Con los ojos clavados en la empinada carretera que rodeaba las colinas, había comprendido que estaba dejando atrás todas las señales de vida.

Aquí y allá, entre manchas de verdor, había visto alguna que otra choza o casa al borde de un barranco pero pronto llegó a la entrada del Templo del Fuego de la Luna. (Recordó haberles leído la guía a sus hijos en cierta ocasión en que lo visitaron: "El Templo del Fuego de la Luna, así llamado porque se cree que la luna y el fuego son para el hombre los primeros símbolos de la vida y la muerte, no está dedicado a ninguna religión determinada sino simplemente al vegetarianismo y a la abstención de matar".) Y, tras dejar el templo, experimentó la sensación de haber superado una barrera y de haberse adentrado en un mundo perdido, en un territorio vacío, abandonado y salvaje, totalmente exento de vida.

A los dieciocho minutos de haber abandonado la costa, vislumbró finalmente la Fortress Rock, aquella mellada roca de piedra arenisca color herrumbre, recortándose contra el azul del cielo, que tanto conocía por las muchas veces que, en el transcurso de los fines de semana, había realizado excursiones por aquellos parajes en compañía de Nancy y Tim explorando con ellos los alrededores.

Un minuto más y la sombra de la enorme roca cubrió la camioneta, y Yost aminoró la marcha para buscar un sitio donde aparcar.

Más allá de la roca había un promontorio de tierra junto a la carretera pero decidió no utilizarlo.

Siguió avanzando, perdió de vista la Fortress Rock por el espejo retrovisor al rodear la montaña, y buscó algún camino lateral.

Al final, unos doscientos metros más allá de la roca, más lejos de lo que había pensado teniendo en cuenta lo que iban a pesar las maletas, encontró un camino estupendo, una vereda bastante ancha para caminantes, que se curvaba más allá de unos altos arbustos y se perdía de vista.

Se adentró en el camino con su vehículo, avanzó y, al final, se detuvo en un lugar desde el que no podía divisarse la carretera.

Sin pérdida de tiempo regresó a la carretera a pie y echó a andar hacia la Fortress Rock.

La carretera estaba vacía, pero él se sentía muy satisfecho de su atuendo tan cuidadosamente preparado.

Era la perfecta imagen del cazador de caza menor, con su escopeta bajo el brazo dirigiéndose a pie a la propiedad de un amigo para pasar la tarde.

Mientras se acercaba a la roca, se detuvo un momento para mirar la hora.

El reloj le dijo que eran las tres menos diez de la tarde.

Comprendió que iba con mucho retraso y que regresaría al escondite de las Gavilán Hills una o dos horas más tarde de lo previsto.

Se imaginaba que para entonces los muchachos estarían subiéndose por las paredes, preguntándose qué le habría ocurrido, temiendo tal vez lo peor, pero cuando apareciera con el millón de dólares en efectivo, olvidarían todo su enojo y se entregarían a una alegría sin fin.

Echó a andar de nuevo y llegó a la sombra de la roca. Se elevaba a su lado la Fortress Rock, la antigua roca con sus parapetos de piedra arenisca, con sus oquedades grandes y pequeñas trabajadas por las tormentas.

Howard Yost se detuvo en seco. Había llegado al término de la cuenta atrás. Contempló la mole de piedra. La alquimia de su cerebro la transformó en oro puro.

Reconozcámoslo, al llegar aquí no era más que un pobre desgraciado de la clase media. Pero ahora se marcharía convertido en un creso.

Sacudió la cabeza pensando en aquel milagro, respiró hondo, apretó bien la escopeta bajo el brazo y echó una vez más a andar.

Al llegar al extremo sur de la roca, se encontró con unos restos de una valla de alambre de púas. Todo estaba exactamente tal y como él lo recordaba.

Había una abertura en la valla y después un arenoso camino que se apartaba de la carretera y se curvaba bordeando la roca a lo largo de unos quince metros. A la derecha del camino había un reborde de la roca que arrancaba de la misma base de ésta.

Más adelante, el camino y la roca terminaban bruscamente en un precipicio y a lo lejos podían distinguirse vagamente las trémulas y resplandecientes aguas del Pacífico.

