Contrajo los ojos para distinguir la leyenda del helicóptero y su aspecto general -sus conocimientos aeronáuticos se los debía a su hijo Tim-, pero todavía no le era posible identificarlo.

Sin embargo, una cosa era segura. El rumor cada vez se oía más cerca. Pero entonces sucedió una cosa muy extraña: el sonido chirriante del helicóptero pasó a convertirse de un solo en un dúo.

Yost se volvió una vez más y miró el cielo por encima de la autopista.

Acercándose en dirección contraria, desde el este, sobrevolando las colinas y acercándose a la Fortress Rock, descubrió un segundo helicóptero, hermano gemelo del primero. El corazón empezó a latirle con fuerza pero él procuró no asustarse.

Podía ser cualquier cosa, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un fin de semana festivo. Podían ser helicópteros de patrulla -siempre vigilaban los lagos y las playas y las carreteras, en el transcurso de los fines de semana de mucho tráfico-o tal vez fueran helicópteros del servicio de correos o helicópteros de esos que trasladan a la gente importante, desde los aeropuertos a los hoteles, o tal vez unos helicópteros que hubieran salido en alguna misión especial. Tal vez.

Los miraba alternativamente a los dos, pero ahora su aspecto empezó a antojársele más sospechoso porque les vio descender cada vez más, y ambos se estaban acercando como si la Fortress Rock fuera su aeródromo de destino.

Yost soltó instintivamente las pesadas maletas y las dejó rodar por el camino arenoso, e inmediatamente cayó de rodillas y empezó a gatear hacia la pared de piedra arenisca, en un esfuerzo por resultar menos visible.

Temblando, sin poderlo creer, vio que un helicóptero y después el otro se iban acercando a él.

Ahora podía distinguir su color. Ambos eran azules, con rayas blancas. En aquellos momentos presintió el desastre. No te asustes, Howie, se dijo a sí mismo, pero se asustó.

Hubiera querido agarrar las maletas y echar a correr. Pero no podía moverse: el terror le había inmovilizado por completo. Al diablo las malditas maletas. Aunque pudiera correr, ya no se atrevía a hacerlo. El caso era ocultarse de la vista hasta estar seguro.

Soltó la escopeta y avanzó serpenteando aplastado contra el suelo. El sonido de los helicópteros era atronador y le martilleaba los tímpanos.

Tendido en el suelo, rígido como un riel, advirtió que la tierra temblaba debajo suyo. Levantó la cabeza, miró a su izquierda y se quedó petrificado.

Uno de los panzudos helicópteros azules, parecidos a unos tiburones, estaba aterrizando en la zona cubierta de maleza que había algo más abajo del camino donde él se encontraba.

Se incorporó un poco, miró por encima del hombro y vio para su horror que el segundo helicóptero también estaba tomando tierra.

En aquellos segundos experimentó el sobresalto de la comprensión y el cuerpo se le estremeció como sacudido por una corriente eléctrica.

Ambos helicópteros eran Bell Jet Rangers A-4. Ambos tenían unas letras blancas orgullosamente pintadas en los laterales. Decían: LAPD ¡La policía! Se estaba levantando polvo por todas partes. Tosiendo y ahogándose, Yost comprendió lo que estaba ocurriendo. Habían aterrizado.

Se puso trabajosamente en pie y escudriñó a través de las partículas de polvo y arena para asegurarse de que no estaba viviendo una pesadilla.

Y entonces pudo verlo.

El helicóptero más próximo, el situado más abajo del camino, aparecía como agachado en el suelo, a no más de cincuenta metros de distancia.

Su hélice había cesado de girar. Estaba siniestramente inmóvil. Ahora se estaba abriendo la portezuela de la carlinga. Yost vislumbró una figura emergiendo de la portezuela del Jet Ranger. Se trataba de un corpulento oficial de policía con casco blanco y uniforme caqui extrayendo de la funda un arma amenazadora, santo, cielo, hasta el arma podía identificar, era el acostumbrado revólver Smith amp;Wesson del 38.

