabía y que hoy mismo he querido comprobar.

– Me gustaría que me lo contara, señor Middleton -dijo Culpepper haciéndole un gesto a Neuman para indicarle que deseaba que tomara notas-. ¿De qué se enteró usted?

– No tiene importancia pero se trataba de una cosa que no sabía y por eso me quedó grabada en la memoria.

Este hombre de quien estamos hablando, el que efectuó estas compras, me pagó y me dijo que tenía prisa porque pasarían a recogerle. Y salió corriendo. Pero entonces observé que se había dejado el cambio sobre el mostrador. No recuerdo la cantidad.

– No importa -dijo Culpepper impaciente.

– Bueno, no quería que pensara que le habíamos estafado pero pensé que ya se habría ido. Sin embargo, al levantar la vista, vi que había vuelto a entrar en la tienda para recoger otro paquete que había dejado junto a la puerta.