A la izquierda del camino había una loma cubierta de maleza que descendía gradualmente hacia unos prados.

Yost se volvió. Al otro lado de la carretera había más tierra, hierba seca, arbustos y maleza descendiendo gradualmente hacia una vasta extensión de terreno.

No se veía a nadie, ni a su espalda ni en la carretera, y el camino que tenía delante se abría para él solo. Contuvo el aliento y pasó a través de la abertura de la valla.

Contó deliberadamente los veinte pasos. Un paso, dos, tres, cuatro pasos, cinco, seis, siete, ocho pasos, nueve, diez, once.

Contó quince pasos, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y sus ojos distinguieron una mancha de cuero marrón.

Avanzó rodeando la mellada roca y allí estaban, en la concavidad de detrás del reborde de la roca, las dos abultadas maletas marrones, sin lugar a dudas “las” maletas, el tesoro amontonado, la riqueza de las Indias.

Posó los ojos en ellas y se emocionó al pensar en la hazaña del Club de los Admiradores.

Viejo Zigman, dondequiera que estés, un millón de gracias, mejor dicho, un cuarto de millón de gracias. Y a ti también, Sharon, buena chica, buena chica Sharon Fields.

Yost se adelantó y se arrodilló ante las maletas. Estuvo tentado de abrirlas para asegurarse, pero no le cabía la menor duda y ahora no había tiempo que perder.

Echó la cabeza hacia atrás para mirar una vez más a su alrededor, para asegurarse de que ningún testigo le hubiera observado, y permaneció inmóvil unos momentos contemplando el azul y maravilloso cielo sin nubes.

Estaba solo, estaba a salvo, era uno de los benditos de la tierra, un hombre rico, un hombre muy rico, el conocido filántropo señor Howard Yost.

Posó la escopeta en el suelo, tomó una maleta, la colocó de pie y después hizo lo propio con la otra. Pesaban mucho pero se sentía demasiado alborozado para darse cuenta.

Se puso en pie. Recogió la escopeta, se la colocó bajo el brazo, y con la mano derecha levantó la maleta más pequeña.

Después extendió la izquierda y recogió la más grande. Parpadeando a causa de la intensa luz del sol bajó con las pesadas maletas por el arenoso camino.

Una breve mirada al mar más allá del precipicio, de los valles y los montes, el primer espectáculo que contemplaba en su calidad de hombre rico.

Olvidándose de la belleza del panorama, apretó con fuerza las asas de las maletas y avanzó de cara a Fernwood Pacific. Calculó que, con aquella carga, tardaría unos diez o quince minutos en llegar al lugar en que había ocultado la camioneta.

Siguió rodeando la roca en dirección a la carretera. Se encontraba a medio camino, jadeando a causa del esfuerzo, a unos dos tercios del camino y empezando a sudar, cuando se detuvo bruscamente.

Ladeó la cabeza y escuchó. Nada, nada, pero después tal vez algo, un sonido apenas audible. Procuró escuchar y entonces lo oyó. Se oía un débil y lejano sonido estridente. Extraño.

Permaneció inmóvil para tratar de volverlo a escuchar, para estar seguro. Silencio. Pero después volvió a oírlo, el mismo sonido que iba aumentando de intensidad.

Ahora se oía con mucha más claridad. Las vibraciones del sonido resultaban incongruentes, estaban en desacuerdo con la desolación y el silencio de aquel paraje, donde no podían escucharse más que los gorjeos de los pájaros, el zumbido de los insectos y la respiración de Howard Yost.

Inclinó la cabeza hacia la dirección del sonido tratando de identificarlo y, en aquel instante, el ronroneante sonido se transformó en un ruido ensordecedor y, momentos después, Yost estuvo en condiciones de establecer de qué se trataba y de qué dirección procedía.

Estaba escuchando el chirriante y pulsante sonido de un helicóptero. Se volvió escudriñando el horizonte en dirección al océano y entonces, desde detrás de la cadena de colinas de la lejanía, apareció el aparato acercándose a él a toda prisa.