Presa del pánico, Yost no esperó por más tiempo. Recogió apresuradamente la escopeta, se agachó y echó a correr hacia el lugar en que había encontrado el dinero del rescate.

Corriendo y tropezando en dirección al reborde de la roca, llegó a la altura de éste, lo rodeó y se arrojó a la concavidad que había detrás, dejándose caer sobre la protectora tierra jadeante y casi sin resuello.

Al cabo de unos momentos levantó la cabeza por encima del parapeto. Contempló la escena con incredulidad: dos, tres, cuatro, cinco hombres uniformados, con sus cascos y sus relucientes placas, todos ellos armados y, subiendo cautelosamente la pendiente.

Y después le distrajo otro movimiento que estaba teniendo lugar a su izquierda: había tres, cuatro, cinco hombres procedentes del otro helicóptero, atravesando al unísono la carretera, deslizándose por la abertura de la valla y corriendo para reunirse con sus compañeros y completar el semicírculo.

Yost les observó congelado por el miedo. Se estaban acercando, estaban tan cerca que ya podía verles claramente los implacables y torvos rostros. Yost hubiera deseado huir pero no podía.

Estrangulado por el miedo y loco de terror miró primero la escarpada roca y después el precipicio de abajo.

No podía ir a ninguna parte, no podía huir. Estaba atrapado. No podía ocurrir pero estaba ocurriendo. Le habían traicionado. Todos habían sido traicionados.

¡Malditos traidores! La policía, los asesinos, habían salido a atraparle.

No. No, nunca. A él no. No era justo. Estaba mal. Debía tratarse de algún error. Averiguarían que era un error y seguirían su camino. Aquella increíble pesadilla seguiría también su camino. Y sería como si jamás hubiera ocurrido.

Ahora se habían acercado más y estaban cerrando el lazo y él era como un pobre perro mestizo acorralado.

¿Acaso no sabían quién era? No era un criminal, no era un golfo, no era una de esas personas, no, era el señor Howard Yost, héroe del fútbol americano, columna vertebral de la respetable Compañía de Seguros de Vida Everest, era el señor Howard Yost, marido de Elinor, padre de Nancy y Timothy, con amigos por todas partes y hasta casa propia.

A veinte metros de distancia distinguió un extraño objeto pegado a un rostro carnoso y despiadado. Un megáfono, un megáfono como los que usaban sus incondicionales para animar a la muchedumbre de las gradas a vitorear a Howie Yost, a Howie el Grande, a Howie el Invencible, el hombre de hierro, aguanta firme, aguanta firme.

Se imaginó que pronto iba a escuchar los vítores lanzados a través del megáfono pero, en su lugar, escuchó una atronadora voz de bajo.

– ¡Está usted rodeado! ¡Arroje la escopeta!!Levante las manos! ¡Salga con las manos en alto! Perdió la cordura.

¿Hacerle eso al señor Howard Yost, súbdito americano? ¡Noooo, jamás, jamás, jamás! Enloquecido, se apoyó la escopeta contra el hombro, apoyó el cañón sobre el terraplén y, sin apuntar, empezó a disparar a diestro y siniestro, cargando de nuevo el arma, disparando a todas partes para decirles quién era, para ordenarles que se fueran, que le dejaran en paz, pero ninguno de los patibularios componentes del círculo que se iba cerrando sobre él se había marchado ni había contestado a sus disparos.

Buscó las dos últimas cápsulas, cargó apresuradamente el arma pensando en lo extraño que resultaba aquel silencio y, súbitamente, recuperó la cordura y comprendió lo que estaba ocurriendo.

Efectuó otro disparo al tuntún, comprobó que no le quedaba más que una cápsula y soltó la escopeta al comprender la verdad.

No contestaban a sus disparos porque les habían ordenado que le apresaran vivo. Le querían vivo para pegarle una paliza, para aplicarle el tercer grado, para obligarle a hablar, para obligarle a confesar dónde mantenían prisionera a Sharon Fields.

Y entonces se sabría toda la sucia y cochina historia. Ya se imaginaba en las primeras planas de los periódicos. Ya se veía en las pantallas de televisión. Ya se veía condenado por los tribunales.